Marcelo Mellado - La batalla de placilla

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Cancino, funcionario de una universidad de Valparaíso, inicia un proyecto sobre la batalla de Placilla, el enfrentamiento que selló en 1891 el golpe contra el presidente José Manuel Balmaceda, primer gran mártir de la democracia en Chile. Sus medios son exiguos, aunque cuenta con la ayuda de su amiga de toda la vida, Magda, quien articula redes solidarias con efectivo poder. Ella lo contacta con varios colaboradores, incluidos unos jóvenes que le ofrecen bocetos de la batalla de Juan Francisco González, los cuáles detonan una revisión histórica y artística de proporciones.
Aunque Cancino odia a Chile, su historia y sus instituciones, encara la investigación de los sucesos y remueve con furia la parte más borrada de la historia de Chile. Un relato despiadado y humorístico, la novela más divertida y ácida de Marcelo Mellado.

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En la actualidad la colusión política de los grandes conglomerados neutraliza el deseo popular y todo se habría desplazado a la razón emprendedora. Eso es lo que opina Cancino y relaciona a Oscar y a Raúl con ese mundo. Como que había una presión en el ambiente para que todos fueran empresarios, pequeñitos y medianos, para tener validez, social y política, lo demás es arcaico y despreciable. Por eso, piensa, se genera esta nueva sociedad basada en el endeudamiento, que permite que surja ese lado B de la existencia que sostiene increíbles sistemas de vida. Cancino no se la pudo con este modo, lo intentó con fracasos depresivos y humillantes, y tuvo que marcar el paso, arrastrando ese anticapital por una comunidad que no daba tregua y despreciaba si no eras capaz de involucrarte en ese registro. Lo peor es que los propios compañeros de ruta se habían adaptado a este nuevo sistema impuesto y lo despreciaban porque no era capaz de cambiar de switch, decían, estaba anclado en ese pasado involutivo que implicaba retraso y obviar un desarrollo que estaba ahí, a la mano. Así lo sentía.

Cancino tenía como única aliada a Magda, debe reconocerlo, y a su entorno familiar, para ser justos, aunque su amiga es beneficiada por los nuevos signos de los tiempos, su marido como profesional de buen nivel sirvió en el armazón de un sistema de políticas públicas regionales con gran impacto, sobre todo porque hizo capitalizar a empresas del rubro comandadas y gerenciadas por operadores políticos del nuevo orden. Oscar, está claro, se dedicó a hacer su trabajo, ganó lo que tenía que ganar, pero no metió la mano con coimas o sobre sueldos. Se mantuvo, sobre todo, fiel a su señora que lo obligó a comportarse como un funcionario probo, lejano de todo tipo de influencias y compadrazgos. Tuvo momentos duros en que casi queda fuera por no aceptar presiones políticas, sobre todo de parlamentarios que exigían cuotas y financiamientos de campaña. En los círculos cercanos, y en los no tanto también, se sabía que Magda intercedía por él cada vez que las condiciones lo requerían; como conocedora eximia del campo político, manejaba una red de contactos envidiable para cualquier mafioso u operador. Esta red nunca la pudo hacer operativa con Cancino, por el fundamentalismo de éste, y él constantemente le enrostraba su influencia en el mundo porteño. Se suponía que muchos de los próceres locales habían estado perdidamente enamorados de ella, y siempre le ofrecían trabajos muy encumbrados que ella rechazaba.

Raúl, en cambio, amigote de Oscar desde la infancia, tenía relaciones espurias tanto con gente del ámbito privado como con funcionarios estatales, incluidos parlamentarios, pero no estaba autorizado a complicar con sus asuntos a Oscar: Magda se lo tenía estrictamente prohibido. Sabía que podía operar con cosas menores, como pavimentos participativos, alcantarillado vecinal y sedes comunitarias, pero no podía compartir nada con su amigo del alma. Todos se imaginaban que ellos conversaban abiertamente de todo eso, a sabiendas del control que ejercía Magda. Oscar habría estado tentado en más de alguna oportunidad, supone Cancino, de desobedecer a Magda, pero solo para demostrar una independencia que no tenía, frente a un ambiente conservador que los observaba con perverso interés, compuesto, paradojalmente, por compañeros de ruta. A veces, torpe, intentaba engañarla con alguna mujer, pero no le resultaba, concluía Cancino, porque en verdad no tenía habilidades para ese tipo de cosas. A pesar de la actitud de Oscar, Cancino no le tiene lástima, en cierto modo lo admira, quizás por la admiración que le tiene a su señora. Tampoco se pregunta mucho por su imagen ante Oscar como mejor amigo de su esposa. Nunca habían mantenido una conversación de más de cinco minutos. Magda no lo permitía. No se veían celos por ningún lado, solo sorpresa y mucho respeto, viejo y antiguo respeto por el otro. Nadie en el círculo cercano se habría imaginado que entre ellos había algo más que una amistad, de esas que podríamos imaginar sinceras. Cierto enemigo sí, mucho perro fascista del ambiente culturoso y profesional lo suponían. Cancino se refería a ellos en los peores términos, y los poetas, para él, eran los más despreciables del entorno, pero nada de lo que esa basura humana dijera lo tocaba. Ellos representaban todo el lameculismo del campo cultural porteño, eran simplemente despreciables ratas sin una pizca de dignidad.

