– Te viste involucrado porque a tu yerno le falló el plan. Necesitaba entregar el atavío en perfecto estado, como si Flacucho hubiese acabado de confeccionarlo. El problema fue que no lo estaba. La mala fortuna quiso que fuera mi hijo quien lo sorprendió cuando lo estaba robando, y la prenda se dañó en el transcurso de la pelea. Sé que al menos se desprendió una pluma, porque Bondadoso me la enseñó. Así que ahora se enfrentaba a un grave problema. No conocía el trabajo de plumajero, y no sabía repararla. Por lo tanto, necesitaba a un plumajero que le solucionara el problema. Su hermano ya estaba muerto, así que acudió a ti.
– ¿Qué es ese ruido? -gritó Mariposa repentinamente.
Me pregunté si la interrupción se debía a algo real o si solo pretendía cambiar de tema. ¿Era posible que el ruido de los martillazos en el exterior sonaran cada vez más fuertes y cercanos? ¿Eso que veía bailando ante mis ojos eran motas de polvo?
– Pero tú no estabas dispuesto a colaborar, ¿verdad? No me sorprende. Debió de ser una gran ofensa enterarte de que Flacucho había conseguido un encargo de tanta importancia cuando se suponía que estaba trabajando para ti. El colmo fue que te pidieran repararlo para que tu despreciable yerno se llevara todos los méritos.
– Le dije a ese gusano de Vago que se fuera con viento fresco -confirmó el plumajero-. Así que a la noche siguiente se presentó de nuevo con… con… -Le falló la voz por un momento, y luego añadió con otro tono-: Me dijo que lo reparara si quería volver a ver a mi hija.
Ahora los ruidos en el exterior eran ensordecedores: martillazos, golpes de cosas que caían, gritos ahogados y un temblor en el suelo.
– ¿Se puede saber qué están haciendo? -gritó Furioso, distraído momentáneamente por el estrépito-. ¿Acaso se proponen echar la casa abajo?
– ¡Así que estaba en lo cierto! -exclamé. A pesar del miedo no pude disimular mi orgullo por haberlo descubierto-. Vago y Mariposa la tenían secuestrada, ¿no es así? Me mentiste porque tenías miedo de que, si me enteraba de que eran hermanos gemelos, podría deducir lo que había hecho
Vago y recuperar el atavío para Bondadoso, algo que no podías permitir porque te quedarías sin el rescate de tu hija.
La respuesta de Furioso fue un grito de desesperación.
– ¡Dime dónde está!
Mariposa soltó un alarido.
Súbitamente ella, Furioso y su espada se desvanecieron en una espesa nube de polvo blanco y me encontré tumbado en el suelo. En algún lugar muy cercano sonó un trueno con tanta fuerza que más que oírlo lo noté, como si al suelo le hubiesen crecido piernas y acabara de propinarme unos cuantos puntapiés en el trasero; a continuación, el mundo estalló en una tremenda lluvia de trozos de adobe y revoque.
La nube de polvo resplandeció cuando la luz del sol entró en la habitación. Los hombres gritaban y maldecían. Los trozos de madera y los fragmentos de mampostería de lo que había sido hasta hacía muy poco la pared trasera de la casa crujían al partirse, se desprendían y se estrellaban contra el suelo. Se oyó el alarido de una mujer.
Me levanté tosiendo, estornudando y escupiendo polvo. Tambaleante, fui hacia el lugar donde creía que estaba la puerta, lejos de la luz, y salí al patio.
A mi alrededor sonaban voces, todas a la vez, que gritaban órdenes, reclamaban respuestas a unas preguntas que no había oído, o sencillamente maldecían. Predominaban las maldiciones.
A medida que el polvo se disipaba en el espacio abierto comencé a ver lo que me rodeaba. El patio estaba abarrotado. Los guerreros habían formado un círculo; llevaban las espadas en la mano y se habían dispuesto en una posición de combate que resultaba un tanto ridícula dadas sus expresiones de desconcierto. Los guardaespaldas de mi hermano miraban a uno y otro lado como si estuviesen buscando a alguien que les diera órdenes, o al menos encontrar algo que les pudiese dar una pista de qué debían hacer ahora. Un par de ellos me reconocieron y me miraron expectantes, como si creyeran que yo podría aclararles algo.
