Javier Sierra - Las Puertas Templarias

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Al hacer un barrido fotográfico sobre Francia, un satélite geoestacionario descubre algo inesperado: ciertas áreas de la región de la Champaña emiten una extraña señal. El responsable del proyecto inicia una investigación que le llevará a la búsqueda de un enigma que tiene nueve siglos de antigüedad. Su investigaicón se mezcla con la llegada de nueve caballeros cristianos al antiguo solar del Templo de Salomón, bajo cuyos escombros desenterraron en 1125 una codiciada reliquia que no sólo les hizo ricos, fuertes e influyentes, sino que les valió la fundación de una docena de catedrales misteriosamente alineadas con la constelación de Virgo.

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– No me habéis respondido.

– Pero es evidente. Son lugares donde nuestras plegarias suben más rápidamente al cielo. Donde lo que hagamos, pensemos o digamos tendrá más eco allá arriba, en el reino donde habita nuestro Padre Celestial.

– Ya veo.

El de Claraval, por éstas y otras conversaciones similares, terminó por considerar a Rodrigo inofensivo, así que le asignó una celda en su monasterio y le dio permiso para moverse libremente por las tierras del convento.

Ése fue su error.

Aquellos meses, por lo demás, transcurrieron en medio de una intensa actividad. Fray Andrés repasó el libro de Jean de Avallon -ya Juan de Jerusalén- y lo copió íntegro en cinco pulcros ejemplares que conservó bajo llave. Mientras tanto, el abad se consagraba a la medición de toscos mapas de la región, y aún más allá, estableciendo los puntos por donde comenzaría la obra que daría sepultura a las Tablas. Fijó en la cercana Vézelay su punto de partida, como lugar intermedio entre las futuras catedrales de Notre Dame del norte y el Camino Estelar de Santiago al sur, y trazó las líneas maestras para representar sobre Francia la huella de Virgo.

Fue entonces cuando sucedió.

Ocurrió en la noche de Santo Tomás, el 3 de julio por más señas, mientras los monjes blancos estaban reunidos en la iglesia de Claraval para celebrar sus maitines. Habría unos cuarenta frailes, y la visita de uno de los hijos del conde de Champaña, llegado para supervisar los trabajos cartográficos de la congregación, les había dado cita a todos sin excepción en los oficios.

Los caballeros dormían; el servicio también, pero los monjes no fueron los únicos que estuvieron fuera de su lecho a aquellas horas. Rodrigo, que en ningún momento había dejado de cultivar su forma física, tenía claro el objetivo a alcanzar aprovechando las circunstancias. Treparía hasta la segunda planta del edificio de dormitorios, donde reposaban los cinco templarios que asistían a Bernardo en las labores de custodia de las Tablas, y allí tomaría su oportuno «salvoconducto».

Dicho y hecho.

Mientras el Te Deum retumbaba dos esquinas más allá, el aragonés, ágil como una lagartija, se deslizó por las enredaderas del muro oeste de la casa, hasta saltar a los ventanales del pasillo. Nadie le vio. Aunque en penumbra, la luz de la luna llena inundaba de tonos plateados los baldosines de arcilla del suelo. Orientarse no sería muy difícil.

Descalzo, pasó por delante de las celdas de Montbard, Saint Omer, Anglure y Angers, deteniéndose frente a la del De Avallon. Había estado allí antes, así que calculó bien sus pasos. Miró a ambos lados del corredor, asegurándose de que nadie le observaba, y abrió la puerta con todo sigilo.

Los goznes no chirriaron.

Una vez dentro, con la puerta cerrada tras él, respiró hondo. Contra la pared, fresca, aguardó a que sus ojos se aclimataran a la oscuridad y comenzaran a distinguir las formas de alrededor. Una cama con dosel cuatro pasos al frente, un arcón a su derecha, una pieza de madera donde debían guardarse las armas del caballero, un escritorio, la chimenea…

Una nueva ojeada le hizo mirar hacia la ventana entreabierta. Por allí, justo por donde se colaban los murmullos de los rezos de la comunidad, era donde el caballero debía custodiar aquel libro profético del que tanto había oído hablar.

Se trataba de una pequeña cómoda llena de cajones, situada junto al escritorio. Tallada, sin duda, por las hábiles manos de fray Crisóstomo -el maestro ebanista-, el mueble destacaba del conjunto por la madera clara empleada en su confección.

