Amin Maalouf - Los Jardines De Luz

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Conmovedora historia en la que que Amin Maalouf nos sitúa en Mesopotamia en los albores de la Era Cristiana. Allí nos cuenta la historia de Mani, el hombre que fundó la doctrina que consiguió unir tres religiones y que ha llegado a nuestros días con el nombre de maniqueismo. A pesar de ser perseguido, humillado y, finalmente torturado y asesinado, Mani intentó dar a sus coetáneos una nueva forma de ver el mundo y de entender a Dios, aunque en su intento sólo consiguió ganarse el miedo y odio de emperadores, sacerdotes y magos, que no contentos con destruirle intentaron borrar todas las huellas de su presencia en la historia. Una bellísima historia y un libro fantástico. Absorbe, principalmente por la belleza de sus frases y de la historia que nos relata, porque nos llega directamente al corazón.

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– Yo deseo partir y el sínodo quiere que me marche, ¿por qué he de temer el enfrentamiento? Ellos, que creen castigarme, no hacen más que apresurar mi liberación.

– Partir, partir, no tienes otra palabra en los labios, pero ¿adónde irías? Has vivido siempre en esta Comunidad. Fuera de aquí, estarás perdido. Pronto te recogerán al borde de un camino como un fardo deshecho.

– ¿Me estás diciendo que hay suficiente sitio para mí en este miserable palmeral y que en el vasto mundo me sentiré limitado?

– Aquí al menos encuentras gente que te escucha y debate contigo, somos tu única familia. Y respecto a mí que te estoy hablando… eres de mi carne y de mi sangre, ¿lo ignorabas?

En el pasado, Pattig jamás había pronunciado estas palabras y ahora las lanza como un mal argumento, con la esperanza de desarmar a Mani, quien, de hecho, se siente turbado. Su mirada se vuelve vacía y ausente. El corazón le martillea en las sienes y, temiendo desfallecer, busca con la mano una pared donde apoyarse. Pattig le tiende la suya abierta como para acogerle, pero en cuanto el hijo la toca, en cuanto nota su áspero sudor, se arrepiente y se yergue, para anunciar con voz inexpresiva:

– Es ya demasiado tarde para que un hombre sea mi padre.

Hasta ese momento, ninguno de los dos se había permitido evocar, ni siquiera por alusión, el lazo de sangre que los unía; cada uno de ellos se contentaba con saber que el otro sabía, y esa muda complicidad daba a sus relaciones una emoción inalterable. Por lo tanto, las palabras pronunciadas por Pattig, no solamente acababan de traicionar un tácito y sabio acuerdo, sino que, dichas en esas circunstancias y con semejantes segundas intenciones, habían resonado en los oídos de Mani como algo agresivo y obsceno. Tuvo que hacer un esfuerzo para respirar sosegadamente antes de añadir con un tono que quería ser definitivo:

– Está escrito desde el alba de los tiempos que tú serías el medio por el cual yo vendría a este cuerpo. Pero no serás un obstáculo en mi camino.

Los ancianos de la Comunidad se habían reunido en la sala del sínodo, contigua a la Santa Casa. Allí estaban Sittai, que presidía, su sobrino Gara, un «hermano» de Edesa, otro de Farat y otro de Kashgar. En total cinco jueces instalados a todo lo ancho de la mesa maciza y, de pie, frente a ellos, el acusado con un rostro impasible.

A Sittai le correspondía hablar el primero.

– No nos hemos reunido para castigarte, Mani, sino para invitarte a arrepentirte. Has llevado durante veinte años el blanco de la pureza y ahora adoptas los colores del orgullo. Has vivido entre nosotros como una oveja dócil, como una novia tímida y decente, has guardado puro el cuerpo, no te has llevado a la boca más que alimentos puros, ¿por qué locura quieres hoy perder el beneficio de semejante gracia?

Mani parecía clavar la mirada no se sabe en qué punto de la pared, por encima de la cabeza de sus censores.

– Los alimentos, puros o impuros, terminan en deyecciones. ¿Habría, según vosotros, deyecciones puras e impuras?

– Te hemos convocado para escucharte con indulgencia, ¿por qué te muestras tan desdeñoso desde las primeras palabras?

– No existe en mí ningún resentimiento, pero os jactáis de haberme hecho vivir en la pureza, y yo os respondo que esa pureza que vosotros predicáis no corresponde a nada. Pretendéis que los frutos que salen de las tierras de la Comunidad son «machos» y puros, ¿no es eso lo que decís? ¿Por qué, entonces, los vendéis fuera a los aldeanos impuros que los muerden con sus dientes impuros?

