Los fugitivos de Talilit y su escolta de policía indígena recorrieron a marchas forzadas el camino hasta Sidi Dris. Cuando el mar apareció ante sus ojos, con su infinita calma azul, muchos creyeron que lo peor había pasado. Pero la posición de Sidi Dris también estaba sitiada, lo que planteaba la necesidad de romper el cerco para poder acogerse a ella. La policía tomó la vanguardia, como le correspondía, y abrió paso a los extenuados europeos. Las alturas que rodeaban Sidi Dris eran un magnífico refugio para los tiradores de la harka, y aquel tropel en retirada, un blanco tan generoso como apetecible. Los policías tuvieron que emplearse a fondo, mientras los soldados de Talilit colaboraban con las pocas energías y las pocas balas que les quedaban. Andreu gastó su último cartucho contra un moro que asomó sobre un risco próximo, y al que derribó de un certero impacto en la frente. Pero apenas un minuto después, una bala le atravesó el muslo. Casi no sintió nada, porque el proyectil pasó sin tocar hueso. El dolor vino más tarde, como un ardor y a la vez un frío de muerte.
– Maldita sea, la pierna -dijo.
La herida podía ser mala, muy mala. Decían que un balazo en la femoral era una de las maneras más lindas y más rápidas de quedarse en el sitio. Andreu, renqueando, se llevó la mano al muslo herido. La vista se le nublaba, pero no salía mucha sangre. Si te partían la arteria, decían, brotaba a borbotones, como un manantial caliente con el que se te iba la vida en un santiamén. Amador, que andaba cerca, vino a ofrecerle rápidamente su hombro. No olvidaba la deuda que había contraído con Andreu.
– Vamos, libertario -le animó-, no te me quedes ahora a medias. Ya te curarán eso cuando estemos a salvo.
A Amador, que también había agotado sus municiones, ya no le quedaba más que tratar de seguir en pie hasta Sidi Dris y llevar hasta allí a su compañero. El camino que habían recorrido juntos desde el blocao de la avanzadilla de Talilit había sido tan largo y azaroso como increíble. Amador, que era supersticioso, presintió que no habría término medio: o libraban el pellejo los dos, o no lo libraría ninguno. Ya tenían a la vista la posición. Los policías seguían protegiéndolos, en un derroche de sacrificio y valor que conmovió a los más recelosos, pero en el trecho final el fuego de la harka se volvió insoportable. Los últimos metros vieron caer a muchos de los soldados que habían sobrevivido hasta allí, y los policías también pagaron un alto precio. El caballo blanco de Haddú se vino espectacularmente abajo, herido de muerte. Por muy poco se escapó el sargento de quedar aplastado bajo su montura. Cojeando, se unió a sus hombres y siguió replicando sin desmayo a los tiradores montañeses. Al final, los policías que entraron en Sidi Dris eran la mitad de los que habían salido. De los fugitivos de Talilit se habían salvado unas dos terceras partes. Si es que podía llamarse a aquello salvación.
En Sidi Dris reinaban a partes iguales la inquietud y el desaliento. Amador arrastró a Andreu hacia la enfermería, donde se amontonaban los heridos. El oficial médico vino a examinarlo al cabo de media hora. Le bajó el pantalón y se inclinó con gesto impasible sobre la herida. Le volteó para verla por atrás.
– Entrada y salida y sin tocar el hueso ni la arteria -concluyó-. ¿Tú juegas mucho a la lotería, chaval?
– No precisamente -respondió Andreu.
– Pues deberías. Voy a limpiarte la herida y a vendarla. Y no hay mucho más que hacer, hasta que venga el barco a sacarte.
En un catre cercano había un soldado con la cabeza vendada. Estaba inmóvil, mirando al techo. Canturreaba, en voz queda:
Los suspiros de Melilla
no llegan a mi ventana,
porque pasa el mar por medio
y se quedan en el agua.
– Es una condenación -dijo el médico, mientras desinfectaba a Andreu-. No hace más que cantar esa copla. Parece que se la decían a los quintos las mozas de su pueblo. Es lo malo de los tiros en la cabeza. A unos les da por cantar y a otros por gritar como si los estuvieran desollando.
