Amin Maalouf - Los Jardines De Luz

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Conmovedora historia en la que que Amin Maalouf nos sitúa en Mesopotamia en los albores de la Era Cristiana. Allí nos cuenta la historia de Mani, el hombre que fundó la doctrina que consiguió unir tres religiones y que ha llegado a nuestros días con el nombre de maniqueismo. A pesar de ser perseguido, humillado y, finalmente torturado y asesinado, Mani intentó dar a sus coetáneos una nueva forma de ver el mundo y de entender a Dios, aunque en su intento sólo consiguió ganarse el miedo y odio de emperadores, sacerdotes y magos, que no contentos con destruirle intentaron borrar todas las huellas de su presencia en la historia. Una bellísima historia y un libro fantástico. Absorbe, principalmente por la belleza de sus frases y de la historia que nos relata, porque nos llega directamente al corazón.

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– Para esta noche, para mañana por la noche y para todas las noches de mi vida.

– Para mañana, te lo pediré de nuevo mañana.

Maleo hubiera querido protestar, pero reconoció en su amigo ese tono lejano, súbitamente desinteresado y como sonámbulo. No servía de nada insistir, más valía cambiar de tema.

– Mañana te llevaré a ver mis almacenes y mis talleres, luego, el palacio y el nuevo hipódromo…

Pero su amigo le interrumpió, cogiéndole la mano con gesto de excusa,

– No, Maleo, lo que más necesito es callejear por esta ciudad sin rumbo fijo. Ya es hora de que contemple cómo vive el mundo.

Al día siguiente, al regresar a su casa para comer y dormir, Maleo llevaba su mula, como todos los días, por un atajo a través de un jardín baldío, especie de huerto abandonado, cuando vio a Mani sentado en una piedra, en medio de un pequeño grupo. Al acercarse, advirtió que su amigo tenía sobre las rodillas un libro abierto en el que parecía dibujar algo, a la vez que conversaba con las personas que le rodeaban. El tirio se disponía a echar pie a tierra cuando, al reconocer a las cinco o seis cabezas que se apiñaban alrededor del pintor, cambió de parecer y reanudó su camino mirando a otra parte.

Ya en su casa, se sentó a la mesa sin decir palabra.

– ¿No quieres esperar a Mani? -le preguntó Cloe con tono de reproche.

– Ya comerá cuando venga. Tengo hambre.

Cuando se le ponía cara de mal humor, Maleo parecía más rollizo aún que de ordinario y su barba redonda se le encrespaba.

– Otra vez problemas con los caravaneros -concluyó ella…

Pero su marido callaba y devoraba su comida bocado tras bocado, mirándose los dedos fijamente. Cloe no insistió más y continuó trajinando a su alrededor.

Después de las frutas, Maleo no se fue a dormir la siesta, sino que se sentó en un cojín desgranando con rabia su rosario de ámbar. Una hora más tarde llegó Mani. Maleo no levantó los ojos.

– Al pasar por el jardincillo, te vi… Estabas en plena conversación con ciertos individuos… ¿Los conoces?

– No. Estaba dibujando una guirnalda con tinta roja, se acercaron y yo les hablé.

– ¿Sin conocerlos?

– Fuera de tu casa, no conozco a nadie en esta ciudad.

– Voy a decirte quiénes son esos individuos: ociosos golfos, chiflados, borrachos, todos aquellos que no tienen otra cosa que hacer por la mañana que vagabundear por los descampados… ¡No dices nada! ¡Te es indiferente que tus oyentes sean los peores granujas del barrio!

Mani callaba. Pero había tanto candor en el mutismo de ese niño de veinticuatro años, ese niño grande, barbudo y vestido de colorines, que Maleo no insistió más. Dejó caer los brazos y con los ojos entornados se fue a echar la siesta inútilmente retrasada.

Durante los días siguientes, el tirio evitó pasar por el jardín. Prefería obligarse a dar un gran rodeo antes que encontrarse de nuevo con las malas compañías de Mani. ¿Fue por curiosidad, por cansancio o por simple inadvertencia por lo que, una semana más tarde, tomó de nuevo su antiguo camino? Había por lo menos quince personas rodeando al pintor, entre ellas dos o tres de los mirones del primer día, pero también individuos de toda condición, y uno de ellos era un vecino, tirio como Maleo, rico y respetado. Sentado, como tenía por costumbre, sobre la pierna izquierda doblada, el hijo de Babel tenía su libro abierto ante él, pero había dejado de pintar y se había colocado el pincel detrás de la oreja. Echando pie a tierra, su amigo se acercó para escucharle, medio escondido detrás de un ciprés joven. Mani no dio la impresión de haber notado su presencia y prosiguió su discurso:

– … en los comienzos del universo existían dos mundos, separados uno del otro: el mundo de la Luz y el de las Tinieblas. En los Jardines de Luz se encontraban todas las cosas deseables, en las tinieblas residía el deseo, un intenso deseo, imperioso, rugiente. Y de pronto, en la frontera de los dos mundos, se produjo un choque, el más violento, el más aterrador que el universo haya conocido. Las partículas de Luz se mezclaron entonces con las Tinieblas de mil formas diferentes y fue así como aparecieron todas las criaturas, los cuerpos celestes y las aguas, y la naturaleza y el hombre…

Su palabra se interrumpió, como para buscar la inspiración. Luego, fluyó de nuevo.