Ese día, dicho está, inauguraban, sin mucho aspaviento, dijeron, su casa recién comprada a través de un leasing habitacional. Era muy probable que en ese asado se colara algún cerdo culturoso (o un par) que Magda aún trata por ese sí de señora que la caracterizaba. Ella representa una especie de ética porteña de otra época. Después de salir de la universidad se había sentido estúpidamente obligada a permanecer en la ciudad, a vivir en ella porque la subcultura de izquierda a la que pertenecían los obligaba a mitificar Valparaíso, por una especie de proyecto político cultural que tenía un grupo de interés con cierta historia en la zona, muy cercano al partido comunista. Y Cancino, sintiéndose tan imbécil ahora como antes lo fue, se siente obligado a tributar a ese proyecto. Y aquí estoy, suele decir de sí mismo, ahuevonado como nunca y deprimido como siempre.

Todo parece bien organizado, se ve en el living-comedor una mesa larga con varios tipos de ensalada y en el patio el fuego de una parrilla funcionando a la perfección, área coordinada por Oscar bajo el mando de Magda: ella nació con el rótulo de gerenta de todo lo gerenteable, administradora y patrona de lo que se le ponga por delante. Cancino no sabe en qué momento se ganó esa prerrogativa de molestar a su amiga tan frontalmente, ni su marido se atreve a joderla ni siquiera con una tibia ironía. Fuera de los mencionados hay otra gente que no mantenía en sus registros, como un arquitecto “exitoso” y su señora encantadora, amigos de los dueños de casa (por el lado de la pega de Oscar), una sobrina calentona muy cercana a Magda, a la que Cancino tiene prohibición de acercarse, y su pololo de turno (Magda es madre de toda su familia, hasta Cancino cabe en parte de ella). También están unas señoronas que ubica poco y que trabajan con Magda y Gabi en esos asuntos de mujeres o que también llaman asuntos de género, aunque él cree que en el fondo se trata de asistencia social financiada con recursos estatales y del extranjero. Se preocupó, como se consignó, de llegar tarde, fue de hecho el último en aparecer. Siempre hace lo mismo, para llamar la atención, lo acusa Magda, por falta de comunicabilidad y por su estilo distanciado y falto de afecto. Cancino extrañala presencia del sobrino maraco, un insoportable estudiantillo de arte que es un verdadero fastidio.

La presencia de René tiene un objetivo bien concreto, un doble objetivo se entera luego: Magda lo invitó porque es un apasionado del modelismo militar (y otros sistemas de miniaturización manual del mundo) y algo sabe del tema que Cancino está indagando, y porque su mujer acaba de abandonarlo. Según su amiga tienen mucho que compartir. Ella supone que la ex de Cancino también lo abandonó; Magda siempre la despreció, ambas nunca se soportaron. Él nunca se preocupó de explicar su separación, cuestión que en el contexto en que viven no es recomendable porque genera una cantidad de relatos bajo cuerda que no hay cómo administrar. Hasta que Magda se hizo cargo, en el sentido de construir una versión oficial de la situación, muy preocupada por lo que le ocurría a sus próximos o más cercanos. Para Cancino el tema se hizo público cuando se fue de su casa o, más bien, cuando se mudó. Ahí se notó que estaba solo y en supuesta situación de abandono. La mujer de Cancino, que al parecer se llamaba Alejandra, se había marchado de la casa que habitaban muy cerca de Recreo, en el cerro Esperanza, al parecer. Se fue a Santiago y él nunca más supo de ella, ni se preocupó. Aunque, en honor a la verdad, algo supo de un cargo en un ministerio, se lo comentó un colega que la conocía.

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