– ¿Por qué cortaste sus ligaduras? -preguntó Espabilado.
– Yo creí que encontraría a Caléndula. Pero lo encontré a él y me dije que si Mariposa y Vago lo tenían prisionero debía dejarle ir. Entonces fue cuando aquella mujer…
– Reviviste la historia de Topiltzin Quetzalcoatl y su hermana, ¿verdad? -musité-. Solo que esta vez fuiste capaz de resistir.
– ¿Qué pasa allá abajo?
Mi hermano miraba hacia el puente, donde habíamos dejado a un par de hombres para que vigilaran a Escudo. Parecía haberse producido algo inusitado, y alguien gritaba. Resultaba difícil entender las palabras, pero sonaban como un aviso.
– Por lo que parece el policía ha despertado, eso es todo. Lo sabremos en un momento; ¡ahí viene uno de tus muchachos a decirnos qué ocurre!
Mientras mirábamos al guerrero que corría hacia nosotros, León preguntó:
– ¿Y ahora qué? Veamos, si contamos al sacerdote que está abajo y no contamos a Escudo, tengo cinco prisioneros. ¿Qué propones que haga con ellos?
– Dejar que se marchen, por supuesto.
León casi se cayó de la cumbre de la pirámide.
– ¿Dejar que se marchen? -gritó, escandalizado-. ¿Te has vuelto loco? Estamos hablando de dos muertos, ¿o son tres? Un secuestro, robo, blasfemias, y probablemente otro montón de delitos que ni siquiera tienen nombre, ¿y quieres que los deje marchar a todos?
Mi hermano no era estúpido, pero veía el mundo de una forma muy simple. Recordé que ejecutar a los criminales era una de sus funciones, y para él a todo crimen lo seguía un castigo, de la misma manera que la noche seguía al día.
– Piénsalo, León. ¿A quién más tendrías que arrestar: Bondadoso, Azucena, Espabilado, a mí? Todos estamos metidos en esto de una manera u otra.
– Sí, lo sé, pero…
– En cuanto al robo, la propiedad robada está aquí. El emperador la recuperará, y mientras nadie se vaya de la lengua, no pasará nada. Por supuesto, ha sido maltratada y necesitará algunos arreglos y un repaso. ¿Quién crees que lo hará, con Flacucho muerto?
León no dijo nada. Fue mi hijo quien ofreció el nombre:
– Furioso.
– Así es. ¿Quieres castigarlo? Vuelve a Atecocolecan y mira al plumajero y a su hija, y después pregúntate si hay alguna necesidad de ello.
León exhaló un suspiro.
– Muy bien, tienes razón. Pero ¿qué me dices de Tartamudo?
– A la postre ha sido él quien nos ha devuelto el atavío del dios, aunque no lo pretendiera, y en lo que se refiere a matar a Vago, sé sincero contigo mismo, León, ¿realmente te importa?
– Supongo que estás en lo cierto -admitió a regañadientes-. Tendré que presentarle un informe al emperador, pero a él solo le interesa el atavío. -Miró con expresión grave a los dos jóvenes y al sacerdote-. Recordad que nada de todo esto ha pasado, ¿está claro? ¡Os va en ello vuestra vida! Bueno, ¿qué quieres?
El guerrero que había subido la escalera de dos en dos tenía la cara congestionada tras el esfuerzo y apenas le quedaba aliento para dar su informe. Afortunadamente, fue muy breve.
– El policía, señor, dice que quería avisar a tu hermano de que su amo está en la casa del comerciante. ¡Lo acompañan un grupo de guerreros otomíes y han hecho prisioneros a Bondadoso y a Azucena!
Nos reunimos con Escudo en el puente. Se frotaba la cabeza mientras caminaba junto a mi hermano, mi hijo y yo.
– Escucha, lamento lo ocurrido -dije-. No lo sabía.
– Olvídalo -respondió con aspereza-Comparado con aquellas bestias, los hombres de tu hermano son amas de cría.
No tuve necesidad de preguntarle a qué animales se refería: la expresión de su rostro y la manera de escupir las palabras, como si fuera el veneno de una serpiente, eran más que suficientes.
– ¿Estás seguro de que el viejo Plumas Negras está allí en persona? -preguntó mi hermano-. ¿Cuántos hombres lo acompañan?
