David Camus - La espada de San Jorge

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Una fascinante aventura épica en el siglo XII de las grandes sagas.
Cuando aún es un niño, el intrépido Morgennes es testigo del asesinato de toda su familia. Más tarde, tras pasar unos años en el Monasterio de Troyes, donde da muestras de gran inteligencia, parte con su amigo Chretien en busca de aventuras. En Bizancio, tras superar la iniciación, será armado caballero. Y ya en Jerusalén deberá volver a probarse a sí mismo enfrentándose al mundo de la memoria y al de los muertos, a las sombras y a los recuerdos…
Una recreación histórica apasionante de los tiempos de la caballería, el honor y la devoción por la causa.
Una historia muy intensa, que no decae en ningún momento: héroes caballerescos, búsqueda de reliquias, el contexto histórico de las cruzadas y los templarios, todo ello acompañado de grandes dosis de fantasía y acción sin límite.

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– ¡Vaya pregunta! Si me hubiera vencido, ¿crees que habría vuelto a contártelo?

– Puedes ser un fantasma. No serías el primero que veo.

– Puedo asegurarte que estoy vivito y coleando. Pero deja que prosiga mi historia… También yo creí, como tú, que esa sexta puerta era la última. Cada uno de sus paneles estaba adornado con serpientes en bajorrelieve. Y era tan grande que no me habría sorprendido encontrar a un dragón tras ella. Pero entonces Palamedes y Chawar se abrazaron y Chawar se retiró. Dejé que se marchara, porque era Palamedes quien me intrigaba. Este abrió la sexta puerta y penetró en un pasillo, que se dividió en dos, luego en tres, en cuatro, en cinco, en seis…

– ¡El Laberinto del Dragón!

– Exacto. Un laberinto, negro como la noche y que sin duda ocultaba algún peligro, porque Palamedes caminaba con una antorcha en una mano y la espada en la otra.

– ¡Ese impío! ¡Se supone que no podía entrar allí!

Un tintineo resonó en la entrada de la celda de Azim, y Morgennes se llevó la mano a la cadena que siempre le acompañaba y que le servía de arma.

– Tranquilízate, amigo mío -le dijo Azim-. Es solo el principio de una de nuestras fiestas. Celebramos el día en el que el arcángel Gabriel indicó a José y a María el árbol bajo el que debían refugiarse, en el desierto, para no sufrir los rigores del sol.

– Ah -dijo Morgennes-. Es verdad que vosotros, los coptos, siempre tenéis algo que celebrar. Bien, prosigo. Corno te decía, caminaba tan silenciosamente como podía, dejando que Palamedes se adelantara, y ayudándome, para seguirle, de la luz que su antorcha proyectaba en las paredes de este laberinto de piedra negra. Normalmente los laberintos no me preocupan (tengo demasiada memoria para perderme). Sin embargo, este no era como los demás. Porque si la primera vez conseguí seguir a Palamedes hasta una séptima y última puerta (de platino, y que representaba a un ibis), las veces siguientes tuve que hacer numerosos intentos antes de encontrarla. Me introducía en el laberinto, memorizaba el camino, y sin embargo me perdía… ¿Cuántos días pasé allí? Lo ignoro, porque perdí la noción del tiempo.

– Morgennes, mírate, coge este espejo.

Azim le tendió un espejito de plata, en el que Morgennes se reflejaba de un modo extraño.

– ¿No ves cómo te ha crecido la barba? Saliste al día siguiente del aniversario de la llegada de José y María a Egipto, y has vuelto a mi lado cuando celebramos el día en el que pudieron descansar a la sombra de la gran acacia. ¡Más de un mes separa estas dos fechas!

– ¡Un mes!

– ¿Explícame cómo es posible que con tu memoria no consiguieras encontrar el camino?

– No me lo explico.

– Entonces, ¿es brujería?

– Probablemente. Sin embargo, a fuerza de errar por este laberinto, por un increíble azar llegué a encontrar la puerta de platino que Palamedes había abierto cuando le había seguido. Y admiré el ibis que se encontraba grabado en ella.

– Los ibis -dijo Azim- son los enemigos mortales de las serpientes y, por tanto, de los dragones. De hecho es uno de nuestros animales fetiche.

– Resumiendo -prosiguió Morgennes-, examiné la puerta mientras me preguntaba cómo podría abrirla, porque, al contrario que las precedentes, esta no tenía cerradura ni empuñadura de ningún tipo. Apreté la oreja contra ella, tratando de escuchar lo que había detrás, pero no oí nada, excepto el ruido de mi propia sangre palpitando en mis oídos. Temiendo a cada instante que ante mí, o detrás de mí, apareciera Palamedes, toqué el ibis con la punta de los dedos en busca de un relieve que pudiera proporcionarme un indicio. Y encontré uno.

