Molina sintió que era la primera vez que le daba a González la ocasión de hablar y ser escuchado, porque palabra a palabra descubría entre ambos afinidades de las que hasta entonces había permanecido completamente ignorante.
– Ya ve -prosiguió el cabo, que pasada la desconfianza inicial había recuperado aquella locuacidad que le era característica y que tanto había irritado siempre a Molina-. Aquí sí me pagan. Y como me presenté para cabo, hasta una fortuna, comparado con el jornal por el que en mi pueblo me he tenido que romper las costillas de sol a sol. Si lo mira, aquí tampoco se hace tanto. Marchas largas y el sueño corto, eso sí; pero andar he andado como un animal desde chico y siempre me he levantado al alba. ¿Que te pueden pegar un tiro o afeitarte el pescuezo, como al pobre del otro día? De algo hay que morirse. A mí se me han muerto dos hermanillos de fiebres, sin guerra ni moros. De la misma miseria, ya le digo que no hay peor.
Molina dejó que su mirada vagara sobre el mar. Aquel mediodía se veía apacible y azul. Al otro lado estaban el pueblo de González y su propio pueblo, al que él tampoco quería volver. A lo lejos, tanto que casi parecía una imaginación de su mente o un engaño de sus oídos, sonaba un apagado rumor de cañonazos. Sonaba con cierta frecuencia, en los últimos días, y la explicación a la que solía recurrirse era que debía tratarse de alguna posición que apoyaba a una columna móvil o que lanzaba un castigo sobre algún aduar donde se sospechaba que pudieran estar organizándose partidas de la harka. A Molina aquel ruido amortiguado le sumía en inevitables cavilaciones, y al cabo no se le escapó del todo su abstracción.
– ¿Cree que llegarán algún día hasta aquí, mi sargento? -preguntó González, con desusada gravedad.
– Espero que no -repuso Molina, con una franqueza que antes nunca le habría mostrado a González-. Estamos solos y totalmente vendidos. Y la tropa es demasiado nueva y se la ha instruido demasiado aprisa.
Molina tenía una creencia, o quizá era una superstición: si podía escuchar, el diablo escuchaba, siempre. De pronto, sobre el murmullo de los cañones lejanos, se impuso el estampido metálico de un disparo mucho más próximo, al que casi al instante siguió un silbido de bala rebotada. Aquella bala les había pasado muy cerca, y Molina y González, empuñando sus armas, corrieron a cubierto. Uno de los centinelas gritó:
– ¡Cabo! Vienen por aquí.
Pero el centinela se equivocaba. En cuestión de segundos la posición se vio azotada por una tormenta de balazos que llegaban desde todas partes. Los moros que habían aparecido sobre las crestas de los montes se desparramaban a toda velocidad en medio de un griterío espeluznante, y los que ya se habían apostado les disparaban con saña. Molina apremió al cabo:
– Ve a contárselo al teniente. Dile que estamos jodidos de verdad. Hay que responder con los cañones, las ametralladoras, todo.
González corrió hacia la tienda del teniente, que justo en ese momento se asomaba para ver qué ocurría. Molina, por su parte, fue hacia el frente del parapeto, adonde acudían en tropel todos los soldados.
– Repartíos, no os apelotonéis -vociferó, para imponerse al ruido.
Molina fue de un lado a otro organizando a la tropa, empujando hacia resguardo a los muchos que se exponían al fuego, aturdidos por la sorpresa del asalto. Pero la tarea se le amontonaba, y a uno de los hombres no llegó a advertirle a tiempo. Antes de que Molina pudiera atraerle hacia terreno protegido, al soldado se le fue el hombro derecho hacia atrás, como si alguien invisible le hubiera pegado un violento puñetazo. Su fusil cayó al suelo y él se dejó caer también. Después se encogió y empezó a gritar:
– Me han dado, me han dado, ayudadme.
Molina se echó al suelo y se arrastró hacia el herido. No había margen para contemplaciones, así que le cogió de las piernas y tiró de él hacia el parapeto. El soldado seguía gritando, aterrorizado:
– Me duele mucho, mi sargento, ayúdeme.
Molina le apartó la camisa. El tiro le había partido la clavícula. Las astillas de hueso se veían a través del agujero redondo de la bala. Le apretó su pañuelo contra la herida y le dijo:
– Sujétate esto aquí, mientras viene el sanitario. Y tranquilo, que te la has llevado en el mejor sitio en el que podías llevártela.
