Al oír estas palabras pronunciadas en francés, Fayolle agarró la muñeca del ladrón, el cual chilló:
– ¡Hola! ¡Mi muerto se espabila! ¡Socorro!
– Cierra el pico le dijo uno de sus compinches.
Fayolle se sentó, apoyado en ambas manos. Dos servidores de ambulancia le miraban con los ojos desorbitados.
– ¿Así que no estás muerto? -le preguntó Gordo Louis.
– Ni siquiera parece demasiado herido -añadió Paradis, quien ahora se tocaba con un gorro austríaco.
– ¿Qué estáis haciendo? -gruñó Fayolle en tono amenazante.
– ¡Cálmate, amigo!
– Bien lo ves, recogemos las corazas, es la consigna -le explicó Paradis-. No debemos dejar nada detrás de nosotros.
– Salvo los muertos -dijo Fayolle con desprecio.
– Ah, eso… no nos han dicho nada sobre los muertos, y además hay demasiados.
Fayolle se levantó por fin, terminó de quitarse la coraza y la arrojó al carricoche.
– Puedes quedártela -le dijo Gordo Louis-, puesto que estás vivo.
El coracero se arropó con su manto español. Sus ojos se habituaron a la oscuridad de la noche y distinguió decenas de faroles cuyos portadores registraban la planicie. Paradis, Gordo Louis y varios servidores de ambulancia tanteaban el terreno con palos. Cuando tocaban el hierro de una coraza, se agachaban, la desanudaban y la amontonaban en su vehículo.
– Mira, ése es por lo menos oficial…
Al oír estas palabras de Paradís, Fayolle se acercó en seguida. -¿Le conoces? -inquirió Paradis, bajando el farol para iluminar el rostro del caído.
– Era el capitán Saint-Didier.
– No debía de ser muy viejo…
– ¡Quítale la coraza y cállate!
– De acuerdo, no he dicho nada.
Cuando Paradis hubo terminado su tarea, Fayolle le quitó el farol de las manos y se inclinó sobre el capitán. Una bala en el cuello había puesto fin a su vida. Parecía dormir con los ojos abiertos. Su mano derecha sostenía aún una pistola cargada, que no había tenido tiempo de utilizar. Fayolle abrió los dedos helados y se metió el arma bajo el cinto.
En un calvero de la isla Lobau, el mariscal Lannes estaba tendido sobre una docena de mantos de caballería. El capitán Marbot no le había abandonado un solo instante. Le velaba como una nodriza, preveía sus necesidades, le reconfortaba con su atenta presencia más que con palabras. Lannes balbuceaba, se enfurecía, sus pensamientos divagaban, se creía aún en el campo de batalla, daba órdenes incoherentes.
– Marbot…
– Sí, señor duque.
– Marbot, si la caballería de Rosenberg toma Essling de flanco, por el lado del bosque, Boudet está listo.
– No temáis.
– ¡Oh, sí! Enviad a Pouzet al pósito fortificado, no, a Pouzet no, le han herido, más bien Saint-Hilaire. ¿Ese animal de Davout ha enviado municiones en barcas? ¿No? ¿A qué espera?
– Descansad, señor duque.
– ¡No es el momento! -Lannes apretó el brazo de su ayudante de campo-. ¿Dónde está mi caballo, Marbot?
– Ha perdido una herradura -mintió el capitán-. Se están ocupando de ello.
A cada pregunta febril, Marbot le respondía con una voz demasiado dulce que acabó por irritar al mariscal.
– ¿Por qué me habláis como a un niño de tres años? ¡Estoy herido, lo sé, pero no es la primera vez! Ya tuve una agarrada con la muerte en San Juan de Acre, ¿os acordáis? ¡Una bala en la nuca, no es moco de pavo! Y en Governolo, Aboukir, Pultusk… En Arcole recibí tres tiros. He sobrevivido.
– Sois inmortal, señor duque.
– Cómo decís eso… -Lannes movió la cabeza de un lado a otro y trató de humedecerse los labios secos con la lengua-. Dadme de beber, Marbot, tengo sed, y luego lancemos a nuestros granaderos contra Liechtenstein, pues está muy claro: o él o nosotros. ¿Comprendéis lo que hay en juego? Oudinot vendrá a apoyarnos… Pero qué negro está el sol, amigo mío, cómo nos perjudican esas nubes, ya no se ve nada a diez metros…
Unos soldados trajeron una cantimplora con agua del Danubio. No quedaban reservas de agua potable en las cisternas de los cantineros. Lannes tomó un trago y lo escupió.