– En este distrito no pasa nada sin que yo lo sepa -afirmó el policía-. Se presentaron alrededor del mediodía: el primer ministro, veinte otomíes y un sacerdote.
– ¿Un sacerdote? -exclamé-. ¿Para qué necesita a un sacerdote?
– ¿Cómo quieres que lo sepa? Es muy joven, eso es todo lo que puedo decirte. Tenía el aspecto de haber estado en una vigilia. Todavía llevaba la caracola, como si no hubiese tenido tiempo de guardarla y no supiera qué hacer con ella.
– ¡Cómo se puede ser tan idiota! -Me di una palmada en la frente. Ahora sabía por qué mi amo solo me había puesto a Manitas de escolta, y por qué el joven sacerdote que mi madre había contratado para dirigir las oraciones de mi familia se había marchado con tanta prisa.
– Olvídate del sacerdote -dijo mi hermano-. ¿Qué hay de los otomíes?
– Como te he dicho, son veinte, y no te engañes creyendo que puedo estar equivocado. ¡No es probable que me olvide del aspecto que tiene ese pelotón de maníacos, sobre todo del tuerto cabrón que los manda! La mayoría está en el interior de la casa. Los demás están apostados afuera y hay un par en la azotea. No se han molestado ni siquiera en esconderse.
León se detuvo.
– Hay que pensar cómo nos enfrentaremos a esto -manifestó.
Sus guerreros formaron detrás de mi hermano mientras él me miraba a mí y a Espabilado.
– Es muy sencillo saber qué busca el viejo -dije-. Me quiere a mí y a Espabilado. Seguramente esperaba capturarnos en Pochtlan. Ahora tiene a Bondadoso y a Azucena como rehenes, y espera que nosotros nos presentemos. -Miré a Escudo-. ¿Cómo crees que espera salirse con la suya? ¿Es posible que los comerciantes estén dispuestos a tolerarlo?
Los comerciantes de Tlatelolco tenían sus propias leyes, sus propios jueces y se encargaban de administrar sus asuntos. Rechazaban cualquier interferencia del exterior, y podían permitirse manifestar su rechazo, siempre y cuando siguieran siendo fieles súbditos del emperador y continuaran abasteciendo al palacio con exóticos productos extranjeros e información sobre todo lo que ocurría más allá de nuestras fronteras.
– No lo tolerarán -confirmó el policía-. Presentarán una queja al gobernador, él la transmitirá al emperador, y tu amo tendrá que dar explicaciones. Es, entre otras cosas, el juez supremo de Tenochtitlan, y todos sabemos qué les ocurre a los jueces corruptos.
La pena era morir estrangulado.
– Sí, ya imagino qué dirá -señaló mi hermano en tono áspero-. Un lamentable malentendido. Solo había ido a visitar a unos viejos amigos. Por supuesto me acompañaban mis guardias. No voy a ninguna parte sin ellos. Soy un gran señor, es lo más natural. Nadie creerá ni una sola palabra, desde luego, pero no tendrá ninguna importancia si las personas que deciden están bien pagadas. De todas maneras, para entonces ya será demasiado tarde. Por lo tanto, ¿qué hacemos?
– ¿Te refieres a otra cosa aparte de asaltar la casa y liberar a Bondadoso y a Azucena? -Mi tono fue mucho más brusco de lo que pretendía. Los nervios habían añadido un tono agudo a mi voz. ¿Qué estaría haciendo el capitán? ¿Se habría contentado con sentarse a esperar en el patio de Azucena o habría encontrado alguna otra forma mucho más horrible de matar la espera? Rechiné los dientes llevado por la ira y la decepción.
– Un momento -dijo León, enfadado por la pregunta-. Si crees que temo a un puñado de matones con unos ridículos cortes de pelo…
– Tranquilo -añadí rápidamente-. Sé que eres valiente como el que más. Solo me refería a…
– Entraremos -prosiguió sin hacerme caso-, pero primero necesitamos saber dónde están. Enviaré a un par de mis hombres a explorar el terreno. -Miró a Escudo-. ¿Qué tal se ve la casa desde el templo de la parroquia? Podría enviar a alguien allí arriba para un reconocimiento.
Читать дальше