Después de preguntar acerca del trayecto, él mismo hizo la lista de los comestibles necesarios. Para la primera mitad del viaje, huevos duros, tortas de pan, queso y pescado seco o prensado; para después, cebada, espelta, lentejas, habas, judías y garbanzos; y por supuesto, dos tinajas de dátiles prensados, unas ristras de cebollas y de ajos, aceitunas, miel, albaricoques secos, aceite, sal y diversos condimentos; sin olvidar el vino -dijo-, hay que llevar algunos pellejos que el capitán, si quiere agradaros, guardará semienterrados en la arena mojada que lastra la bodega, y que habrá que beber en su compañía.
– En cuanto a utensilios y recipientes, supongo que habréis comprado ya lo necesario para el viaje.
– No -se lamentó Maleo-, sólo teníamos un cántaro para beber.
– ¿Y cómo cocinabais?
– No sería sencillo de explicar. Contábamos con la bondad del Cielo.
– Una forma como cualquier otra de viajar -comprobó el nabateo, acostumbrado a la mayor circunspección en materia de creencias-. ¡Tomad, a pesar de todo, una olla y algo de leña!
Cuando después de mucho regateo terminó de comprarlo todo, Maleo tuvo que recurrir a un tercer porteador y luego a un cuarto; él mismo no se contentó con ir abriendo paso y, al reunirse con sus compañeros llevaba los brazos cargados de paquetes hasta la barbilla. Mani hablaba y hablaba y Pattig le escuchaba atentamente. El tirio hizo señas a los mozos de cuerda de que tuvieran paciencia y ellos depositaron su carga sin refunfuñar esperando un aumento de la propina.
Cuando por fin se terminó el discurso, Mani contempló sin entusiasmo la mercancía alineada.
– Te has esforzado para nada.
Maleo prefirió callarse, no como lo habría hecho un discípulo ante su maestro, sino todo lo contrario, como un hermano mayor muy decidido a no contrariar más a su inmaduro hermano menor. Y además, sin ser más supersticioso que cualquier otro, sabía que dos amigos no deben nunca pelearse en el momento de hacerse a la mar.
¿Quién sería el marinero desengañado que dio un día a los tres escollos más asesinos del Gran Mar el nombre inimitable de «Mi Seguridad y sus Hijas»? La denominación había pasado de boca en boca en las truculentas leyendas de todos los que navegan desde Cantón a la Escalas de Abisinia. Son tres picachos sombríos que atraviesan la superficie del mar como una horca infernal, a menudo oculta por la oscuridad y la bruma. Los juncos los rodeaban prudentemente y algunas barcas de menor calado se escurrían entre ellos, audacia suicida de la que el fondo próximo guarda como recuerdo tantos restos de naufragios.
Para los compañeros de Mani, la travesía era una sucesión de sustos. Apenas rebasado el estrecho que lleva el divino nombre de Ormuz, un alarido interrumpió con sobresalto la siesta de los viajeros:
– ¡Ballenas! ¡Ballenas!
Era un marinero natural de Susa quien había dado la alerta, con la mano extendida hacia alta mar. El armador corrió junto a él y luego el capitán, preocupado ante todo de evitar que cundiese el pánico entre los pasajeros y se precipitaran todos en tumulto hacia el mismo sitio, desequilibrando mucho más el barco que las dos ballenas que venían directamente hacia ellos.
– ¡Que todos permanezcan en su sitio, al primero que se levante le tiro por la borda!
Sin creer realmente en la amenaza, los viajeros se quedaron inmóviles. Después de asegurarse de que había sido obedecido, el capitán añadió:
– No perdáis la calma, el casco es seguro. ¡En todos los viajes nos atacan las ballenas y seguimos a flote!
Como para desafiarle, los animales rozaron la embarcación, que cabeceó.
– ¡Que traigan los batintines! -gritó el capitán.
