«Cosa prometida, cosa ardua de cumplir», suelo decir.
Y así ha llegado para mí, Morgennes, la hora de hablarte. Ya he diferido demasiado tiempo el momento de confesarme. Pero ¿por dónde empezar? ¿Por nuestro encuentro, en lo alto de los montes Caspios, con el médico de su santidad Alejandro III? ¿O bien por el encuentro de mi padre con tus padres? Tengo que sopesar hábilmente las dos posibilidades, porque no tienen el mismo peso, por más que tanto la una como la otra hayan hecho inclinar la balanza de un lado y luego del otro. Pero siempre es bueno volver a las fuentes. Y las fuentes, en este caso, son tus padres.
Como te he dicho en muchas ocasiones, tus padres te amaban. Te querían con locura. Oh, no lo digo por ti, desde luego -tú eres quien mejor lo sabe, y nunca lo has olvidado-. No. Lo digo… por mí.
Porque ahora tengo que hablar de mí.
Yo estaba lejos de ser como Morgennes.
– Yo estaba lejos de ser como tú -dije en voz alta-. Cuando era niño, hacia los siete u ocho años, tomé conciencia de que era judío, y por tanto, diferente de la mayoría de los demás chiquillos que poblaban las calles de la ciudad donde vivíamos, mis padres y yo. No, Morgennes, no adoptes este aire de sorpresa. Sé que lo sabes. ¿Te lo dije, o lo adivinaste tú? Poco importa. Lo esencial es que no hayas dicho nada. Has respetado mi silencio, y te lo agradezco. Yo era un niño, y era judío. Judío en el seno de una ciudad -su nombre no tiene mayor importancia y prefiero olvidarlo- donde había tan pocos niños judíos como leprosos. Cinco o seis, en realidad. Y yo era uno de ellos. Imagina mis juegos, en el barrio de la iglesia de Saint-Forbert, cuando para mí no se trataba de divertirme con los otros chicos, sino de ser el destinatario de sus burlas. No de jugar, sino de ser el juguete… Aquel del que los demás se mofan, al que tiran piedras, al que lanzan al río, al que amenazan con quemarle y al que cubren de fango. Sé que lo comprendes. Lo peor es que sus risas me complacían. Sí, yo les comprendía. Porque si hubiera estado en su lugar, es muy probable que también yo me hubiese burlado del judío que era. De modo que aprobaba sus risas. E incluso lamentaba no poder ofrecerles más. Pero para eso habría tenido que ser un poco más lisiado, tartamudo, deforme o leproso. Dios, en su infinita bondad, me había bendecido con una única «tara» (a mis ojos), aunque era suficiente tara: yo era judío. Mi padre me decía: «Aprenderás a vivir con ello». Y yo preguntaba: «¿Estoy obligado a vivir con ello, aunque no tenga ganas?».
– No tienes elección.
– ¡Estoy seguro de que sí!
Para probárselo, me mutilaba, como si mi judaísmo fuera una verruga que se pudiera extirpar. Llevaba siempre la estola de tela amarilla que nos señalaba como judíos a ojos de los goyim, y proclamaba mis orígenes en cualquier circunstancia hablando hebreo, citando la Torá a la menor ocasión, prestando (¡con ocho años!) a seis por uno… En realidad, ahora me doy cuenta, quería hacer pagar a mis padres y a Dios mi judaísmo. Lo que quería era ser como los demás. Ni más ni menos. Ser un cristiano, ir a misa todos los domingos, ayunar los viernes… ¿Qué puede haber más banal? Blanco, cristiano, cretino. Así, al menos, habría sido feliz.
Pero aunque era blanco y no podía ser más bobo, no era cristiano.
«¿Por qué no soy cristiano?»
Mis padres nunca respondían a esta pregunta. Mi padre, que había seguido, en Troyes, las enseñanzas del célebre erudito Rachi, me repetía a menudo que todo eso no contaba. Que poco importaba el camino en el que Dios nos había colocado, con tal de que creyéramos en Él.
«Pero entonces, ¿por qué no cambiar de camino? Si se sigue creyendo…»
¿Es posible, realmente, cambiar de camino? Para eso, yo habría tenido que cambiar de nombre y de padres, porque el camino en el que Dios me había colocado era también el camino en el que ellos se encontraban, y desde hacía más tiempo que yo.