Sigilosamente, se acercó hasta él, y cuando alargó la mano para abrir el más grande de sus compartimentos, algo chocó contra su garganta.

– Así que volvéis a estar muy cerca de mí.

La frase le petrificó. Por instinto, Rodrigo se echó las manos al cuello, notando que lo que le oprimía era la afilada hoja curva de un puñal. Un arma fría, limpia, que podía partirle la nuez de un tajo antes de respirar siquiera.

– No habléis -ordenó aquella misma voz con tono firme-. Sé qué habéis venido a buscar.

– …

– Y lo tendréis. ¡Vaya si lo tendréis!

La misma mano que sujetaba el puñal bajó bruscamente a la altura de los hombros y le arrojó violentamente contra la pared. Desconcertado, Rodrigo abrió los ojos de par en par tratando de ubicar el bulto de su agresor.

No tuvo que forzar mucho la vista. Un instante después un golpe seco, como si rasparan la pared, tronó frente a él prendiéndose en el acto una lámpara de aceite que llenó de su inconfundible olor la estancia. Allí, frente a él, sujetaba lámpara y puñal el propio Jean de Avallon.

– ¿Y bien? -el caballero le miraba desde arriba, sin darle ocasión a moverse-. ¿Qué os ha decidido a asaltar mi alcoba? ¿Acaso el único ejemplar de El P rotocolo que he escrito y que aún no está bajo llave?

Rodrigo asintió.

– ¿Y adónde pensabais llevároslo?

– A Orléans.

– ¿Aún le sois fiel a su obispo?

– Es quien me protegió.

– ¿Y si yo os perdono la vida? -dijo el templario.

– Entonces, señor, mi fidelidad os la deberé a vos.

Jean tendió su mano a Rodrigo para ayudarle a levantarse. Aunque con el hombro ligeramente contusionado, el aragonés se incorporó con agilidad, mucha más que la que demostraba aquel desecho humano que tenía frente a sí.

– Oídme, pues -dijo-. Llevaréis este libro con vos fuera de Francia. Cruzaréis el Mediterráneo y emprenderéis la ruta de Alejandría hasta Tierra Santa. Y allí, donde descubráis un lugar como éste, regentado por hombres de Dios, pediréis ingresar como novicio y les entregaréis este libro en pago de vuestra manutención.

– ¿Y por qué me mandáis a tan lejanas tierras?

– Porque son las tierras del origen. Donde todo empezó. De donde salieron las Tablas que hoy protegemos y donde, en el futuro, escucharán la señal que mi obra anuncia.

– ¿Señal?

– La señal que marcará el día en el que las Puertas se abrirán para siempre.

Rodrigo vio que el caballero alzaba, la vista casi en trance, como si acertara a ver los resplandores de la Jerusalén Celestial del Apocalipsis descendiendo sobre Claraval.

– ¿Nos permitirá eso ascender a los Cielos, mi señor?

– Y mucho más.

Rodrigo huyó esa madrugada con El Protocolo bajo el brazo y cumplió con la palabra dada. Al alba, cuando fray Andrés acudió a visitar a Jean como cada día, lo encontró tumbado sobre su cama, vestido con todas sus armas y con un gesto severo dibujado en el rostro. Debió de entregar su alma a Dios poco después de que el intruso abandonara su celda. Pero ése fue un detalle que nunca nadie conoció.

LAPSIT EXILLIS

Vencer los trémulos andamios de los operarios de limpieza de Amiens fue más difícil de lo que Monnerie se las prometía. La escalera principal ascendía en paralelo a la columna central que sostenía el pórtico, gravitando en medio de la nada. La Virgen, con gesto severo, recto, pareció clavar sus ojos vacíos sobre los del profesor, en cuanto éste llegó a su altura. Y el niño que sostenía en sus brazos también.

Una extraña sensación se apoderó de él. Era como si estuvieran a punto de profanar algo sagrado. Algo que no se colocó en su lugar para que lo tocaran las manos ateas de dos ingenieros del siglo XXI.

Pero Témoin no estaba dispuesto a echar marcha atrás. Con agilidad, se colocó junto a la estatua sedente de Moisés -un barbudo que sostenía una de las Tablas de la Ley y que estaba coronado por los cuernos de la sabiduría-, invitando a meteor man a hacer lo propio junto a Leví, ataviado con las ropas de los custodios del Arca.

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