Amin Maalouf - Los Jardines De Luz

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Conmovedora historia en la que que Amin Maalouf nos sitúa en Mesopotamia en los albores de la Era Cristiana. Allí nos cuenta la historia de Mani, el hombre que fundó la doctrina que consiguió unir tres religiones y que ha llegado a nuestros días con el nombre de maniqueismo. A pesar de ser perseguido, humillado y, finalmente torturado y asesinado, Mani intentó dar a sus coetáneos una nueva forma de ver el mundo y de entender a Dios, aunque en su intento sólo consiguió ganarse el miedo y odio de emperadores, sacerdotes y magos, que no contentos con destruirle intentaron borrar todas las huellas de su presencia en la historia. Una bellísima historia y un libro fantástico. Absorbe, principalmente por la belleza de sus frases y de la historia que nos relata, porque nos llega directamente al corazón.

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Se levantaron riéndose con crispación. Un viaje por mar no se emprende jamás sin angustia. Luego, Maleo fue a encontrarse con sus amigos para anunciarles que todo estaba arreglado.

Mani y Pattig estaban en medio de un corro de oyentes, del mismo modo que en cada una de las localidades que habían visitado. ¿Los interrumpiría para gritarles su éxito? Pero ¿para qué? Sabía por adelantado su reacción; le mirarían con ojos de cordero degollado, como si estuviera convenido desde siempre que al entrar en aquella taberna encontraría a un armador tirio que partía, precisamente, hacia la India, y que, precisamente, había retrasado un día su viaje y aceptaría gustoso llevarlos a bordo a los tres. No, Maleo no diría nada, prefería dejar que los dos partos se dedicaran a sus celestes misiones, mientras que él se ocupaba de una tarea menos elevada: los víveres, ya que si bien su compatriota había insistido cortésmente en llevarlos gratis, era evidente que, al igual que todos los pasajeros, ellos deberían sufragar su comida.

¿Puede uno imaginarse la montaña de provisiones que había que reunir para avituallar a tres hombres durante toda la travesía? Maleo se dirigió a grandes zancadas hacia el bazar del puerto, y mientras andaba, no cesaba de rezongar; sin darse cuenta, las palabras le subían de las entrañas, como esas burbujas de los peces en la superficie del agua. Al partir de Ctesifonte, había previsto llevarse uno o dos criados, como lo habría hecho cualquier hombre sensato, pero Mani no había querido ni oír hablar de ello.

– ¿Quién se ocupará de levantar nuestras tiendas y de cocinar para nosotros?

– No tendremos tiendas ni cocina. En cada etapa, unos seres generosos nos ofrecerán alojamiento y subsistencia.

– ¿Iremos solos por los caminos como si fuéramos mendigos?

Mani se echó a reír.

– ¿Quién merece más que un mendigo guiar al mundo?

Esta reflexión resultaba irritante para un hombre de negocios.

– Hay días, Mani, en que no comprendo nada de lo que dices. Me pregunto si sólo hablas así guiado por el deseo de confundirme.

Pero el hijo de Babel había adoptado su expresión más seria para explicar:

– Aquellos que han elegido conducir a los demás deben renunciar a todo poder, a toda riqueza, sólo deben poseer la ropa que llevan, nada más, ni siquiera la comida del día siguiente. Así es como se podrá distinguir a los sabios de los falsos devotos vendedores de creencias.

– Pero ¿cómo sobrevivirán esos sabios?

– El pueblo los alimentará cada día.

– ¿No podría cansarse el pueblo un día de alimentarlos?

– Cuando en toda la superficie de la Tierra no se encuentre ya a un solo ser que quiera alimentar a un sabio, el mundo no merecerá a los sabios y les habrá llegado la hora de partir.

– ¿Se dejarán morir?

– Cuando el mundo haya abandonado a los sabios, los sabios lo abandonarán. Entonces el mundo se quedará solo y sufrirá por su soledad.

Maleo daba vueltas al gorro entre sus manos.

– En pocas palabras, emprenderemos el viaje sin comida y sin oro.

– Sí, sin nada de todo eso. Partiremos como sabios.

El tirio habría dicho «como locos», pero cuando la incomprensión es tan grande, ¿cómo tender un puente?, ¿por dónde empezar a argumentar?

