Amin Maalouf - Los Jardines De Luz

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Conmovedora historia en la que que Amin Maalouf nos sitúa en Mesopotamia en los albores de la Era Cristiana. Allí nos cuenta la historia de Mani, el hombre que fundó la doctrina que consiguió unir tres religiones y que ha llegado a nuestros días con el nombre de maniqueismo. A pesar de ser perseguido, humillado y, finalmente torturado y asesinado, Mani intentó dar a sus coetáneos una nueva forma de ver el mundo y de entender a Dios, aunque en su intento sólo consiguió ganarse el miedo y odio de emperadores, sacerdotes y magos, que no contentos con destruirle intentaron borrar todas las huellas de su presencia en la historia. Una bellísima historia y un libro fantástico. Absorbe, principalmente por la belleza de sus frases y de la historia que nos relata, porque nos llega directamente al corazón.

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Incluso envuelta en elogios, la crítica con respecto a la política que se había seguido hasta entonces no se le escapó a nadie. Por otra parte, Kirdir no era el único en opinar así, puesto que todos los que intervinieron, ya fueran magos, príncipes o secretarios, recomendaron el recurso a las armas.

Aunque estuviera prohibido mirar a la persona del rey de reyes, unos y otros levantaban a veces un ojo furtivo para intentar juzgar sus sentimientos y su humor. No cabía la menor duda de que lo que decían los dignatarios coincidía con sus más íntimas preocupaciones. La guerra contra Roma se había retrasado durante mucho tiempo, demasiado tiempo. Ahora se imponía, y se había encontrado el motivo. El soberano se disponía a hablar buscando solamente las palabras adecuadas, ya que no quería dar la impresión de ceder a la conminación del mago, cuando Mani, que hasta ese momento había permanecido en la sombra, agitó su pañuelo. Apoyándose en el brazo derecho para levantarse del mullido cojín que le servía de asiento, comenzó por enumerar las ventajas que el rey de reyes había obtenido «gracias a su hábil política de tregua», extendiéndose sobre los años de prosperidad que acababa de atravesar el Imperio sasánida y sobre el lugar preponderante que había adquirido a los ojos de todas las naciones «el primero de los hombres». El preámbulo era astuto, ya que atenuaba los remordimientos del soberano y le colocaba en una postura más digna frente a todos los que le daban lecciones. Luego, Mani previno:

– Si las tropas de la dinastía parten al asalto del Imperio Romano, no hay duda de que conseguirán victorias pero obligarán a las legiones a unirse bajo un mismo mando. Antes que acabar con el enemigo, como algunos exigen, se le habrá administrado un remedio enérgico, doloroso pero eficaz, y saludable para él. ¿Es ése el objetivo que quieren alcanzar aquellos que han tomado la palabra antes que yo? ¿Y por esta locura querrían reemplazar la juiciosa política seguida por el señor del Imperio?

Sapor pareció turbado, incluso se leía la duda en sus ojos. A su alrededor se agitaron en desorden los pañuelos, pero ya no concedería la palabra, pues había llegado el momento de recuperar su ascendiente y de pronunciar el discurso decisivo:

– Para Nosotros, nada ha cambiado aún con respecto al tratado con los romanos. Cuando un cesar sustituye a otro, hay que cumplir los compromisos que su predecesor contrajo. En cuyo caso, Nosotros seguiremos respetando lealmente los nuestros. Pero si se interrumpiera el pago del tributo, responderemos con todo el vigor que tenemos derecho a utilizar con los traidores. Con el fin de prevenir cualquier eventualidad, tenemos la intención de hacer un llamamiento a todos nuestros vasallos, las tribus sometidas y los soldados mercenarios. Al primer acto de traición, nuestros ejércitos invencibles se desplegarán por el litoral de Occidente, Anatolia y Capadocia, y continuarán devastando mucho más allá las provincias de los romanos hasta que vengan a renovar ante Nosotros su humilde sumisión.

Después de que se les despidiera, los cortesanos se dispersaron por los pasillos del palacio, haciendo comentarios sobre la falacia intrínseca del enemigo, la proverbial cobardía de sus tropas y de sus jefes, y también sobre la imposibilidad demostrada de vencer al rey de reyes. Sólo Mani, sombrío, permanecía apartado y pronto fue olvidado por todos. En cuanto la sala del consejo se quedó vacía, fue a ver al chambelán para pedirle una audiencia privada ante Sapor, quien le recibió sin demora.

– Habría añadido algo, pero ya había tomado la palabra aquel que se expresa el último.

