La batalla de Placilla
Marcelo Mellado
© Marcelo Mellado, 2012.
© Editorial Hueders. Primera edición: septiembre de 2012.
ISBN edición impresa: 978-956-8935-09-2
ISBN edición digital: 978-956-8935-69-6
Registro de Propiedad Intelectual n. 218.983
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida sin la autorización de los editores.
El autor contó con la beca de creación que otorga el Fondo del Libro, Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, Gobierno de Chile.
Diseño: Inés Picchetti
Imagen de portada: Muertos tras la batalla de Placilla, autor desconocido.
Diagramación digital: ebooks Patagonia
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HUEDERS
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SANTIAGO DE CHILE
A Romina Irarrázabal Faggiani,
funcionaria pública desaparecida en actos de servicio
EL HEDOR DE LA CONTIENDA
Toda catástrofe despide un olor inconfundible, un aroma propio, un bouquet que la distingue y la diferencia de los otros eventos calamitosos, un olorcito identitario, como se dice hoy, uno que la historiografía no es capaz de representar o, al menos, de dar cuenta con cierta verosimilitud responsable. Hacer relevante la situación odorífera en que se desenvolvieron ciertos acontecimientos que tienen ese signo de quiebre radical de la continuidad, es el objetivo de este relato. No estamos tratando de emular la fórmula usada, por ejemplo, en la novela efectista (de un blando ingenio) El perfume, en la que el narrador describe los olores del París de fines del siglo xviii, en un relato hiperbólico que recrea, paradojalmente, una especie de historia de la higiene. En este caso se trataría de apelar a códigos que la memoria omite a propósito de situaciones de ruptura traumática de una continuidad que hemos decidido, desde cierta lógica, llamar comúnmente catástrofes. Cancino piensa en la construcción de imágenes sin la regencia brutal que ejercería la visualidad y sus códigos. Cancino, uno de los nuestros, siente esa necesidad al intentar hacer un trabajo. Está escribiendo un texto a mano para justificar una investigación posible, en la pieza que arrienda hace poco tiempo en el cerro Alegre de Valparaíso, con una turística vista a la bahía. Y no sabe por qué, quiere hablar (escribir) del olor. El tema, sobre el que debe coordinar a unos estudiosos mucho más competentes que él, ya está decidido de antemano, y no es otra cosa que una pincelada histórica para realizar un evento que ojalá pudiera influir, potencialmente hablando, en el incipiente turismo local, proyecto Corfo incluido en una alianza estratégica con la academia. Todo esto tiene que ver con un acontecimiento bélico ocurrido en la parte alta de la ciudad hace más de cien años. Y quisiera escribir una frase como la siguiente: “El hedor de la contienda o el hedor de la batalla cubría toda la parte alta del puerto y se extendía hacia el mar, envolviendo toda la ciudad, era más que un estímulo nasal, era una propuesta carnívora, hecha de humo y estruendo”. El olor de la guerra, recuerda, es tematizado hermosamente en un cuento de Cortázar que leyó en el colegio, “La noche boca arriba”. Recuerda, también, que su madre combatió los malos olores toda su vida, porque le recordaban la pobreza, efluvios, probablemente, producidos por la humedad que victimiza a los objetos cuando estos no son intervenidos por la voluntad de aseo, sobre todo en zonas costeras. Él, ingenuamente, querría darle una vuelta de tuerca a un hecho húmedo e histórico, con olor a hongos, pero no, todo estaría pauteado previa y blandamente, sin novedad posible, porque en su pega eso no interesa, aunque se trata de una institución académica. Querría investigar un hecho de sangre, en el sentido literal del término, porque en el lugar en que aconteció este derrame aún habría vestigios que es necesario desenterrar, aunque los nuevos testimonios dicen que esa memoria enterrada brota con abundancia gracias a la especulación inmobiliaria, pero las constructoras no dan cuenta de los hallazgos para no perder la inversión.
