Patrick Rambaud - La batalla

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Premi Goncourt 1997
En el caluroso verano de 1809, Napoleón Bonaparte, el amo de Europa, se enfrenta a la que será su primera derrota en el campo de batalla. En Essling, la angustia, la fatiga y la desolación hacen mella en el espíritu de los hasta entonces invictos soldados revolucionarios. Honoré Balzac se propuso narrar los horrores y las bellezas de un campo de batalla, reflejando con su pluma el esplendoroso enfrentamiento de dos Imperios, el mayor envite de los dos ejércitos más poderosos de la época, el desgarrador panorama que deja tras de sí la muerte y el saqueo, los sentimientos humanos, las feroces jornadas a las que nadie desea enfrentarse y que dejan cuarenta mil muertos en los trigales. Pero nunca llegó a emprender este proyecto. Con un apasionado realismo, como si del mismo Balzac se tratara, que nos introduce en el espíritu de los hombres que edificaron la Europa del presente, Patrick Rambaud ha escrito una crónica deslumbrante.

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– En su lugar, el emperador no habría vacilado. -Pero él vacila.

Berthier había pensado como Le jeune. Había prohibido toda luz en la isla y ordenado que encendieran fogatas de vivaque en la pequeña planicie entre los pueblos, a fin de simular el establecimiento del ejército y garantizar su huida. El emperador había aprobado la medida. Así pues, Lejeune y Périgord se paseaban en medio de la oscuridad total, con las manos extendidas para no tropezar con un tronco. De repente, Lejeune notó una cara fofa en el extremo de los dedos, y un hombre le dijo con un acento muy italiano:

– ¿Habéis terminado de manosearme el mentón?

– Que Vuestra Majestad me perdone…

– Coglióne! ¡Estáis perdonado, pero guiadme a la ribera!

El viento agitaba las hojas, los olmos y los sauces se balanceaban. Se oían los suspiros y estertores de millares de heridos que se amontonaban sobre los taludes o incluso en el césped. Lejeune y Périgord precedieron al grupo formado por el emperador, Berthier y los oficiales de la Casa.

– La barca está preparada, Síre -dijo Berthier, sujetando el hombro de Caulaincourt que le precedía tanteando el terreno con las puntas de sus botas de caballería.

– Perfetto!

– He elegido personalmente catorce remeros, dos pilotos, nadadores…

– ¿Nadadores? Perché?

– Si la barca zozobra, Síre…

– ¡No volcará!

– No volcará, de acuerdo, pero hay que prevenirlo todo, incluso lo peor.

– ¡Detesto lo peor, Berthier, pedazo de burro!

– Sí, Sire.

Napoleón y su comitiva avanzaron en fila y, sin caer ni tropezar con nada, llegaron a la ribera azotada por el viento donde aguardaba la barca. El emperador se sacó un reloj del bolsillo del chaleco y lo consultó.

– Las once…

La luna nueva permitía distinguir vagamente el río, pero el fragor de las aguas dificultaba mucho la conversación. Las olas rompían en las pendientes de la isla y proyectaban una lluvia de gotículas. El agua remolineaba con fuerza, el viento silbaba.

– ¡Berthier! -gritó el emperador-, ¡voy a dictaros la orden de retirada!

– ¡Lejeune! -vociferó Berthier.

Périgord había conseguido encender una antorcha, poniéndose al abrigo en el monte bajo. A la luz amarillenta y trémula, Lejeune se puso el portapliegos a modo de pupitre sobre las ro dillas dobladas y, con el papel y la pluma entintada que le había tendido el secretario ambulante, tomó nota improvisando, pues el estruendo del ruido y el viento le impedía entenderlo todo. Indicó que Masséna y Bessiéres debían retirarse a medianoche a la isla Lobau con el conjunto de sus tropas. Una vez la totalidad del ejército se encontrara en aquel refugio, sería conveniente destruir el puente pequeño, llevándose en carromatos los pontones y los caballetes que servirían para reparar el puente principal. Cuando Lejeune hubo terminado, Berthier puso su firma en el documento, que hicieron secar arrojándole un puñado de arena. Entonces Napoleón bajó a la orilla, hasta la gran barca que manejaban unos muchachos fornidos, los cuales le ayudaron a embarcar cogiéndole por las axilas. Périgord entregó su antorcha a uno de los barqueros. Berthier, Lejeune y los que quedaban vieron que el emperador se alejaba de la isla, distinguieron por un momento su rostro sin expresión y su levita agitada por el viento. En cuanto se adentraron un poco en el río la borrasca apagó la antorcha y el emperador desapareció en la negrura absoluta, como si se lo hubiera tragado el Danubio.

