El Nilo.
Según Estrabón, sus aguas favorecían la fecundidad; no solo de los humanos, sino también de los animales. Plinio el Viejo pretendía que eran excelentes para los cereales y las fibras textiles -aunque eso no me afectaba tanto-. Sobre todo no debía olvidar ir a beber un trago de ese precioso líquido justo antes de llegar.
Precisamente distinguía ya el antiguo lecho del Nilo -un espacio en el que el desierto estaba salpicado de charcos de agua amarga-. Una espesa humareda giraba en torbellinos a ras de suelo. Por un momento creí que me hallaba en el taller de un alquimista, tantos tintes fantásticos había. Ocres, amarillos, azules y verdes, modificándose continuamente, contaminándose sin cesar. Olía a azufre. Aquí afloraba el infierno.
Batí las alas, viré y me dirigí hacia un lugar más sano: un gran lago de fango, donde varias decenas de individuos se habían sumergido tratando de curarse la lepra. Algunos acudían desde hacía años… Y algunos incluso habían muerto en este lugar.
El Cairo estaba a la vista. Inicié un giro, y luego descendí planeando. ¿Mi objetivo? Aquel minarete, allá abajo. El más alto de la ciudad. Por supuesto, era el del palacio califal. Pero antes de alcanzarlo aún debía pasar una prueba -probablemente la última-, y luego llegaría el encuentro con mi bienamada. Se trataba de un olor, mucho más espantoso que todos los que había olfateado hasta el presente. Olor a pollos fritos. Los arrabales de El Cairo albergaban innumerables pequeños hornos para asar pollos; estaban hechos de ladrillos de barro seco, y la humareda emitía un hedor insoportable. Dediqué un recuerdo a mis chamuscadas primas y les deseé un buen viaje al paraíso de las aves.
Si existía, cosa que yo ignoraba.
Por mi parte, era un palomo demasiado cultivado para creer en estos cuentos, por más que reconociera que resultaba cómodo. En fin, algunos aleteos todavía, franquear la cima de esta línea de palmeras -cuyos estremecimientos anunciaban que la noche sería fresca-, posarme sobre el reborde de esta bonita ventana, y por fin me encontré junto a ella.
Mi hermosa estaba soberbia, aún más radiante de lo que recordaba. Aunque no podía dejar de reconocer que la falta de ejercicio, y probablemente un ligero exceso de alimento, habían contribuido a engordarla. Pero a fe mía que sus redondeces eran de lo más atractivo. Pero ¿por qué no se movía? ¡Oh, cielos, querida!
– ¡Oh, pero…, Dios mío! ¡Si parece que está incubando!
Una mano se apoderó de mí. Era la rutina; sin embargo, me debatí como un diablo. ¡Mi amor! ¡Dejad que vaya con ella! ¡Colocadme a su lado! Nada que hacer. Los seres humanos eran los más fuertes, y permanecían sordos a mis gritos. Una mano me liberó de mi mensaje y luego me bajó la cabeza para dejar caer sobre ella una parodia de caricia… Pero no, no era una caricia, ni siquiera en forma de parodia. Me sopesaba, me palpaba. ¿A quién pertenecía esta horrible mano tostada por el sol y cubierta de pelos grises? Distinguía a dos soldados, vestidos de blanco, con una cruz roja sobre el pecho. Templarios.
Uno de ellos se dirigió al otro:
– Esta paloma me parece muy nerviosa…
Y el otro respondió:
– Noble y buen hermano Galet, no hay que preocuparse por eso. ¡No tenemos más que servirla para cenar! ¡Esta pareja de palomas ya se ha encargado de reemplazarla!
No descansará ni un momento antes de haberla encontrado.
Chrétien de Troyes,
Ivain o El Caballero del Le ó n
Morgennes había establecido sus cuarteles en una torre del Viejo Cairo llamada Torre del Leproso. De hecho era un minarete abandonado porque amenazaba con derrumbarse. Regularmente dos o tres piedras se desprendían de la torre y caían con estrépito sobre la polvorienta calzada, que los habitantes de Fustat evitaban pisar. Era el lugar soñado para alguien que no quería ser molestado; el lugar perfecto para una sombra.
Algunos cuervos con la mirada turbia de los conspiradores, alegres damiselas murciélago y un viejo búho blanco por los años constituían el grueso de los inquilinos; el resto estaba compuesto únicamente por Morgennes.