– ¿Cuál?

– Esta inscripción: «Pasa tu llama por mi cuerpo».

– ¡Ah! ¡Eso no es difícil!

– No, en efecto. Eso fue lo primero que pensé. Paseando mi antorcha por la puerta, esperé que se abriera, pero no sucedió nada. Desesperado, me la pasé incluso sobre el brazo, pero solo conseguí quemarme la ropa.

– ¿Y tu brazo?

– Está bien, no te preocupes.

Azim no hizo ningún comentario; se dijo que con Morgennes siempre había algún enigma, y que el descubrimiento de la clave de estos enigmas llegaría en su momento.

– ¿Qué hiciste? -preguntó de todos modos, intrigado por saber si Morgennes había conseguido o no franquear la puerta del ibis.

– Me oculté, todo un día, y esperé a que Palamedes volviera para observar cómo se las arreglaba. Por la noche llegó, solo, como de costumbre, con su espada en la mano. Se acercó a la puerta y pasó su antorcha sobre el ibis. Inmediatamente la puerta se abrió, y entró en lo que parecía un jardín, porque un viento fresco me acarició el rostro y un olor a follaje me llegó a la nariz.

– ¡Diablos!

– Ya puedes decirlo -replicó Morgennes-, porque mis penalidades aún no habían llegado a su fin. Habría podido, si hubiera hecho falta, correr tras él y deslizarme al interior del jardín. Pero enseguida me habría descubierto, y no quería poner a la princesa en peligro.

– ¿Y entonces? ¿Qué hiciste?

– Me dije: «Vayamos a hablar de esto con el sabio Azim. ¡Él sabrá ayudarme!».

– ¿De modo que no encontraste nada?

– No. Ni el modo de franquear la puerta ni tampoco a ningún dragón… Sabes tanto como yo. ¿Qué te parece? ¿Qué debo hacer, en tu opinión?

– Bien, reflexionemos. ¿Qué tenemos? Siete puertas, de medidas y materiales distintos. La séptima está adornada con un ibis, mientras que las otras están adornadas, en este orden, por dragones, vacas, gatos, ratas, perros y serpientes. Seguramente no es algo casual, porque, como te he dicho, el ibis y la serpiente son enemigos. De modo que si la sexta y (supuestamente) penúltima puerta es una serpiente, y la última es un ibis… Este último, según los mahometanos, es el guardián del incienso. Ahora bien, entre los antiguos egipcios, el incienso se denominaba sontjer, es decir, «lo que vuelve divino». ¿Tendrá esto alguna relación con su condenado Día de la Serpiente?

– ¿A quién se dirige, el ibis? -preguntó Morgennes.

– ¡Pues a ti! ¿No? Quiero decir, al visitante…

– «Pasa tu llama por mi cuerpo.» ¿Cuál es la palabra importante? ¿«Llama»? Probé con la antorcha y no sirvió de nada. ¿«Cuerpo»? ¡Te juro por Dios que pasé mi antorcha tantas veces sobre este ibis que acabó totalmente negro de hollín!

– ¿Qué has dicho? -saltó Azim.

– He dicho -repitió Morgennes- que pasé tantas veces la antorcha sobre ese ibis que acabó todo negro.

Azim se levantó de la silla tan bruscamente que la derribó.

– Pero Morgennes, ¿no lo ves? ¡Es evidente!

– No -dijo Morgennes-, no veo nada.

– Pero ¡utiliza tus ojos!

– Lo siento, pero no lo entiendo.

– ¿Cuántas veces me has dicho que Palamedes abrió esta puerta?

– ¿En total? No lo sé. Pero muchas veces, seguro, ¡porque estando yo presente, al menos la franqueó tres veces!

– Y el ibis, ¿cómo era la primera vez que lo viste?

– Era de platino, ya te lo he dicho…

Su voz se volvió más intensa y Morgennes exclamó:

– ¡El ibis brillaba! No estaba ennegrecido por la antorcha de Palamedes. Lo que significa que…

– Lo que significa que la palabra importante es «tu».

– «Pasa tu llama sobre mi cuerpo.» Sí, está claro. El ibis se dirige al dragón. Y si la llama de este último alcanza al ibis, el ibis muere y se abre…

– Pero ¿dónde podemos encontrar una llama de dragón?

– Justo a la entrada de la primera puerta hay un brasero. Vi cómo Palamedes hundía en él su antorcha. Esta llama, este fuego, ¿es posible que se trate de una llama de dragón? En este caso bastaría que encendiera allí mi antorcha y rehiciera el trayecto…

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