– ¿Adonde quieres llegar?

– Es pura superstición hablar de alimentos puros o impuros; es pura necedad hablar de hombres puros o impuros; en todas las cosas y en cada uno de nosotros la Luz y las Tinieblas están mezcladas.

– ¿Y es para protestar contra nuestra exigencia de pureza por lo que te has quitado tu túnica blanca?

– No. Me he vestido así porque me dispongo a partir.

Dio un paso hacia la puerta. Sittai le llamó.

– Acabas de exponernos tus ideas, pero aún no las hemos discutido contigo ni las hemos debatido entre nosotros y ya te alejas.

A decir verdad, en aquel enfrentamiento era Mani el que demostraba más agresividad. Más tarde, perdonaría a Sittai que le hubiera arrancado de los brazos de su madre, que le hubiera secuestrado y aterrorizado durante veinte años. Más tarde, hablaría sin rabia del maestro de la secta y de la mutua fascinación que se había establecido entre ellos, pero con todo, en aquel momento había que saber romper, liberarse, escapar. Había que saber partir.

– No me voy a causa de ningún desacuerdo con vosotros, sino porque tengo que entregar un mensaje al mundo.

– ¿Y cuál es ese mensaje?

– No es aquí donde lo debo entregar. Oiréis mi grito cuando el mundo os haya enviado su eco.

– No eres razonable. Nos hemos reunido para escucharte y tú quieres partir sin ninguna explicación. Cuando un campesino consigue una semilla nueva, primero la prueba en una pequeña parcela; si agarra, puede permitirse sembrarla en todos los campos. Explícanos tu mensaje, nosotros te diremos lo que pensamos de él y te ayudaremos a discernir lo verdadero de lo falso.

– Lo que es verdadero es verdadero, lo que es falso es falso, vuestras opiniones o las mías importan poco.

La voz de Sittai se hizo más firme sin que, no obstante, pareciera hostil.

– No se trata solamente de opiniones. Somos cinco ancianos, fieles a los libros y a nuestras tradiciones, te hemos visto crecer, te hemos enseñado todo lo que sabes, ¡no puedes extremar tu orgullo hasta pretender que la opinión de un solo hombre como tú tiene más importancia que la nuestra!

– Fuiste tú mismo quien me lo enseñó, Sittai: no hay mayoría en la verdad. Bajo los cuatro climas, una infinidad de personas cultivan las más absurdas supersticiones, ¿acaso su gran número añade algún valor a sus creencias?

– ¡Pero los hermanos ante los cuales te encuentras no son la multitud informe, sino los más eruditos, los más sabios de los hombres!

– Las leyes del universo no han sido votadas por asambleas de sabios. Son lo que son, ¿en qué podrían modificarlas vuestras opiniones?

– Pareces muy seguro de ti mismo.

– Sólo estoy seguro del mensaje que me ha sido revelado.

– Aún falta saber si ese mensaje te viene de Dios o del diablo. ¿Te has preguntado alguna vez por qué el Cielo te habría elegido a ti? ¿Eres el más santo, el más piadoso, el más virtuoso?

– No interrogo sus designios. Quizá sea yo su preferido.

A Sittai se le agotaba la paciencia, pero siguió esforzándose por dominarse.

– Supongamos que el Altísimo te haya designado realmente, Mani. Habría querido entonces distinguir este palmeral, ¿no crees? Si tú eres santo y bendito, el árbol que te ha producido es igualmente bendito.

– Cuando nací, ¿qué hicieron del agua sucia en la que estuve sumergido durante nueve meses? La tiraron. Este palmeral es el agua en la cual estuvieron sumergidas mi infancia y mi adolescencia.

Era demasiado. Sittai, sin poder creer lo que estaba oyendo, hubiera querido hacer repetir al insolente la frase que acababa de proferir, pero Gara, su sobrino, había saltado ya de su asiento gritando «¡Hereje!», y un instante después, como para responder a su señal, la puerta se abrió y una horda de Túnicas Blancas inundó la sala vociferando, abalanzándose sobre Mani, lanzándole barro e intentando despojarle de sus ropas de colores.

Sittai intervino:

– ¡Todo hombre que se encuentre a menos de tres pies de él será excomulgado inmediatamente!

Los golpes se interrumpieron, pero cuando Mani, ya en el suelo, se atrevió a levantar la cabeza, una avalancha de barro fue a estrellarse contra su frente, chorreándole luego por las cejas y por el resto de la cara. Se desplomó de nuevo y a duras penas Pattig consiguió levantarle y arrancárselo a la horda.

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