Amin Maalouf - Los Jardines De Luz

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Conmovedora historia en la que que Amin Maalouf nos sitúa en Mesopotamia en los albores de la Era Cristiana. Allí nos cuenta la historia de Mani, el hombre que fundó la doctrina que consiguió unir tres religiones y que ha llegado a nuestros días con el nombre de maniqueismo. A pesar de ser perseguido, humillado y, finalmente torturado y asesinado, Mani intentó dar a sus coetáneos una nueva forma de ver el mundo y de entender a Dios, aunque en su intento sólo consiguió ganarse el miedo y odio de emperadores, sacerdotes y magos, que no contentos con destruirle intentaron borrar todas las huellas de su presencia en la historia. Una bellísima historia y un libro fantástico. Absorbe, principalmente por la belleza de sus frases y de la historia que nos relata, porque nos llega directamente al corazón.

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– ¡Sería el adorno del reinado de Sapor!

«¿Por qué no podría ser él el instrumento de tu reinado? ¿Y por qué hablas de adorno? Este monarca quiere que le ayudes a reducir el poder de los magos, y te necesita para establecer la armonía entre las comunidades que gobierna. Cuando haya conquistado todas las tierras que codicia, cuando tenga bajo su autoridad tantos pueblos diferentes, ¿cómo podrá mantener la cohesión del Imperio? ¿Imponiendo a todos la religión ancestral de los persas y construyendo por todas partes templos del fuego para que la arrogancia de los magos sea aún más ostentosa? ¿Dejando proliferar a los sectarios de los dioses únicos, todas esas religiones celosas y pendencieras que preparan para el Imperio y para todos los Imperios milenios de fuego y de sangre? Sólo tú, Mani, puedes evitar ese extravío de los hombres.»

– Este rey quiere conquistar el mundo con las armas, ¿y yo tengo que asociarme con él, yo que detesto herir la corteza de una higuera?

Cuando al cabo de tres días salió al fin de su retiro, Mani no conservaba en sus palabras ni en su voz ningún rastro de las dudas que le habían asaltado. A los aún numerosos fieles que le esperaban les anunció que el triunfo estaba próximo, que estaban en vías de ganar el Imperio y que, debido precisamente a esa esperanza, el mensaje debía llegar sin demora a los pueblos más alejados. Pidió a sus mejores discípulos que se desperdigaran por las provincias de los cuatro imperios, desde China hasta Egipto y Axum, y desde Roma hasta Palmira. «Las antiguas religiones estaban destinadas a una sola región, a una sola lengua. Mi religión es de tal manera que debe manifestarse en todas las regiones y en todas las lenguas a la vez…»

Él mismo, menos libre ahora para desplazarse, comenzó a escribir con frenesí cientos de epístolas, himnos, salmos, y libros que no se contentaba con caligrafiar de su propia mano, sino que adornaba, ilustraba y cubría de dorados, la única circunstancia en la cual se dignaban sus dedos tocar el oro.

De este periodo data una de las obras más asombrosas de todos los tiempos, un libro que Mani tituló simplemente «La imagen», y en el cual explicaba el conjunto de sus creencias mediante una sucesión de pinturas, sin recurrir a las palabras. ¿Qué mejor manera tenía de dirigirse a todos los hombres más allá de las barreras del lenguaje?

Cinco

Desde ese momento, la silueta de Mani formó parte del paisaje de la corte. Si alguna vez desaparecía para celebrar una reunión con sus fieles, Sapor le mandaba llamar, hasta tres veces en el mismo día, a fin de consultarle sobre todo lo que turbaba su espíritu de hombre y de soberano, ya se tratase de su salud, de los astros, del humor de su hermana y esposa Azur Anahít, de las perfidias cotidianas de los magos o de las relaciones entre el Imperio y las otras potencias, sometidas o adversarias.

A la cabeza de éstas estaba Roma, eterna rival de los partos y luego de los sasánidas. Su historia no estaba hecha de ímpetus dinásticos, pero los más grandes entre sus emperadores ambicionaban, como Sapor y antes que él su padre Artajerjes, reunir bajo sus águilas de bronce las dos vertientes del mundo.

Romanos y persas, dos olas enemigas a las que una obsesión común condenaba a rodar impetuosamente la una hacia la otra, a estrellarse la una contra la otra.

Los sasánidas, cuyas tierras se adentraban hasta muy lejos en las estepas de Asia, habían querido que una región ajena a su cultura y a sus cultos, esa Mesopotamia semita y ya parcialmente cristianizada; su sueño era desplegar sus estandartes sobre todas las tierras situadas entre el Tigris y el río Strimón, cerca del cual nació Alejandro, a fin de que un día Ctesifonte no fuera ya una frontera del Imperio, sino su centro.

