– ¿Er… Erguido? -tartamudeé-. Este… este no es tu distrito. ¿Qué haces aquí?
– No es mi distrito. Pero es el de ellos. -El policía movió la cabeza por encima del hombro para indicarme a los hombres que lo escoltaban. En aquel mismo momento, los tres se adelantaron. Uno era Escudo, su subalterno. Los otros dos, a juzgar por sus cuerpos robustos y su expresión de pocos amigos, también eran policías. Adiviné que eran policías del distrito de Atecocolecan.
– Ahora mismo me iba -dije.
– Es lo que harás.
Con un rápido movimiento, Erguido pasó la mano por encima del hombro, sacó la espada y la sostuvo por encima de mi cabeza. Miré a izquierda y derecha y vi que sus compañeros habían hecho lo mismo y que los dos policías locales se habían adelantado para rodearme.
– Ahora, Yaotl, podemos hacer esto de una manera sencilla para todos si nos acompañas voluntariamente, o lo podemos hacer a las malas…
– Entonces tendríais que cargar conmigo, porque no podré andar con las piernas rotas ¿verdad? De acuerdo. -Exhalé un suspiro-. Escucha, tú no lo entiendes… No, espera, ¿cómo me has llamado?
– No hay nada que entender -afirmó la bestia a mi derecha-. Escucha, Erguido, por lo que parece ya tienes a tu hombre. ¿Por qué no le aplastas la cabeza y nos vamos? Tenemos cosas que hacer.
– Pero mi nombre no es…
– ¡Sabemos muy bien cómo te llamas, maldito asesino! La mujer te ha denunciado a la policía del distrito. -Escudo me sorprendió dándome un golpe con la punta roma de la espada, sin la fuerza suficiente para hacerme daño pero sí para que me tambaleara-. Esta vez no tendrás a ninguna viuda rica dispuesta a respaldar tus mentiras con las suyas. No creerás que mi jefe bromeaba, ¿verdad?
– No -me apresuré a gritar, con la mirada puesta en las afiladas hojas de obsidiana que resplandecían al sol-. No, pero has dicho… me has llamado asesino. Ya te lo dije, no tengo nada que ver con la muerte de Vago. Te lo juro, comeré tierra…
– ¿Vago? -Para mi gran sorpresa, Erguido se echó a reír-, ¿Acaso crees que todavía nos preocupamos por Vago?
– ¿Quieres decir que hay alguien más?
– ¡Oh, esto es patético!
La punta de la espada me golpeó debajo de las costillas. Me dejó sin aire y me desplomé, y doblado en dos, intenté respirar. Apenas pude oír lo que Erguido dijo a continuación, aunque conseguí entenderlo.
– Eres un rematado idiota, Yaotl. Si hubieses tenido bastante con Vago, supongo que a nadie le habría importado en absoluto. Yo entre ellos. Creo incluso que su familia te habría recompensado por librarla de semejante estorbo. Pero tenías que hacerlo de nuevo, ¿verdad? ¿Es posible que creyeras que los amantecas pasarían por alto la muerte de alguien como Flacucho?
Discutieron si debían registrar la casa. Erguido quería hacerlo, pero los policías locales deseaban marcharse y no estaban dispuestos a dejar el campo libre a sus colegas de Pochtlan. Tampoco se entretuvieron mucho ni se encendieron los ánimos; Erguido y Escudo estaban convencidos de que ya tenían al criminal. Sería mucho más fácil y divertido, aseguraron a sus compañeros, arrancarme a palos cualquier prueba que necesitaran, que perder el tiempo en las habitaciones donde no habría más que canastos con taparrabos y vestidos viejos.
Cuando finalmente se pusieron de acuerdo, yo ya había recuperado el aliento; entre los cuatro me llevaron colgado boca abajo a través de la habitación vacía hasta la canoa en la que habían venido los dos hombres. Al menos, me dije cuando me arrojaron al fondo de la embarcación, me ahorraré la caminata de regreso.
Escudo empuñó la pértiga y apartó la canoa de la orilla. Miró a los dos colegas que se alejaban por el camino junto al canal.
– No puede decirse que nos hayan recibido muy cordialmente, ¿verdad, jefe?