– En todos los seres como en todas las cosas se rozan y se entremezclan Luz y Tinieblas. Cuando os coméis un dátil, la pulpa nutre vuestro cuerpo, pero el sabor dulce, el perfume y el color alimentan vuestro espíritu. La Luz que está en vosotros se nutre de belleza y de conocimiento, tenéis que alimentarla sin cesar, no os contentéis con atiborrar vuestro cuerpo. Vuestros sentidos están concebidos para captar la belleza, para tocarla, respirarla, saborearla, escucharla, contemplarla. Sí, hermanos, vuestros cinco sentidos son destiladores de Luz. Ofrecedles perfumes, músicas, colores. Evitadles la pestilencia, los gritos roncos y la suciedad.

Cuando su auditorio esperaba la continuación, Mani se levantó apoyándose en el palo que llevaba constantemente en la mano y todos se apartaron con respeto para dejarle partir, aún pendientes de su rostro demacrado de adolescente huraño. Luego, como si unos tenues hilos los ataran a él, uno tras otro le siguieron pisándole los talones, subyugados y mudos.

Sin duda, Maleo se había tranquilizado con respecto a las compañías de su amigo, pero no por ello se habían disipado sus temores. Ayer temía que un guardián celoso le confundiera con los golfos del barrio; hoy, le aterraba verle preso por razones más serias. No se podía reunir todos los días en las calles de Ctesifonte a decenas de ciudadanos, quizá pronto a cientos de ellos, sin despertar sospechas de estar urdiendo alguna conspiración. Ciertamente, lo que acababa de oír de la boca de su amigo no contenía ninguna palabra sediciosa. Pero Maleo desconfiaba. Conocía suficientemente a Mani para adivinar que su enseñanza no había hecho más que comenzar, para presentir que no se limitaría indefinidamente a consideraciones idealistas sobre los comienzos del mundo. Un día, que podría estar cercano, su amigo pronunciaría la frase de más que provocaría lo irreparable. A medida que el tirio daba vueltas en la cabeza al asunto, el peligro le parecía más evidente, más inminente. Él mismo se veía ya preso por complicidad en cualquier calabozo, su comercio arruinado, todas sus ambiciones aniquiladas y a su mujer, reducida a la mendicidad…

– Tengo que hablarte, Mani -le dijo bruscamente.

El tono no era hostil, sólo quería que fuera grave y franca El hijo de Babel comenzó por sonreír.

– No frunzas el ceño, entonces. Ese aire sombrío no concuerda con tu cara mofletuda. Pero habla, dime lo que tienes en el corazón…

– Tú y yo vivimos toda nuestra juventud en aquel palmeral, apartados del mundo, de sus alegrías y de sus obligaciones, y tú, mucho más que yo, viviste en tus libros, nadie conoce mejor que tú la medicina y la teología; admiro tu ciencia, tu talento, tu entusiasmo, los hombres como tú dejan huellas en la tierra que han pisado y en el corazón de sus allegados. Pero hay muchas cosas que se te escapan y que el más zafio de los hombres captaría mejor que tú. ¿Estás dispuesto a admitirlo?

Mani asintió y su amigo se animó a proseguir.

– Primero, pareces haber olvidado que el señor de Ctesifonte y de todo este imperio es Artajerjes el Sasánida, rey de reyes. Tengo empeño en recordarte su nombre y el de su dinastía, y que ha instituido su poder borrando de la faz del mundo el imperio de los partos y matando a Artabán, su último soberano. Te lo repito, por si no lo hubieras comprendido: los sasánidas han establecido su reino sobre las ruinas de los partos, los han perseguido por toda esta tierra de Mesopotamia, en Media y hasta las puertas de Arabia y de la India. Y tú, Mani, tenlo constantemente en cuenta, eres parto. A los ojos de los nuevos señores eres, en primer lugar, un príncipe parto. No solamente tu padre es de la noble familia de los Haskaniya, sino que tu madre, según dicen, pertenece a la de los Kamsaragán, aún más noble y más antigua, que se aliaron con el reino de los partos.

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