Las guerras son un drenaje sanguíneo, una sangría para que las sociedades sigan su curso trazado, piensa e imagina, apelando a viejas teorías sobre la memoria recién leídas. Se trató nada menos que de una batalla que decidiría una guerra, es decir, una batalla decisiva. Y como Cancino suele ser diletante no puede dejar de recordar un episodio de la novela de Italo Calvino, El vizconde demediado, en que surge un paisaje post batalla donde los cuerpos de los combatientes muertos parecen emplumados porque unas aves de carroña están sobre ellos, una imagen espeluznante en que la catástrofe distorsiona radicalmente el paisaje. Eran otras épocas, otros modelos, otras imágenes, piensa Cancino. Y se le viene a la mente Patton, la película, el general en un campo de batalla lleno de cadáveres, y él extasiado, sin poder evitar sentir placer frente al espectáculo. O el personaje del coronel Kilgore en Apocalipsis Now, interpretado por Robert Duval, que huele fascinado el aroma del napalm y lo llama “olor a victoria”. Todo esto a propósito de que mandan a bombardear un área selvática atestada de enemigos, cuya presencia les impedía practicar surf.
Cancino se crió con el olor del mar, que es muy distinto y diverso, cercano a los placeres de mesa, pero siempre amenazado por la putrefacción como efecto supremo e ineludible de la salinidad, que rompe el orden establecido de los objetos. Ve el mar desde su ventana y entiende que debió partir hace rato, pero tuvo que optar por otra cosa por falta de recursos. El trabajo en el que está poniendo parte de su energía es un hecho histórico nunca del todo resuelto y de una visibilidad muy exigua. Lo hace porque es una especie de oportunidad pseudo académica que se le presenta para justificar un trabajo de relaciones públicas o en el área de las comunicaciones. Un hecho histórico sanguinolento, piensa o dice, necesita de una visualidad que lo haga atendible por la memoria o por la simple crónica, si se puede expresar así. Necesitaría, cree él, otras determinaciones, más aún si se trata de una batalla clásica en el marco de una guerra casi convencional, porque nada en nuestra historia es totalmente convencional. La lectura odorífera sería algo posterior y tiene que ver con los efectos de la carnicería más allá de los códigos habituales de percepción. Un intento de lectura que siguiera otros parámetros.
La historia de las batallas despide una imagen que, entre otras, reproduce la de las aves carroñeras sobrevolando objetivos (o su presa) en un área extensa o en un amplio radio que después denominaremos paisaje o tal vez campo de batalla, en este caso se trataría, quizás, de un kilómetro de radio o más, en una especie de onda expansiva del combate, en un terreno tapizado de aves plumíferas y algunos mamíferos, descarnando masas sanguinolentas de cuerpos de soldados, ennegrecidos por el humo de la pólvora o cubiertos por una masa oscura de barro y sangre. Cancino imagina a jotes, tiuques y traros en un festín que el buen sentido debe impedir. Se impone la necesidad de una sepultura colectiva, para eso la historia consigna una gran zanja, la quema de los restos y la consabida cal. El campo de batalla se extiende, frontalmente hablando, por varios kilómetros, quizás unos cuatro, eso imagina o recuerda. Luego, con los saqueos, violaciones y asesinatos se extendería a varias ciudades, aunque ahí la noción de campo de batalla se diluye. A largas distancias es posible distinguir sus efectos: la polvareda y el humo (aunque es muy posible que ese 28 de agosto haya estado muy barroso porque había llovido la víspera, y el terreno mojado es más pesado), los estruendos de la artillería y la fusilería, el griterío y el quejido o llanto sordo de soldados heridos abandonados a su suerte. Todo eso debió verse y/o escucharse, en los cerros porteños, incluso en el plan, supone Cancino, que por lo general está imaginando, recordando y suponiendo, que son sus grandes facultades cognitivas.
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