Amin Maalouf - Los Jardines De Luz

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Conmovedora historia en la que que Amin Maalouf nos sitúa en Mesopotamia en los albores de la Era Cristiana. Allí nos cuenta la historia de Mani, el hombre que fundó la doctrina que consiguió unir tres religiones y que ha llegado a nuestros días con el nombre de maniqueismo. A pesar de ser perseguido, humillado y, finalmente torturado y asesinado, Mani intentó dar a sus coetáneos una nueva forma de ver el mundo y de entender a Dios, aunque en su intento sólo consiguió ganarse el miedo y odio de emperadores, sacerdotes y magos, que no contentos con destruirle intentaron borrar todas las huellas de su presencia en la historia. Una bellísima historia y un libro fantástico. Absorbe, principalmente por la belleza de sus frases y de la historia que nos relata, porque nos llega directamente al corazón.

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Luego calló, pero no por ello se movió de su sitio. Se diría que proseguía para sus adentros el sermón interrumpido. El oficial le observaba enjuiciándole y luego se mostró preocupado como si buscara inútilmente las palabras que podría dirigir a aquel hombre extraño. Finalmente, renunció a hablarle y le dejó levantarse y alejarse con su andar renqueante.

El oyente solitario permaneció en su sitio, envarado, casi adormecido y no volvió en sí hasta que Mani hubo desaparecido. Sólo entonces se levantó y, corriendo, alcanzó a Maleo a la puerta de su casa.

– Diles a esos partos que no quiero volver a ver sus túnicas arrastrándose por las calles de Ctesifonte. ¡Que vuelvan a su pueblo y que se entierren allí para siempre! ¡Recuérdame sus nombres!

– Pattig y Mani.

– Y el tuyo es Maleo, ¿no? ¿Es aquí donde vives? ¡Hermosa casa!

Mientras el oficial recorría lentamente la propiedad con una mirada envidiosa y amenazadora, Maleo se sorprendió contemplando las paredes de su casa con nostalgia, como si las viera de pie por última vez.

Entró tambaleándose y fue a tenderse en el umbrío patio donde Cloe le preparó un jarabe de moras. Se lo tomó de un trago y reclamó otro antes incluso de secarse el sudor. Si quería proteger a su familia y sus bienes, sabía lo que estaba obligado a hacer, sabía que tenía que hacerle a Mani una petición odiosa. Pero ¿cómo podrían salir de sus labios esas palabras? Pattig fue a hacerle compañía, pero él sólo le habló con gestos y ahogados cuchicheos.

Hasta una hora más tarde no se les unió Mani, resplandeciente, sereno, inspirado.

– He reflexionado -dijo-. Tengo que irme de esta ciudad.

Al principio, Maleo sintió un alivio que se esforzó en no dejar traslucir. Mientras, el hijo de Babel añadía con un tono algo afectado, pero que no estaba exento de malicia:

– He pedido consejo a mi Compañero celeste, que me ha respondido: «Ctesifonte es una puerta gigantesca, si no puedes forzarla, trata de obtener la llave». Partiré esta misma noche y si mar Pattig lo desea, podrá acompañarme.

A modo de respuesta, el padre se levantó y se desató la cuerda de su túnica blanca para atársela más apretada.

Maleo había encontrado de nuevo el uso de las palabras corteses.

– ¿No sería más razonable esperar al alba?

Más allá de la fórmula de educación, estaba sinceramente confuso y cada instante que pasaba, un poco más. Se sentía avergonzado de haber deseado que Mani partiera, incluso de haber estado a punto de pedírselo. La escena que estaba viviendo le llenaba de amargura, una amargura que, lo presentía, arrastraría hasta el fin de su vida. ¿No había conservado en su memoria durante años la imagen reconfortante de su amigo escamoteando esos huesos de dátil en el refectorio del palmeral? Ahora estaba persuadido de que dentro de diez años, de veinte años, recordaría aún con una vergüenza intacta y con la misma amargura el día que le había expulsado de su casa. ¿Expulsado? No le había expulsado y en los ojos de Mani no se leía ningún reproche; pero el tirio no se perdonaría jamás su falta de magnanimidad. ¿Qué hacer entonces? ¿Retener al hijo y al padre? ¿Arriesgarse a perderlo todo, su casa, su comercio, todo lo que había construido desde su llegada a Ctesifonte?

Así, poco a poco, sin que se lo confesara a sí mismo, iba surgiendo en su mente una idea descabellada, una monstruosa idea, que se apresuró a borrar de su pensamiento, pero que volvía, insistente.

