«Tratándose de mí, el problema no se planteaba; yo he contribuido tanto como mi padre a edificar este Imperio y compartió el Trono conmigo cuando aún vivía. Pero cuando yo ya no esté aquí, los magos restablecerán esa extravagante disposición. Por otra parte, andan murmurando al oído de mis hijos y de mis hermanos que cualquiera que ambicione acceder un día al poder, deberá doblegarse a sus deseos. ¿Comprendes ahora mi cólera cuando veo a uno de mis protegidos humillado por Bahram bajo la mirada satisfecha de los magos? No dudo que tengas otro mentor, Mani, que está muy por encima de las codicias terrestres, muy por encima de los rencores, pero es mi protección la que pediste, médico de Babel. Yo te la ofrecí y tú la aceptaste, y te has valido de ella en todas las regiones que has visitado. ¡No tienes ya derecho a abandonar! ¡Ni a traicionarme!
¿Abandonar? ¿Traicionar?
– El Cielo ha querido que yo viniera a este palacio, que mi esperanza floreciera en el seno de este Imperio bajo este reinado bendito. ¿Por qué querría yo traicionaros?
– Sin duda, no tienes intención de traicionarme, pero me has traicionado.
Mani no comprende, tanto menos cuanto que el tono es benevolente, casi amistoso, sin relación alguna, en todo caso, con una acusación tan grave.
– Has venido a hablarme, Mani, de una fe nueva que, respetando la sabiduría de Zoroastro y el culto a Ahura Mazda, prohibiría a los hombres de religión poseer tierras y oro, y los confinaría en la oración, la enseñanza y la meditación. Tú querrías ver triunfar esa fe porque ése es el mensaje que te ha sido revelado, y yo deseo igualmente verla propagarse porque conviene a la dinastía. Tú predicas la armonía entre los pueblos y las creencias para obedecer las órdenes del Altísimo, y yo invoco en mis deseos la misma armonía, porque es necesaria para la cohesión del Imperio y su prosperidad. El Cielo y yo perseguimos la misma presa, Mani, y fuiste tú quien me lo hizo comprender. El Cielo y yo encontramos los mismos enemigos cruzados en nuestro camino. Quiero combatirlos, aniquilarlos, y esperaba encontrar en ti al aliado providencial, pero tú te obstinas en traicionarme.
Mani está desconcertado. En cuanto cree comprender, Sapor se encarga de confundirle. Ante cualquier otra persona que no fuera el rey de reyes habría explotado, pero en esta circunstancia tiene que mostrar su cólera de una manera encubierta.
– Sigo sin comprender en qué he podido traicionaros, pero si lo he hecho, mi castigo es la muerte y estoy dispuesto a afrontarla.
El soberano echó la cabeza hacia atrás. Se habría dicho que ponía por testigo al rayo de sol que se introducía por el tragaluz labrado a modo de rosetón. Se enroscó en los dedos su rosario de perlas y luego confesó:
– Siento más afecto por ti que por mis propios hijos. Mientras yo viva, ninguna mano se alzará contra ti, ni la mía ni ninguna otra, pero ¿por qué te obstinas en hablar de abolir las castas?
Así que era eso, se dijo Mani, casi feliz de haber comprendido al fin a dónde quería ir a parar Sapor. Estaba poniendo en orden sus ideas para justificarse, cuando el monarca le dispensó de ello.
– Es inútil que me expongas tu doctrina en esa materia, ya que yo podría perfectamente ser de tu misma opinión. Soy el rey de reyes y no necesito invocar una casta o una raza, son ellas las que me invocan a mí. Pero si bien estamos luchando contra los magos, no podemos perder la adhesión de la casta de los guerreros al mismo tiempo. Los guerreros son todos los gobernadores de provincias, todos los comandantes del ejército, todos los príncipes. Si toda esa gente se pusiera del lado de los magos, te aplastarían, tu esperanza sería barrida, y ni siquiera yo, Sapor, rey de reyes, señor del Imperio, podría hacer nada por ti. Quizá, incluso, fuera arrastrado en tu caída. Cada vez que hablas, ganas para tu causa a letrados, artesanos, burgueses, esclavos también, me han dicho, y muchas mujeres y muchos extranjeros. Pero esos adeptos no servirán de nada a la hora del gran enfrentamiento.
