– Joder, hay que evacuar a los heridos.
– Hay que evacuar a todos -dijo Rosales, con una sonrisa amarga.
En ese momento se oyó a Andreu gritar:
– Cuidado, a la derecha, que viene uno.
Uno de los que estaban cubriendo aquel lado sacó el fusil por la aspillera y le disparó al asaltante a bocajarro, en mitad del pecho. El moro cayó hacia atrás y de la mano se le resbaló un objeto inconfundible.
– Trae una bomba -avisó el que le había tirado.
La explosión sacudió el maderamen del blocao y parte de la metralla se coló por las aspilleras, causando heridas leves a varios.
– Hostia, los tenemos encima -maldijo el sargento-. ¿Qué hacen en la posición, mirar la faena? ¿Por qué no siguen disparando los cañones?
Amador se acercó a una de las aspilleras que daban hacia el recinto de la posición principal. Vio a un par de harqueños que se acercaban a su alambrada y arrojaban bombas de mano semejantes a la que acababa de explotar junto al blocao. Después de las explosiones se oyeron gritos y unas ráfagas de ametralladora, y en el parapeto aparecieron cuatro o cinco soldados que lanzaron una descarga de fusilería contra los moros que corrían a cubierto. También vio a un oficial que parecía hacer señas hacia la avanzadilla. Las repitió, frenéticamente, hasta que a Amador no pudo quedarle duda. El oficial agitaba una y otra vez el brazo hacia sí, con tal fuerza que parecía que se estuviera abofeteando la cara. Al fin el fuego enemigo le obligó a agacharse, o le abatió. En cualquier caso, no volvió a aparecer.
– Mi sargento -dijo Amador-. Nos ordenan que nos repleguemos.
– ¿Qué? -gritó el sargento, presa de la histeria. -Desde la posición. He visto a un oficial que nos hacía señas.
– Pero ¿cómo vamos a replegarnos? Se supone que deberían cubrirnos la retirada -dijo el sargento, sin poder dar crédito.
– Parece que tienen sus propios problemas -dijo Amador, pesimista.
– Es un suicidio -siguió protestando el sargento-. Nos matarían a todos.
– Por aquí viene otro -anunció un soldado, en la otra punta del blocao.
Pero esta vez no pudieron parar al atacante, y la bomba echó abajo un extremo de la fortificación, destrozando de paso a quienes estaban más cerca. Entre la veintena de hombres de la avanzadilla cundió el pánico. El sargento miraba en todas direcciones sin saber adónde acudir.
– O nos largamos ya o aquí palmamos -dijo Andreu, calando la bayoneta.
Amador le imitó, y como él otros seis o siete soldados. El sargento aprobó nerviosamente la iniciativa y llenó los dos cargadores de su pistola. Las balas se le escurrían entre los dedos y perdió varias en la operación. Rosales, con su brazo herido en cabestrillo, le pidió a Andreu:
– Ponle la bayoneta a mi chopo y pásamelo, catalán.
Andreu hizo lo que le pedía. Rosales empuñó el fusil con el brazo sano y lo blandió como una lanza.
– Para esto todavía valgo -se jactó.
– Yo que tú no pensaría nada más que en correr -le dijo Andreu-. Eso úsalo sólo si alguien se te pone en medio.
– Nos vendrán siempre por detrás, Andreu. A los moros les gusta perseguir a los que corren. Te lo dije: si estás entero, te respetan, pero si te ven mal, se enardecen y van por ti. Así que da igual, yo ya estoy condenado.
Los heridos que podían caminar se pusieron en pie y se esforzaron por sujetar sus armas. Los que estaban peor se colgaron del hombro de un compañero. A los dos moribundos sólo podían abandonarlos. Pero el sargento, antes de salir, recapacitó:
– No podemos dejárselos a esos hijos de puta.