– Mejor será que cante, entonces -masculló Andreu, aguantándose el dolor.
– Mejor sería que le hubieran dejado en el sitio -opinó el médico, brutal.
Afuera seguía el ruido de fusilería, de vez en cuando interrumpido por el bramido de los cañones. Conforme pasaban los minutos, aumentaba el número de los tiradores que rodeaban Sidi Dris. Los supervivientes de Talilit fueron distribuidos sin pérdida de tiempo por el parapeto, municionados y con una ración de rancho y otra de agua, cuya administración les encarecieron. La cosa, se dijo Amador, no podía ser más simple. Habían salido del infierno y habían vuelto a caer, infaliblemente, en el infierno.
LA TIERRA ENEMIGA
Cuando aquella tarde el Laya llegó frente a Sidi Dris, sus tripulantes creyeron que retrocedían en el tiempo, a los acontecimientos que habían vivido a principios de junio. La historia se repetía, con exactitud de detalles: en la posición se afanaban los fusileros y retumbaban los cañones; más allá, en las alturas, el enemigo disparaba sin descanso, dejando un rastro de nubecillas blancas que se elevaban lentamente sobre las laderas. Pero a Veiga la situación le pareció mucho menos boyante que la otra vez. Había más moros en las montañas, y los defensores respondían con menos brío.
La maniobra de fondeo se efectuó con rapidez. Los hombres del Laya conocían de sobra aquellas aguas, y una vez tomadas las marcaciones en la costa y reducida completamente la marcha, sonó la esperada orden:
– ¡Fondo!
Largaron las dos anclas, que cayeron al agua acompañadas por el ruido estruendoso que hacían las cadenas al correr. Cuando hubieron soltado la longitud suficiente para tocar fondo y evitar que el buque garreara, el oficial que dirigía la maniobra ordenó dar estopor y hacer firme. Las cadenas quedaron interceptadas con un brusco chasquido y los marineros las aseguraron sin pérdida de tiempo. La virazón soplaba con fuerza bastante para provocar el borneo del barco y dificultar que se mantuviera de través hacia la costa, por lo que fue necesario soltar también un anclote a popa. Con ello el Laya quedó en posición de combate y sólo ligeramente proclive a escorar a babor, algo que los artilleros podían corregir sin demasiada dificultad al hacer la puntería.
La orden de acudir a proteger Sidi Dris había llegado en el último despacho enviado al Laya por el Comandante General. En él se les comunicaba además que el grueso de las tropas evacuaría a primera hora de la mañana el campamento general y emprendería la retirada hacia la llanura. Desde entonces no se había vuelto a saber del Comandante General, pero los del Laya no necesitaban más despachos para percatarse de la magnitud del desastre. Al abandono del campamento general había que sumar la pérdida de Igueriben y de Talilit, cuyos defensores, según aquel último despacho, tenían orden de replegarse sobre Sidi Dris. Tanto esta posición como Afrau, sin ninguna posibilidad de auxilio o retirada por tierra, quedaban aisladas y sólo fiadas a la ayuda que los barcos de la Armada pudieran proporcionarles. Los planes de conquista habían caído súbitamente en el olvido. Ya no había más remedio que admitir los hechos: la potente harka que había lanzado el ataque en todo el frente era ahora la dueña de las montañas.
Comunicaron con la posición. El intercambio de señales era arriesgado para los que estaban en tierra, pero aquellos hombres cifraban en el barco su única esperanza y tenían que hacerle llegar sus mensajes a toda costa. El comandante de Sidi Dris reclamó al Laya urgente cobertura artillera, para poder economizar la ya mermada munición de sus cañones. También dio cuenta de la llegada de los restos de la guarnición de Talilit y del gran número de heridos que tenían. Por su parte, el comandante del Laya, tras acceder a la solicitud recibida, informó a la posición de la inminente arribada de otros dos buques, con los que se organizaría el apoyo que fuera menester darles.
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