Lejeune debía llevar a Masséna la orden de repliegue que le había dictado el emperador, pero ya no tenía montura. Su yegua se había torcido una pata durante la última galopada, y como su ordenanza estaba de plantón en la orilla derecha desde su regreso de Viena, se había resignado a confiársela al criado de Périgord, el cual desconocía por completo los cuidados que requería el animal. El tiempo apremiaba. El coronel divisó a un zapador que llevaba por la brida el caballo de un húsar húngaro.

– Necesito este animal.

– No es mío sino de mi teniente.

– ¡Lo tomo prestado!

– No sé si mi teniente estará de acuerdo…

– ¿Dónde está?

– En el puente grande que ahora reparan.

– ¡No hay tiempo! Y además, este caballo ha sido robado.

– Eso no, es un botín de guerra.

– Lo devolveré antes de una hora.

– No puedo cargar con la responsabilidad…

– Si no te lo devuelvo, lo pagaré.

– ¿Quién me lo asegura?

Exasperado por aquel zapador embrutecido, Lejeune le pasó ante los ojos la carta que había firmado el mayor general e iba dirigida a Masséna. El otro se quedó atónito y soltó las riendas. Antes de que cambiara de parecer, Lejeune saltó a la silla roja con franjas doradas y guarnecida de piel y, orientándose a ojo de buen cubero, avanzó en sentido contrario al flujo de heridos que seguían pasando a la isla. Cuanto más se aproximaba al puente pequeño y más atestado estaba el camino, tanto más Lejeune hacía avanzar a su caballo entre aquella multitud, y no vacilaba en derribar fusileros con la cabeza vendada, mancos, inválidos, cojos que le amenazaban con el puño o le golpeaban las botas. El jaleo en el puente pequeño era trágico. Los fugitivos formaban una muchedumbre compacta y lenta.

– ¡Paso! ¡Paso! -vociferaba el coronel.

La masa humana le desbordaba, le hacía retroceder, pero él insistía, apartaba a los lisiados del cuello de su montura, e incluso alzó la fusta, aunque no se decidió a descargarla sobre los super vivientes de la batalla, los cuales alzaban unos ojos amenazantes o inexpresivos.

– ¡Orden del emperador!

– Orden del emperador -repitió rechinando los dientes un sargento de dragones, y tendió el muñón de su brazo izquierdo envuelto en un paño.

Lejeune llegó al final de esta pugna interminable y, en la orilla izquierda, se internó en el campo completamente a oscuras por encima del talud. Corría de un fuego a otro en la dirección de Aspern, donde Masséna debía acampar, pero ¿cómo estar seguro de ello? Aquí estaban los bloques sombríos de las primeras casas, y allá una calleja, pero el caballo no pudo entrar porque se lo impedían los muros derrumbados. Siguió hasta la próxima callejuela para salir a la plaza de la iglesia, atisbó a un centinela que encendía su pipa y se encaminó directamente a él para informarse. El centinela le había oído aproximarse. Antes de que el coronel hubiera dicho una palabra, le interrogó:

– Wer da?

Era un austríaco que le preguntaba «¿Quién vive?». En vez de huir y ocultarse en la oscuridad de la noche, lo que le habría valido un disparo de fusil, Lejeune tuvo buenos reflejos y respondió en la misma lengua que era un oficial del estado mayor:

– Stabsofzier!

Otro hombre salió de la callejuela, un comandante del regimiento de Hiller, el cual le preguntó la hora en alemán. Sin perder tiempo en sacar el reloj, Lejeune afirmó que era medianoche: -Mítternacht…

El centinela había apoyado el fusil contra un muro bajo. Cuando el comandante se encaminó hacia él, Lejeune volvió grupas y se salvó atravesando un bosquecillo. Oyó el silbido de las balas. Vagó sin rumbo al trote corto por un camino encajonado, el oído atento, cruzó vivaques con las fogatas encendidas pero abandonados y se internó en un bosque que le llevaba hacia el brazo muerto del Danubio. Pasaba entre dos árboles cuando un hombre cogió el caballo por el bocado y otro le tiró del brazo para hacerle caer de la silla. No llevaban chacós, pero a juzgar por sus uniformes desparejos y sus tahalíes, Lejeune creyó reconocer a los tiradores franceses, y gritó:

– ¡Coronel Lejeune, al servicio del emperador! Los dos tiradores le pidieron disculpas.

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