– Tampoco a nosotros nos haría ninguna gracia que un par de forasteros aparecieran en nuestro distrito y nos dijeran qué hacer -manifestó Erguido. Me miró con desprecio-. Quizá tendríamos que haberles dicho que nuestro sospechoso era de Tenochtitlan. Entonces no les hubiese importado. No creo que por estos parajes sientan más aprecio que nosotros por la chusma sureña.
– No sabíamos que…
Erguido dirigió una mirada de advertencia a su subalterno, pero ya era demasiado tarde: yo había captado su significado.
– Entonces, ¿no me estabais buscando a mí? -pregunté con inocencia.
En el rostro de Erguido apareció una expresión como si le hubiese dado un puñetazo en el estómago.
– ¡No metas las narices donde no te llaman!
– Pues si no me buscabais a mí, ¿a quién buscabais? ¿Qué os ha llevado a pensar que tengo alguna relación con lo que le haya ocurrido a Flacucho?
– ¡La relación es que tú lo has hecho! -replicó Escudo, rabioso. Descargó su ira y su incomodidad en la pértiga. La clavaba en el fondo del canal con tanta fuerza que el fango subía y dejaba una estela negra entre los juncos y la porquería que flotaba en la superficie. Rogué para mis adentros que su cólera hiciera que la canoa zozobrara o embarrancara en la orilla y me diera la oportunidad de escapar, pero era demasiado experto para cometer ese error.
– Vinimos aquí solo para comunicarle a la esposa de Flacucho la mala noticia -dijo Erguido-. Por supuesto, fuimos a ver primero a la policía local, y ¿qué nos encontramos? A Mariposa, la reciente viuda, que se mesaba los cabellos y decía que te había encontrado intentando robar en su casa. ¿No crees que eso basta para despertar sospechas? Máxime cuando nunca respondiste a las preguntas sobre qué le pasó a Vago. Además sabemos que la historia que tú y Azucena nos contasteis no era más que un montón de mentiras.
– ¿Se lo habéis preguntado a Bondadoso? -En cuanto hice la pregunta supe que era una tontería. Cualquier cosa que dijera Bondadoso no tenía importancia, dado que la verdad, al menos respecto a quién era yo, había salido a la luz. Recordé la visión de la hija del comerciante cuando entró en el patio de Mono Aullador, con la falda flotando alrededor de las pantorrillas y el ruido de las sandalias contra el suelo; de repente me di cuenta del riesgo que había corrido y de que, por la razón que fuese, no había servido de nada-. ¿Qué me dices de Azucena? -pregunté con un hilo de voz.
– ¿Qué pasa con ella? -Erguido torció el gesto-. Padre e hija son tal para cual, y Luz Resplandeciente era peor que los dos juntos. ¡Si alguien de esa familia me llamara por mi nombre tendría que ir corriendo a mi casa y preguntárselo a mi madre para comprobarlo! -Soltó una risotada-. No te preocupes, ha puesto las cosas en orden. Después de que tú salieras por piernas, fue a ver a tu amo y le contó todo lo sucedido.
– ¿Qué?
Escudo rió de una manera muy desagradable.
– ¡Al viejo Plumas Negras en persona! ¡Al primer ministro!
– Por supuesto, ya no tuvimos que hacer gran cosa cuando nos enteramos de quién era tu amo. El viejo dispone de hombres más que suficientes para que te busquen sin necesidad de nuestra ayuda. Si queríamos pillarte por la muerte de Vago, era mejor esperar y ver qué quedaba de ti cuando ellos acabaran contigo. -Me miró con lo que podía pasar por una expresión de lástima-. ¡Por la pinta que tienen algunos de esos tipos, tendrías que dar gracias por que te encontráramos primero!
Me pregunté qué habría impulsado a Azucena a acudir a mi amo, pero ahora tenía preocupaciones mucho más urgentes.
– ¿Adonde me lleváis ahora? -pregunté en voz baja-. ¿A casa del señor Plumas Negras? -Era fácil imaginar qué sucedería después. Mi amo jugaría un rato conmigo y luego me entregaría a las cariñosas atenciones del capitán.
– No. Ahora no. Vas directamente a ver al gobernador.
Читать дальше