Vi a mi hijo entre los guerreros. Pensé que debía de haber venido aquí en cuanto descubrió que Furioso y su sobrino ya habían salido. Cangrejo estaba a su lado, sujeto por la mano de uno de los fornidos guardaespaldas.
– Espabilado… -dije con voz ronca. Luego, por fin, oí detrás de mí la única voz que deseaba escuchar desde que había llegado a la casa aquella mañana.
– ¿Yaotl? ¿Alguien ha visto a mi hermano? Más le vale que tenga una buena explicación para todo esto… ¡Ah! Muy bien, ven aquí. Quiero que veas lo que hemos encontrado. ¡No vas a creerlo!
El polvo salía por la puerta de la habitación destrozada. A través de la nube apareció León, cubierto de pies a cabeza de polvo blanco; parecía un cautivo pintado con yeso en su camino para su primer y último encuentro con el cuchillo de pedernal del sacerdote del fuego. Un trozo de revoque blanco decoraba su coronilla. En la mano derecha sostenía un pesado martillo como si fuese una pluma.
Lo escoltaban dos guerreros que caminaban lentamente como si fuesen inválidos. Entre los dos sostenían a una mujer. Tenían que sostenerla porque, a juzgar por la forma en que le colgaba la cabeza y arrastraba apáticamente los pies por el suelo, no hubiese podido aguantarse erguida por sus propios medios, y mucho menos caminar. En un primer momento creí que estaba inconsciente, pero sostenía algo entre los brazos. No podía ver qué era, porque estaba envuelto en un trozo de tela que evidentemente había cortado de su falda. Tanto el paquete como la mujer estaban cubiertos de sangre seca.
Mi suspiro de alivio se transformó en un gemido de horror cuando adiviné qué ocultaba el paquete.
– La encontramos en una habitación secreta, detrás de un falso tabique -explicó mi hermano-. Afortunadamente la pared no le cayó encima. ¡Pobre criatura! Ni a un perro lo tendrían así… ¿Qué pasa?
Tuve que esforzarme para recuperar la voz.
– ¿Qué es eso que lleva?
León se volvió para acercarse a ella.
– Déjame ver…
La mujer no emitió sonido alguno, pero mis peores temores se vieron confirmados por la forma en que apartó el paquete de las manos de mi hermano, y por la expresión de asco y horror que apareció en el rostro de León cuando consiguió ver lo que había en el envoltorio.
Un fuerte gemido y unos terribles sollozos sonaron a mi espalda.
Caléndula, la hija de Furioso, se volvió para ocultar su rostro y el paquete de nuestras miradas. Pero su padre y su primo habían visto lo mismo que yo.
Rogué para que el bebé no hubiese nacido vivo. En cualquier caso, su alma estaría feliz ahora, amamantada por el árbol de la leche en el cielo hasta que le llegara el turno de nacer de nuevo; aquí ya se había padecido demasiado, sin contar con sus sufrimientos.
Los guerreros encontraron una estera de dormir en la habitación delantera de la casa y, con una sorprendente gentileza, acostaron a la mujer, que continuaba en silencio. Se mantuvieron apartados del envoltorio, como les había ordenado León. Caléndula estaba inmóvil, sin que al parecer se diera cuenta de sus atenciones.
Uno de los hombres de mi hermano corrió a buscar a un curandero mientras los demás miraban cómo sacaban a Furioso y a Mariposa al patio, rodeados por más guerreros y seguidos por una pequeña multitud de trabajadores curiosos.
– Solo habíamos traído una maza -explicó mi hermano-, pero ellos estaban tan hartos de clavar pilotes en el fondo del lago que estuvieron dispuestos a ayudarnos.
– Vigila a Furioso -le advertí-. En cuanto se recupere de la sorpresa…
Mi aviso casi llegó demasiado tarde. De pronto el plumajero rugió como una fiera atrapada, y como a veces ocurre a estas, encontró una reserva de fuerzas y se libró de su vigilante.
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