¿Los batintines? De todos los pasajeros, nadie se sentía tan desamparado como Pattig. Siempre había sabido que esos instrumentos se utilizaban en las iglesias a modo de campanillas, por lo que cayó de rodillas con las manos juntas, murmurando: «¡Recemos, recemos, sólo nos queda la oración!». Sin embargo, la docena de batintines que trajo el carpintero debían de servir para otro oficio muy diferente. Los distribuyó entre la tripulación y como quedaron dos, le dio uno a Maleo, recomendándole que se indinara por la borda y que golpeara el mazo contra el casco haciendo el mayor ruido posible. El cocinero del capitán vino en su auxilio blandiendo una bandeja de cobre que golpeaba con un cucharón. Poco a poco, todos se pusieron a hacer lo mismo, convirtiendo cada superficie en un gong sobre el que golpeaban y tamborileaban, al mismo tiempo que ululaban, silbaban y daban alaridos con tanto regocijo como terror. El estrépito resultó eficaz. Al cabo de unos minutos, observaron un chorro de agua que brotaba, a una milla aproximadamente, a estribor. Las ballenas habían huido y ya no las volverían a ver.
Más inquietante fue la tromba que surgió al crepúsculo del tercer día. Al principio, no se vio más que una nube blanca, pero minuto a minuto, fue creciendo, hinchándose y haciéndose más densa, hasta que empezó a girar cada vez más deprisa, imitando el aspecto de un inmenso cuerno a punto de hundirse en el mar. Sin embargo, se produjo lo contrario, ya que, repentinamente, en aquel lugar preciso, el mar se puso a borbotar como una olla sobre el fuego, y, ¡oh, prodigio!, la superficie del agua se levantó, atraída, aspirada por el remolino; ahora, se alzaba una columna de agua negra que subía y subía retumbando, y parecía que todo el mar iba a ser aspirado hacia el cielo.
Los pasajeros estaban petrificados. Verdad es que, a causa de la oscuridad, la tromba evocaba mucho más a un monstruo del apocalipsis, una especie de gigantesco dragón suspendido entre el cielo y el mar, que a un trivial fenómeno acuático. El propio armador estaba asustado y fue a sacar de su maleta un collar hecho con monedas de oro ensartadas que se puso alrededor del cuello. Un joven marinero desenvainó un puntiagudo puñal y lo apuntó hacia su garganta, como si sólo esperara una señal para darse muerte. Y Pattig, prosternado de nuevo, comenzó a rezar otra vez.
Aquella noche, nadie durmió. Todo el mundo aguzaba el oído y escrutaba el horizonte sin descanso para comprobar si el peligro se acercaba. Dos hombres, sólo dos hombres no se sentían dominados por el miedo. Primero el capitán, un viejo marino de Charax. Si para alejar a las ballenas había tocado zafarrancho, cuando apareció la tromba se contentó con arriar velas. ¿Qué más podía hacer? Sabía que la tromba se desplomaría, cerca o lejos, quizá en golpes de mar que harían zozobrar al barco o quizá en finas gotitas, salpicaduras inofensivas. A la espera del desenlace, deambulaba con paso apaciguador entre su inquieta grey. Todos le agarraban, le suplicaban, le apostrofaban y él se contentaba con prodigarles palabras de calma y a veces alguna mirada de altiva compasión.
En un momento dado, sus pasos le condujeron hacia Mani, y ya se disponía a soltarle la palabra precisa para reconfortarle, cuando fue el hijo de Babel quien le interpeló:
– ¿Serás tú el único hombre en esta cubierta que comparte mi serenidad?
En los ojos del capitán apareció una especie de vacilación. Esa inversión de papeles convertía de pronto en superfluas todas las fórmulas que tenía preparadas.
– ¡Ésas son palabras valientes que te honran! ¿Quién eres tú, noble pasajero?
Le habían dicho ya el nombre de ese personaje, como el de cada uno de los otros veinte pasajeros, pero se suponía que esa pregunta devolvería la autoridad al hombre que mandaba.
Mani no se entretuvo en presentaciones.
– Tengo una misión que cumplir en la India y este barco me conduce a ella. Ninguna tromba, ningún escollo, ninguna ballena, ningún remolino interrumpirá mi viaje. Es así y el mar no puede impedirlo.
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