Y allí estaba Maleo, lívido, abrumado, lamentable, mirando cómo sus huéspedes recogían su pobre equipaje, cuando llegó Cloe. De una ojeada, y sin haber oído la menor palabra de explicación, comprendió lo que estaba pasando: la partida de los invitados y el dilema del esposo. Los envolvió a todos con una amplia mirada de ternura y luego llevó a este último aparte.

– Si estás pensando en acompañarlos una parte del camino, no lo dudes más. A pesar de su edad, estos hombres no son más que niños; no saben nada de caminos ni de viajes y sin ti estarían perdidos.

Como si sólo esperara estas palabras de ánimo, Maleo se puso de pie, repentinamente henchido de energía. Y además, alegre.

– ¡Vámonos! Voy a pedir a los sirvientes que preparen las monturas.

¿Una parte del camino, había dicho su mujer? Años más tarde, Maleo seguiría preguntándose cómo había podido embarcarse con tanta ligereza en aquella aventura.

* * *

Mani parecía no conocer la meta de su viaje. Cada mañana se abría camino, sin tenderse jamás dos noches en la misma estera. Sus compañeros le seguían. Hacia Ganazak, en Atropatena, hacia Armenia, hacia los montes de Media o las ciénagas de Mesena y, finalmente, a Kashgar, a orillas del Tigris, donde se embarcaron.

– ¿Y ahora, adónde vamos?

Maleo no esperaba respuesta, pues no la había recibido a sus veinte preguntas anteriores. Se había desplomado a popa, al lado de Pattig, con la cabeza envuelta en un pañuelo mojado. El sol estaba tan cerca que le oía latir en las sienes. Sólo Mani estaba de pie, con su sombra agazapada a sus pies. Sin volverse, anunció como si estuviera hojeando el diario de a bordo:

– La próxima noche dormiremos en Charax. Luego, un navío nos llevará por el Gran Mar hasta la India.

Maleo había perdido la costumbre de argumentar. Se acostaba, se levantaba, escuchaba, andaba. Sin embargo, detrás de sus ojos demasiado sumisos, jamás cesaba de echar sus cuentas. Estamos en ayar, último mes de la primavera, se decía, y es el comienzo de los monzones que empujan los barcos hacia Oriente; los marineros lo saben, así como los mercaderes que hacen largas travesías. ¿Pero cómo puede tener Mani esos conocimientos profanos? Maleo se incorporó, apoyándose en un codo, con la esperanza de ver más claro. ¿Habría estudiado su amigo el régimen de los vientos? ¿Le habría arrastrado a ese periplo errante previendo desde el principio llegar a Charax en el momento preciso en que se abren los caminos estacionales de la India? ¿O sería su «Gemelo» el que sabía y el que le guiaba? ¿Su «Gemelo»? Pero ¿quién era Mani y quién era su «Gemelo»? Con la misma mano nerviosa, Maleo espantó sus dudas y los mosquitos de los pantanos.

Tres

En Charax, almacén de Mesopotamia, los viajes se preparaban en los tugurios situados a lo largo del estuario. Fletadores, marineros, cambistas, traficantes honorables, rufianes, echadoras de suertes… Toda una fauna entre la que resonaban risas estrepitosas y dichos atrevidos y de la que Mani y Pattig permanecieron apartados e incluso prudentemente lejos, en una calle umbría y de mucho tránsito. Maleo tenía que hacer solo las maniobras de aproximación; Maleo, cuya mirada buscaba ya a un compatriota. Estaba seguro de encontrar alguno o varios, ya que los tirios recorrían desde siglos atrás la ruta del clavo y del cardamomo.

De hecho, en un pequeño grupo, uno de los menos ruidosos, divisó un rostro, un corte de barba, un gorro, un anillo. Se acercó y consiguió que le ofrecieran un asiento y cerveza de cebada. Se hablaba de dracmas y de dinares, de talentos y de áureos, y luego de marejadas, arrecifes y piratas. Maleo evocó Ctesifonte, jactándose de sus talleres, de su buena reputación, de sus proezas comerciales y de su clientela, seduciendo a su interlocutor con el señuelo de lucrativos negocios en común. Una hora más tarde, los dos tirios se ponían de acuerdo con un apretón de manos.

– ¿Cuándo partiremos?

– La mercancía está a bordo, así como el agua dulce; sólo esperamos los augurios. La pasada noche, nuestro carpintero vio en sueños un rebaño de cabras, negras como un violento temporal, y los marineros no quisieron embarcarse. Mañana por la mañana ofreceré un toro en sacrificio en el templo del malecón. Si es aceptado, zarparemos por la tarde, antes de que los dioses cambien de opinión.

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