– ¡Esto no es agua sino tierra! Estamos como los marinos, Marbot, rodeados de agua que no se puede beber…
– Voy a buscaros agua buena, señor duque.
El mariscal había dejado a su criado en la isla para que vigilara su maletín de grupa. Marbot fue a pedirle una de sus mejores camisas y, con un bramante, le dio una forma de odre. Entonces fue a la orilla del río para sumergir aquella bolsa en el agua enfangada, tras lo cual la fijó a una rama baja por encima de la cantimplora. Así obtuvo una bebida filtrada y fresca que el mariscal bebió con alivio.
– Gracias -dijo Lannes-, gracias, capitán. ¿Por qué diantres no sois más que capitán? Me ocuparé de ello después de la victoria. ¿Qué haría sin vos, eh? Sin vos y sin Pouzet ya estaría muerto, ¿no es cierto? ¿Os acordáis de nuestro primer encuentro?
– Sí, señor duque, fue la víspera de la victoria de Friedland. Acababa de casarme.
– Os habían herido en Eylau…
– Es cierto, me clavaron una bayoneta en el brazo. Un proyectil me había perforado el sombrero.
– Servíais en casa de Augereau, quien os había confiado a mí, como de nuevo el año pasado…
– Me había reunido con vos en Bayona.
– Fuimos a España para dirigir el ejército del Ebro. Vos conocíais ya ese país, yo no… Burgos, Madrid, Tudela…
– Donde barrimos al enemigo al primer choque.
– Ah, sí… al primer choque… ¡Sucio país, de todos modos! Estuve a punto de perderos, Marbot.
– Lo recuerdo, señor duque. Una bala me rozó el corazón y se alojó en las costillas, una bala plana como una moneda, dentada como una rueda de reloj, con cruces grabadas como una hostia.
– Albuquerque ya estaba entre mis ayudantes de campo, ¿no es cierto? En fin, creo que lo hemos traído de España… ¿Por qué no está cerca de vos?
– No debe de andar lejos, señor duque.
Sí, Albuquerque estaba lejos, y Marbot lo sabía. Por la tarde un proyectil le había destrozado los riñones. Había muerto en el acto. Lannes hablaba con una voz imperceptible:
– Decidle a Albuquerque que avise a Bessiéres. Que haga combatir a sus coraceros. ¡Tenemos que librarnos a toda costa de este torno que nos atenaza!
– Así se hará.
Lannes movió todavía los labios sin que salieran de ellos más palabras, y entonces cerró los párpados y su mejilla cayó contra el manto que le servía de almohada. Marbot se azaró.
– ¿Ya está? ¿Ha muerto?
– No, no, mi capitán -le tranquilizó un ayudante de cirujano a quien Larrey había encargado que cuidara del mariscal-. Duerme.
No lejos de allí, en los alrededores de la tienda imperial, Lejeune evaluaba los nuevos peligros de aquella noche. Temía dos cosas, que las aguas del Danubio en crecida inundaran la isla, y que a los austriacos se les antojara de repente bombardearla desde la ribera al otro lado de Aspern. Mostró su inquietud a Périgord, quien era más incrédulo y confiado:
– He examinado la corteza de los sauces y los arces, Edmond, y os aseguro que presentan las marcas de una inundación anterior.
– ¿Ahora os las dais de jardinero, mi querido amigo?
– ¡Hablo en serio! Todas las islas son inundables. -Menos la isla de la Cité, en París.
– ¡Basta de bromas! Deseo que tengáis razón, pero percibo un posible riesgo.
– ¿Se ahogarían nuestros heridos?
– Y la retirada estaría comprometida. Todos nos quedaríamos aquí. Por otro lado, si el archiduque Carlos…
– Vuestros cañones austríacos no me impresionan, LouisFrançois. ¿Estáis ciego? ¿Y sordo por añadidura? Si el archiduque lo hubiera querido, podría habernos arrojado al Danubio, pero ha interrumpido la batalla al mismo tiempo que nosotros.
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