El monarca le hizo una seña para que prosiguiera.

– El señor del Imperio ha precisado que actuaría con rigor contra los romanos sólo en el caso en que dejaran de pagar el tributo. ¿He comprendido bien?

– Ya sabes que los adversarios de Filipo le reprocharon que firmara un acuerdo indigno y degradante. Quizá incluso le hayan matado a causa de ello.

– Quizá. Pero si por alguna razón que ignoro el nuevo cesar decide seguir pagando, ¿se le declarará la guerra a pesar de todo?

– He sido muy claro sobre ese tema. ¡Si cumplen su palabra, yo cumpliré la mía!

– Pero entonces ¿por qué obligar al tesoro, a los vasallos, a los caballeros, así como a todos los súbditos, al gasto excesivo que una movilización implica, antes incluso de conocer la postura de los romanos? Cuando se haya reunido el ejército, cuando las tribus sometidas y las tropas mercenarias estén reclutadas, querrán combatir, conseguir el botín, y ya no se podrá enviarlas a su casa con las manos varías. Esto ya ha sucedido en el pasado; se hace un llamamiento a filas a causa de una amenaza de guerra y luego, aunque la amenaza se aleje, se termina por hacer la guerra porque se ha reunido al ejército.

– No se planteará ese problema. Todos saben cuál es la actitud de los romanos. Y además ya he anunciado mi decisión y no voy a retractarme al respecto.

– El señor del Imperio no necesita retractarse de nada. Ha dicho que reuniría a sus tropas y lo va a hacer, pero nadie puede obligarle a convocar al mismo tiempo a los sátrapas, a todas las tribus, a todos los vasallos. Los preparativos pueden hacerse lentamente. Y si los romanos eligen el camino del desafío, la movilización podría acelerarse.

– No era ésa mi intención, pero consiento en aceptar tus argumentos y en seguir tus consejos. Quiera el Cielo que no tenga que arrepentirme. ¿Sabes, Mani, que de todas las personas presentes en el Consejo, ninguna otra habría podido hacerme cambiar de opinión? Si te escucho así, si me someto a tu opinión, es porque tienes un lugar en esta dinastía y en mi propio destino que ni siquiera tú sospechas.

A lo largo de las semanas siguientes, Sapor evitó mencionar los preparativos militares; sin embargo, en los pasillos del palacio, pocos fueron los que adivinaron un cambio de política; la actitud del rey de reyes se explicaba por su deseo de parecer sereno y despreciativo frente al riesgo de una guerra que todos, en Ctesifonte, juzgaban ganada por adelantado. Se decía ya que el soberano mandaría él mismo el gran ejército, secundado por uno de sus hijos, pero ¿por cuál? ¿Por el mayor, Bahram, que de nuevo gozaba del favor de su padre y al que apoyaba la mayoría de los magos y de los guerreros? ¿O bien por Ormuz, considerado como el más valiente y el más serio, pero del que se decía que su trato con Mani y su inclinación por sus ideas le había debilitado un poco?

Las especulaciones terminaron cuando, inopinadamente, llegó un embajador romano, portador de una misiva del nuevo emperador, Decio, «a su hermano, el divino rey de reyes», asegurándole que el pacto hecho con Filipo sería respetado, incluso en sus cláusulas secretas; por otra parte, el oro estaba ya en camino, transportado esta vez, no por el púdico intermedio de las caravanas beduinos, sino abiertamente ¡por un destacamento de pretorianos!

En Ctesifonte deberían haberse felicitado. Hasta entonces, el acto de vasallaje aceptado por Filipo era el hecho de un hombre solo, un usurpador que había llegado a la cima del Imperio por los caprichos de la fortuna y que estaba dispuesto a vender a bajo precio el tesoro y las provincias con tal de conservar el poder. ¡Ahora era Roma entera la que reconocía la preeminencia del rey de reyes!

Sin embargo, en la corte sasánida, el humor era de duelo. Los que deseaban el enfrentamiento se sentían defraudados, algunos pensaban incluso en tender una emboscada al emisario romano, con la esperanza de provocar lo irreparable. Con todo, el bando que deseaba la guerra, por muy poderoso que fuera, temía atraerse la cólera de Sapor con semejantes acciones. Éste se sentía dividido. Si bien la acción militar seguía seduciéndole, valoraba el significado del nuevo acto de vasallaje romano, que le halagaba y sobre todo le tranquilizaba en cuanto a la persistente debilidad del enemigo.

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