Luego prosiguió sin recuperar el aliento, pero con una voz súbitamente sigilosa y ligeramente turbada.
– Esta mañana he dado órdenes que te conciernen. En cada uno de mis palacios habrá un puesto para ti. En la sala de audiencia y también en mi consejo privado. Allí donde yo vaya, tú me acompañarás.
– Tengo que dar un mensaje a las naciones…
– Tus discípulos lo harán en tu nombre. De ahora en adelante formas parte de mis allegados. Tu periplo será una marcha triunfal, sin incidentes humillantes, sin provocaciones ni refriegas ni alborotos. Quiero que hombres de todas las castas y de todas las razas se reúnan a tu alrededor, pero sobre todo, guerreros, príncipes, sátrapas… quiero que ganes adeptos incluso entre los magos. Si lo consigues…
Sapor se interrumpió, pareció vacilar una última vez y luego, por una especie de pudor o algún sentimiento similar, bajó súbitamente los ojos en el momento de concluir:
– Si lo consigues, se promulgará un edicto para anunciar que el rey de reyes ha decidido abrazar la religión de Mani.
De su primera visita al palacio, que le daba solamente el derecho a predicar, Mani había salido con aire exultante y paso de conquistador. De su segunda entrevista, a pesar de que el rey de reyes le había prometido convertirse y le había pedido que reuniera a todos sus súbditos en torno suyo y de su mensaje, salió abrumado, como si llevara a la vez la cruz de Cristo y la corona de los sasánidas.
¿Qué le sucedía? ¿No se estaba acercando su mayor esperanza cien veces más deprisa de lo esperado? Mañana, el rey de reyes; pasado mañana, el Imperio; pronto sus ideas animarían a la humanidad entera. Ya no era solamente un sueño solitario, una promesa de su «Gemelo» a la orilla de un canal del Tigris. Él no era ya ese vagabundo mendicante, sembrador de palabras; el triunfo estaba al alcance de su mano.
Sin embargo, fue a encerrarse en la habitación que aún ocupaba en casa de Maleo cada vez que pasaba por Ctesifonte. Aquel día no volvería a salir de ella, como tampoco al día siguiente; permanecía postrado en el ayuno y la contemplación, sin dirigir una palabra tranquilizadora a la multitud de adeptos que poblaban cada rincón de la casa y del jardín. Sólo Denagh se atrevió a entrar un momento para, sin el menor ruido, depositar un cántaro de agua en el alféizar de la ventana cerrada.
Extraño, a decir verdad, y desconcertante, ese encuentro entre él, el niño cojo del palmeral y Sapor, al que las inscripciones llamaban «descendiente de los dioses, noble hermano del Sol y de la Luna, señor de los cuatro horizontes…». ¿Qué parentesco podía haber entre ellos, qué connivencia, qué intimidad, qué pensamiento común? Sin embargo, el monarca había esbozado gestos de excusa; sin embargo, había enrojecido y había apartado los ojos y luego, para ocultar su timidez, había huido en cuanto hubo confesado su deseo de abrazar su fe.
¿Abrazar la fe de Mani? ¿Convertirse? ¿Él, el rey de reyes, se pondría de rodillas y rogaría a Mani que le bendijera mediante la imposición de manos? ¿No sería aquello un enorme y cruel engaño?
Una vez más, la perplejidad del hijo de Babel desembocó en un diálogo con su «Gemelo» que le dijo con el más firme de los tonos:
«¡Sapor tiene más ambiciones para ti que las que tú tienes para ti mismo! Hoy por hoy, es el hombre más poderoso de la Tierra, sus ejércitos son capaces de vencer a los de Roma y a los de China; ya se da el título de soberano de Oriente y de Occidente y se considera sucesor de Alejandro. Y tú, Mani, has venido a anunciarle que ha comenzado una nueva era. ¡Desearía tanto que fuera verdad! El hecho de que la Revelación haya coincidido con el principio de su reinado, ¿no es una señal del Cielo, dirigida a él, Sapor, para asegurarle que sus ambiciones son legítimas y conformes a los designios de la Providencia? Quiere creer en ti, quiere que seas el digno sucesor de los profetas más santos, que seas igual que Zoroastro, e incluso más grande que Zoroastro. ¡Después de todo, los príncipes que reinaban en tiempos de Zoroastro no eran más grandes que Sapor!».
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