En esa misma época, Roma estaba totalmente vuelta hacia el Oriente, el Oriente que ella idolatraba, divinizaba, y del que esperaba gloria y salvación. Por eso, elevaba al poder a los pretorianos que llegaban de Siria o de Arabia, sus escasos filósofos estaban formados en Egipto y aceptaba que se difundieran creencias tales como las de Adonis, de Hermes Trismegisto, de Mitra el indoiranio, del Sol Invencible de Emesa e incluso, la más improbable de todas, la de un activista judío que antaño se había rebelado contra Roma. Por añadidura, se acariciaba la idea de construir, no lejos del Ponto Euxino, en la unión de Europa y de Asia, en el emplazamiento de la antigua colonia griega de Bizancio, una segunda capital para el Imperio, una metrópoli con porvenir que algunos se atrevían ya a llamar -¡oh presunción sacrilega!- la nueva Roma.

De las dos potencias que se disputaban el mundo, ¿cuál prevalecería? La ola sasánida tenía sus oportunidades. Mientras la autoridad de la «divina dinastía» se afirmaba bajo la égida de los reyes fundadores, Roma se disolvía en la anarquía. Sólo durante los reinados de Artajerjes y Sapor se habían sucedido veinticuatro cesares, como si a modo de cetro se transmitieran un mango de puñal. Los ciudadanos llegaban a desconocer el nombre de su soberano del momento y las legiones no sabían a quién obedecer; en cuanto la Ciudad aclamaba a un nuevo emperador, otro militar, en las Galias, en Dacia o incluso en Italia, se había rebelado ya. Hacía tiempo que las aguas del Rubicón habían perdido su virginidad.

Si unos bárbaros tales como los hunos, los sármatas o los alanos amenazaban alguna provincia sasánida, el rey de reyes enviaba contra ellos a un caballero de alto linaje, un valiente spahdar, quien, una vez terminada su misión, se apresuraba a ir a prosternarse con orgullo a los pies de su soberano para recibir algunas palabras de elogio y una túnica de honor. Por el contrario, cuando esos mismos bárbaros o los persas asaltaban el limes del Imperio Romano, el emperador sentía que se resbalaba ya de su trono. No era difícil prever que cuando las legiones hubieran rechazado al enemigo, su comandante, aureolado por su reciente gloria, marcharía sobre Roma para apoderarse del poder. Y si no lo deseaba ni tenía la audacia para hacerlo, lo que constituía una excepción, sus centuriones le proclamaban imperator a pesar suyo. La única salida para todo sucesor sagaz de Augusto era ponerse en persona a la cabeza de sus tropas con la esperanza de recibir con sus propias manos los laureles del triunfo; pero apenas se hubiera alejado de la Ciudad, comenzarían las conspiraciones.

Y tampoco en el frente estaría fuera de peligro. Los historiadores aún se preguntan si el emperador Gordiano, tercero de este nombre, un adolescente que guerreaba al norte de Mesopotamia, fue herido de muerte por algún tirador mercenario a sueldo de los sasánidas o por orden de su prefecto del Pretorio, Marco Julio Filipo. En todo caso, fue a este último a quien los rumores de la Urbs imputaron el crimen, lo que hacía de él, según las costumbres constitucionales de la época, el más lógico heredero del difunto. En la lista de los emperadores romanos aparece con el nombre de Filipo el Árabe, ya que había nacido en el seno de una tribu nómada, en el lindero del desierto de Arabia. Una tribu que muy pronto se adhirió, según parece, a la fe del Nazareno. El obispo Eusebio de Cesarea, historiador de la Iglesia, afirma que Filipo fue, mucho antes que Constantino, el primer emperador cristiano que acudía en secreto a las catacumbas y se confesaba con el común de los penitentes; sólo la fragilidad de su posición a la cabeza del Imperio le habría impedido clamar en voz alta lo que se cuchicheaba tanto en los barrios bajos del otro lado del Tíber como en las avenidas del Capitolio.

Gobernó cinco años, del 244 al 249. Expresadas así según el tardío calendario cristiano, estas cifras son irrelevantes; hay que trasladarlas al romano para comprender su alcance. El año 244 corresponde al 996 de la fundación de Roma, y el 249 al año 1001. Por lo tanto, el milenario de la Ciudad se celebró, con un fasto inaudito, bajo el augusto patronazgo de Filipo el Árabe. Colosales festejos, juegos de circo, desfiles y actos triunfales, sacrificios e incesantes celebraciones en las plazas públicas en torno a un tema pregonado incansablemente, quizá para conjurar la evidencia: la inmortalidad del Imperio y de su ley.

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