Habían partido, pues, Mani, su padre y su amigo sin otro equipo que sus monturas. Sin embargo, Maleo no había podido por menos de llevarse una bolsa escondida entre sus ropas, aunque no había tenido nunca la ocasión, a lo largo del recorrido, de aflojar su cordón. En cuanto cruzaban la puerta de una ciudad, ya fuera Holvan, Kengavar o Artaxata, o la más modesta aldea, la gente se agrupaba a su alrededor, primero por curiosidad hacia el forastero; luego, en cuanto Mani comenzaba a predicar, se congregaba una multitud para escucharle. Cuando el hijo de Babel ignoraba el habla del lugar, un hombre de entre los asistentes se proponía como intérprete, y al final del día, ese mismo hombre o cualquier otro suplicaba a los viajeros que le hicieran el honor de pasar la noche en su casa.

A la hora de comer, los notables se disputaban sentar a su mesa a los visitantes y, a lo largo de los días, mientras Mani hablaba, las mujeres llegaban con frutas y bebidas frescas para él, sus compañeros y sus oyentes.

Antes de partir el pan, Mani tenía la costumbre de rezar esta corta oración: «Señor, para preparar esta comida, ha sido necesario ofender a la tierra, a las plantas y a otras criaturas. Pero aquellos que lo han hecho no tenían otra intención que alimentar la Luz que está en el hombre y dejar vivir Tu palabra».

Luego, distribuía los alimentos a su alrededor como si fuera el señor de la casa, contentándose él con un poco de pan y algunas frutas. Le gustaba particularmente la sandía, y si alguien le preguntaba la razón, explicaba que en ningún otro alimento se concentraba tanta Luz: «Observad la sandía, vuestros ojos gozan con su color, vuestra nariz, con su discreto perfume, vuestra mano acaricia su piel firme y lisa; no necesitáis beber al mismo tiempo, ya que el agua está en ella; no tenéis que abrirla en un plato, puesto que madura y se ofrece en su propio recipiente. Comenzad por los extremos e iros acercando al corazón, y cada bocado os acercará a los Jardines de Luz».

Apreciaba igualmente el pan caliente, los pepinos y los dátiles, sobre todo los más límpidos, aquellos a través de los cuales se ve la luz. Por el contrario, apartaba con un gesto apenas cortés todos los platos de carne. En cuanto al vino y a las bebidas fermentadas, no los probaba; solamente simulaba mojarse los labios al principio de las comidas para que los comensales se sintieran libres de beberlos; pero no toleraba la embriaguez y bastaba que un hombre entre los asistentes mostrara alguna señal de ella para que Mani se levantara y se alejara, sin consideración para sus anfitriones.

A menudo, en el momento de ponerse de nuevo en camino, Mani había conquistado ya a algunas personas que no querían separarse de él. Pero él les decía: «No me sigáis aún, no ha llegado la hora. Esperadme, sed mi esperanza en esta ciudad, propalad a vuestro alrededor lo que habéis oído de mi boca y decid a todos que volveré».

A veces también, los notables del lugar iban a ofrecerle regalos, ropas nuevas y monedas de oro. Éstas brillaban en los ojos de Maleo, pero Mani, levantando las cejas, le advertía que no las tocara. Luego, se dirigía a sus bienhechores: «Acepto vuestro presente con gratitud; guardadlo en vuestra casa, bien a la vista, os recordará cada día mi paso y os anunciará mi regreso».

De este modo, habían llegado a Charax alimentados y atendidos cada día, no más ricos que a la ida, pero tampoco más pobres, puesto que Maleo no había tenido que echar mano de su bolsa ni una sola vez. Habría admitido de buen grado que su precaución había sido inútil si no hubiera sido por ese proyecto de viaje por mar para llegar a la India. Por los caminos se puede encontrar alojamiento y pitanza en todas las etapas; en eso Mani había tenido razón y las dudas de Maleo se habían revelado injustificadas. Pero en el mar, las cosas no podían presentarse de la misma manera; cada cual llegaba con sus provisiones, sobre todo en esa travesía hacia la India, donde el litoral estaba a menudo desierto y rara vez era hospitalario.

¿Para cuánto tiempo habría que prever el avituallamiento? Maleo se lo había preguntado al armador tirio. Si se navega a lo largo de las costas en contra de los vientos, el viaje puede prolongarse durante meses. Si uno se deja llevar por el monzón, se puede llegar al valle del Indo en sólo tres semanas. Digamos treinta días para tener en cuenta las inclemencias.

Treinta días de víveres imperecederos para tres personas, calculaba Maleo, y, dirigiendo su mirada hacia la plazoleta más próxima, llamó a dos porteadores que estaban sentados al pie de una fuente. Tenían costumbre de servir a los viajeros y le condujeron directamente al bazar del puerto, a la tienda de su proveedor habitual que, seguramente, tema unos precios más ajustados, un nabateo natural de Petra, quien, con un guiño, confirmó a sus ganchos su acostumbrada comisión.

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