Cambiar de camino… Eso decidí hacer, siendo aún muy joven.
No puedes hacerte idea de hasta qué punto las palabras de tu padre, cuando te dijo que fueras hacia la cruz, tienen sentido para mí. Porque eso fue lo que hice. Supliqué a mis padres que cambiaran de religión y se convirtieran al cristianismo, por amor a mí. Les pedí que eligieran entre Dios y yo. Mi padre me adoraba, y mi madre también; pero ella era ante todo judía, y no podía evitar temblar ante la mera posibilidad de no seguir siéndolo hasta el fin de sus días. Esta pareja, que yo había visto tan unida y amorosa, se separó por mi causa. En cierto modo, ese día, el día en el que mi padre me llevó a una iglesia para hacerse bautizar conmigo, matamos a mi madre.
Porque cuando salimos, cristianos los dos, un grito retumbó en la casa, y vinieron a decirle a mi padre: «Vuestra mujer ha muerto…».
Pues bien, ya estaba hecho. Yo estaba maldito. Y era cristiano. Mi cólera y mi pena eran tan grandes que decidí serlo hasta el final. Lancé mi antiguo nombre a las ortigas, y tomé este: «Chrétien». Lo peor era que me sentía aliviado. Mi madre estaba muerta, porque no había visto (o no había querido ver) a mi padre renegando de su fe y de la de sus antepasados. O mejor, no me había visto, a mí, abjurar de sus entrañas… Mejor aún, lo poco de «judío» que me quedaba acababa de irse, de desaparecer para siempre con ella.
Mi padre y yo abandonamos la Broce-aux -Juifs, donde él practicaba el oficio de cirujano barbero. Ah, ya veo cómo tus ojos adquieren un brillo nuevo. Sí, mi padre era cirujano… Y no un cirujano cualquiera. ¡Era el mejor de todos! Puedo decirlo porque puso tanta rabia y tanta tenacidad en destacar en su oficio como yo lo había puesto en cambiar de religión. Lo sabía todo del cuerpo humano, de sus humores, de los hilos invisibles que lo unen a las estrellas y a Dios. Diría incluso que lo que desconocía de la medicina apenas habría llenado un dedal.
Y decir que yo lo atribuía a su conversión y a la muerte de mi madre…
Era demasiado joven para comprenderlo. Porque, aunque soy mayor que tú, no lo soy mucho más… Y un día, en una noche de invierno, poco antes de morir, me habló.
Yo había decidido tomar los hábitos, para ser un perfecto cristiano, y contar aventuras que mostraran a gentes y rutas que se entrecruzaban. (Ya sabes de qué estoy hablando.) Mi padre me llamó a la cabecera de su cama, y sus dedos hurgaron bajo su camisa -exactamente como tú haces cuando buscas la cruz de bronce de tu padre, o como lo hago yo para mostrarte esto.
Saqué de debajo de mi camisa esta piedra extraña, mezcla de negro y blanco entrelazados, en la que parecía distinguirse el dibujo de un dragón.
– Es una draconita.
Morgennes puso su mano encima, y sintió una violenta descarga. Instantáneamente la retiró, como si se hubiera quemado. Lo que había visto… Imágenes que cruzaban por su mente. Imágenes que representaban cosas indescriptibles en palabras humanas, percibidas por una criatura que tampoco tenía nada de humano. Imágenes que su memoria no pudo registrar y que se deshilacharon como semillas de diente de león en el viento del verano.
– ¿Qué es esto? -me preguntó.
– A decir verdad, no lo sé muy bien. Su nombre es «draconita». Tu padre, que había hecho un largo viaje por Oriente, en busca de especias y de plantas para dar a tu madre, la trajo de su periplo. Algunos dicen que es una piedra caída del cielo. Otros pretenden que se trata del ojo de un dragón. En cualquier caso simboliza la vida y la muerte, un bien por un mal, un mal por un bien, el equilibrio de los extremos.
Morgennes no apartaba los ojos de la piedra. Sus contornos parecían ondear, como bajo el efecto de un fuego poderoso.
– ¿Por qué no puedo cogerla? -preguntó Morgennes.
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