De noche, trepaba a lo más alto de la torre, y allí, bajo una luna de yeso, volvía a pensar en todo lo que había dejado atrás. Echaba mucho en falta a Cocotte y a mí. Y para soportar nuestra ausencia, pasaba muchísimo tiempo rememorando los meses que habíamos pasado juntos. Lo mismo hacía con su hermana y sus padres, que surgían ante él cada vez que cerraba los ojos, tan reales como antaño. Tanto, que Morgennes a menudo se preguntaba quién estaba muerto, si ellos o él. Pero ni el búho de plumas blancas, a pesar de su aire de viejo sabio, ni los negros cuervos, ni las damiselas murciélago tenían ninguna respuesta que darle.
Entonces volvía a bajar para enfundarse un manto y salía a pasear por la ciudad. Allí trataba en vano de perderse en el laberinto de calles, donde incluso los nativos tenían dificultades para orientarse. Pero Morgennes recordaba hasta la más insignificante callejuela, la más anodina fachada, cada una de las grietas de las paredes; era imposible que se perdiera.
Cerraba los ojos y se ponía a soñar, para encontrarse infaliblemente en un inmenso bosque de troncos podridos, como roídos por las aguas. ¿Qué bosque era ese? El de su infancia, que su mente revisitaba. Porque él nunca lo había visto así, transformado en un pantano.
Volviendo a abrir los ojos para ahuyentar esta imagen, reanudaba el camino, bajaba algunos escalones -siempre recordaba cuántos-, y se dirigía hacia el palacio califal, en torno al cual le gustaba vagabundear. Nubes de rumores flotaban en el aire. Y entre dos regateos, dos cestos de fruta o dos sacos de trigo intercambiados, desgranaba informaciones. El jefe de los eunucos padecía mareos. Habían tenido que reemplazarlo. Los abds -esos esclavos negros que formaban el grueso de las tropas del califa- se quejaban de la negligencia con la que los herreros del palacio mantenían sus armas. Habían tenido que entregarse con urgencia importantes cantidades de vino, señal de que invitados importantes -y extranjeros, además- irían a visitar al califa. ¿Venecianos? ¿Písanos? Era difícil decirlo, pero seguro que eran mercaderes de metales, porque unos días después de las entregas de vino, las armerías de la ciudad habían redoblado su actividad, ennegreciendo de humo los cielos habitualmente límpidos de El Cairo.
Cuando la tristeza o la melancolía se apoderaban de él, Morgennes iba a buscar a su nuevo amigo, Azim. Juntos hablaban de todo y de nada. Pero su tema de conversación favorito eran los ofitas y esa misteriosa mujer que no existía.
¿Qué aspecto tenía?
– Nadie lo sabe -respondió Azim-. Ni siquiera estoy seguro de que los propios ofitas lo sepan, porque no tienen derecho a ir a visitarla.
– Sin embargo -decía Morgennes-, creía que la custodia de esa mujer era asunto suyo.
– La custodia, sí. Pero no la propiedad.
Azim se interrumpió un instante, mientras su esposa -con el rostro velado para que ningún hombre la viera- les servía té, y fuera resonaban címbalos y tamboriles. Cuando su mujer se hubo alejado, Azim continuó:
– Los ofitas son como esos judíos a los que uno confía sus bienes a cambio de un préstamo. Velan por los cofrecillos, pero no tienen derecho a abrirlos. Además, no olvides que, más que los ofitas, es un dragón quien la mantiene prisionera. Se dice que los ofitas han construido un laberinto por donde ronda un poderoso dragón. ¡Desgraciado quien ose acercarse a él!
– Ya no hay dragones -dijo Morgennes-. ¿Qué más se sabe sobre esa mujer?
– Llegó cuando era solo un bebé de pecho. ¿Qué edad tenía? Apenas seis meses. Físicamente era blanca como su madre, pero parecía poseer el carácter impetuoso de su padre: el famoso general Shirkuh, favorito de Nur al-Din. Tenerla en Damasco habría sido una provocación a los francos, les habría incitado a tomar de nuevo las armas. Mientras que guardarla aquí, en esta ciudad musulmana, pero chiíta, donde cristianos, coptos y ofitas tienen derecho de ciudadanía, era lo que en política llaman «un justo compromiso». Un acuerdo secreto, firmado por Luis VII, Leonor, Nur al-Din y Shirkuh, estipula que esta joven no tendrá derecho a reclamar su herencia mientras no haya elegido una religión.
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