Sólo había un sanitario y un médico en Afrau, y Molina no sabía lo que tardaría en venir cualquiera de los dos, pero no podía entretenerse más con aquel herido. Cuando se cercioró de que todos estaban donde debían, fue a procurarse él mismo un fusil, para colaborar en la labor ingente de mantener a raya a los asaltantes. Las ametralladoras habían empezado a escupir fuego y su sonido, semejante al petardeo de una motocicleta, daba a los defensores de Afrau el ánimo, por escaso que pudiera resultar en aquellas circunstancias, de disponer de una potencia de fuego superior a la de quienes les atacaban. Dondequiera que las ametralladoras apuntaban, el enemigo se esfumaba de inmediato, como barrido del monte.
En unos pocos minutos, se unieron las dos piezas de artillería. El teniente artillero, jefe accidental de Afrau, había encomendado al teniente de infantería que mandaba la sección de ametralladoras que se ocupara de disponer la defensa en el parapeto. Luego había acudido junto a sus hombres y dirigía ya el fuego de los cañones hacia donde se observaba mayor concentración de moros. Con el concurso de la artillería, y pese a la insuficiente pericia de los fusileros, los europeos lograron contener la embestida, y al cabo de unos minutos se advirtió en los harqueños una vacilación que encorajinó a los soldados. El fuego enemigo era intenso pero poco eficaz si se mantenían bien a cubierto. Afrau tenía la desventaja de estar batida en su interior por una altura próxima, donde la harka había emplazado a un buen número de tiradores, pero contaba por fortuna con un parapeto aspillerado, lo que evitaba a los hombres tener que ofrecer blanco para disparar. Uno de los cañones estaba además machacando aquella altura que les amenazaba.
– Seguid así, sin aflojar -arengaba Molina a sus hombres. Entre los que se aplastaban contra el parapeto había de todo: veteranos, pocos, y novatos, muchos; resueltos, algunos, y pusilánimes, otros. Estaban los que habían pagado por no ir de descubierta, y los que habían cobrado cuatro reales por arriesgarse más de lo que les tocaba. A algunos no los apreciaba especialmente, y a muchos los consideraba deficientes soldados. Pero eran sus soldados y Molina sentía, poderosa como pocas otras, la responsabilidad de mantenerlos firmes y confiados en sus fuerzas frente a la adversidad.
Sin embargo, en el momento en el que todo parecía ir mejor, desde que se había desencadenado el ataque, sucedió algo que socavó la moral de todos. En el extremo del parapeto que cubría un pelotón de la policía indígena se produjo un movimiento anormal. Quienes lo vieron tardaron en comprenderlo. Estaban saltando el parapeto, pero de dentro hacia fuera. A Molina no pudo caberle duda. Los policías estaban desertando, con sus municiones y fusiles. Entre los desertores, pocos más de una docena, identificó a Mhamed, el sargento. Al verle, Molina confirmó, esta vez sí, la intuición que le había movido siempre a desconfiar de aquel sujeto.
Pero ante todo, Molina comprendió que estaban perdiendo una docena de hombres que ganaría la harka, adiestrados y, lo que era peor, armados. Se irguió y vació el máuser contra ellos. Consiguió tumbar a uno y alcanzar al sargento, el más peligroso de todos. Sin embargo, aunque renqueante, Mhamed pudo huir. Cuando Molina volvió a dejarse caer al pie del parapeto se encontró con la cara de horror con que le observaba uno de los soldados. A fin de cuentas, aquellos hombres contra los que Molina acababa de disparar, aunque fueran desertores, habían convivido con ellos durante semanas. Molina suponía que el soldado pensaba eso, pero no se sentía culpable. Había tomado una disposición rápida y necesaria, como le aconsejaba el instinto imperioso del curtido cazador que era. No era cosa agradable herir o matar a un hombre, pero lo que acababa de hacer estaba al margen de cualquier juicio. A Molina le habían ordenado una vez, años atrás, disparar contra un viejo que estaba recogiendo cereal frente a una posición. Molina había tirado al aire y se había hecho arrestar por eso, porque había sentido que matar a aquel viejo era una crueldad gratuita. Pero a los policías desertores les apuntó con toda su alma. Y al soldado horrorizado le dijo:
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