Se fue hacia los que agonizaban. Los contempló durante un instante y con su mano temblorosa le pegó un tiro a cada uno. Amador, que tenía los dedos agarrotados sobre el fusil, sintió que aquellas dos detonaciones se le clavaban en el alma. Le embargaba una sensación de irrealidad: no podía ser que de pronto, casi sin que le hubiera dado tiempo a enterarse, perteneciera a un ejército en retirada que remataba a sus propios heridos. En su cabeza se mezclaba el recuerdo de los oscuros presentimientos de Molina con el de las arrogantes bravatas de los oficiales, cuando negaban ante la tropa la existencia de una harka digna de consideración. Pero la harka existía, y ahora llamaba con sus atroces puñetazos a la puerta. Amador comprendió que tenía que aceptar su infortunio y concentrarse en hacer todo lo que Molina le había enseñado. Tenía que impedir el desorden, y pelear segundo a segundo por el supremo objetivo de sobrevivir. Sin cuidarse del sargento, agrupó a los hombres que parecían más serenos y les dijo:
– Salimos primero nosotros, y nos dividimos para cubrir los flancos. Dejamos que pasen los heridos y luego retrocedemos sin perderle la cara al enemigo. Sobre todo, que nadie eche a correr.
Andreu, que se contaba entre el grupo de los escogidos por Amador, se permitió observar, con ironía:
– Eso valdrá mientras aguantemos, cabo. Si no, sálvese quien pueda.
Amador observó a Andreu. Le apreciaba, y en cierto modo le temía. Por su insolencia, por su aplomo y hasta por su propia envergadura física. Andreu era un tipo de buena estatura, ancho, y tenía unos robustos brazos velludos que acababan en unas manos enormes. Amador era lo contrario, no muy alto y más bien fino de miembros. Para compensarlo, le espetó:
– Valdrá mientras yo diga. Y al que desobedezca nadie le va a formar consejo de guerra, porque le sentencio yo mismo.
Andreu no respondió. El tiroteo seguía, y sobre el ruido se alzó en ese momento la voz desgarrada del sargento, que ordenaba:
– Vamos, todos fuera.
Amador salió el primero, y tras él ocho soldados que se dividieron como les había indicado. Todos se pusieron en seguida cuerpo a tierra y repelieron a duras penas el fuego enemigo, mientras salían los demás. El sargento empujaba a los que se quedaban rezagados y disparaba con su pistola a izquierda y a derecha. Los hombres tropezaban contra los terrones y los pedruscos, y pronto empezaron a caer bajo las balas enemigas.
– Allí, a la izquierda -gritó Amador, señalando hacia una de las peñas desde donde los batían. Pero las balas les llegaban también desde la derecha, y desde el frente. Hasta del cielo parecía que les tiraban.
En el primer repliegue de una de las escuadras cayeron dos hombres, y la otra, al reproducir la maniobra, perdió a tres. Con eso quedaba completamente desmantelado el orden que se había afanado en imponer Amador. Eran muy pocos para plantar cara a lo que se les echaba encima.
– Es inútil, cabo -gritó Andreu, sin dejar de cubrir el flanco en el que ya sólo le acompañaba un anonadado compañero.
– Hijos de puta, moracos sarnosos gritaba el sargento, mientras vaciaba el último cartucho de su cargador.
El sargento estaba erguido bajo el fuego, con el juicio visiblemente perdido. Tiró el cargador vacío y metió el otro, con parsimonia. Montó la pistola y apuntó hacia uno de los montes. No llegó a apretar el gatillo. Un balazo le deshizo el cráneo y cayó de bruces, como un espantapájaros derribado por el viento. Amador comprendió que no había nada que hacer.
– A la carrera todos -gritó.
Los moros saludaron la desbandada recrudeciendo el fuego. Los soldados que seguían en pie, una minoría, corrían con toda su alma hacia el parapeto de la posición de Talilit. Alguno tiró el fusil para ir más rápido. No fue ése el caso de Rosales. Mientras arrastraba trabajosamente el fusil, con su único brazo disponible, vio su carrera truncada por un tiro que le atravesó de parte a parte. Andreu, al verle caer, retrocedió para socorrerle. Se agachó junto a él y le observó la herida. Era un agujero pequeño y redondo, a la altura del pulmón derecho. Incorporó al cabo para echárselo al hombro y en ese momento vio la herida por la espalda. La bala, al salir, había abierto un cráter de piltrafas sanguinolentas por el que asomaba una costilla.
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