En la gran sala nadie dijo nada. Como ocurría a menudo, con Amaury nunca se sabía si se estaba haciendo el tonto o si quería probar a los suyos.
– En cualquier caso -prosiguió Gilberto de Assailly-, los dragones se encuentran justamente en el centro de nuestros problemas. Y hay que felicitarse por la llegada de su excelencia el embajador extraordinario, justo en el momento en el que nuestros hermanos del Krak han hecho este pasmoso descubrimiento…
– Bien, bien -dijo Amaury con aire pensativo-. Creo que ha llegado el momento de hacer una exposición de la situación a nuestro nuevo amigo.
– Si su majestad lo permite, yo puedo encargarme -propuso Gilberto de Assailly.
– ¡Adelante, pues!
– Esta es la situación: no podremos aguantar mucho tiempo en Jerusalén si no nos apoderamos de Egipto. Pronto hará dos años que Nur al-Din multiplica sus ataques contra los flancos orientales del Líbano. En la batalla de Harim, nos infligió una derrota memorable e hizo prisionero al conde de Trípoli.
– Al que echamos en falta -interrumpió Amaury.
– ¡Desde luego! -exclamaron a coro todos los hospitalarios presentes en la sala. El hecho de que Amaury reemplazara a Raimundo de Trípoli durante su cautividad contribuyó a que su respuesta fuera aún más vigorosa y sincera.
– De todos modos, no insistáis demasiado -dijo Amaury-. He comprendido.
– En resumen -prosiguió Gilberto de Assailly-, la situación es extremadamente compleja; y no hay que olvidar que no sabemos todavía si las conversaciones mantenidas por Guillermo en Constantinopla han dado fruto.
– Lo d-d-darán, podéis estar seguro -dijo Amaury-. Conozco a Guillermo mejor que nadie. Y todo lo que emprende se ve co-co-coronado siempre por el éxito.
– Más recientemente -continuó Gilberto de Assailly-, el brazo ejecutor de Nur al-Din, el infame general Shirkuh, ha atacado Transjordania, donde ha destruido una plaza fuerte que los templarios habían construido en una gruta, justo al sur de Ammán. La pinza se cierra… Tenemos que actuar, y rápido. No podemos permanecer aquí con los brazos cruzados esperando a saber si el emperador de Constantinopla se digna concedernos su ayuda y qué forma adoptará esta…
– Sin embargo -le interrumpió Amaury-, sabéis que nos faltan t-t-tropas. Atacar Egipto en este momento supondría dejar desguarnecido el condado de Trípoli y el norte del reino. Y eso sería c-c-conceder una ventaja inestimable a Nur al-Din.
– Necesitáis refuerzos -dijo el embajador del Preste Juan.
– Evidentemente -dijo Amaury-. Y no dejamos de buscarlos, en t-t-todas partes. ¡Incluso he escrito t-t-tres veces al rey de Francia, pero no he recibido una sola respuesta! Ni un centavo, ni la sombra de un soldado. Nada. ¡ Niente! ¡Piel de zobb, como dicen los árabes! -exclamó, haciendo chasquear el pulgar en la boca.
– Conozco bien Egipto -explicó el embajador del Preste Juan-. El reino es un fruto maduro que no tardará en caer, siempre que se sepa dónde y cómo cogerlo. Deberíais ir allí y establecer un protectorado. Estoy seguro de que Chawar, el visir del califa, sabrá acogeros con todas las atenciones debidas a vuestro rango. Podéis contar con él. ¡Y convertirlo en el nuevo califa de Egipto!
– La última vez estuve a p-p-punto de perder la vida allí, junto con todos mis hombres -recordó Amaury-. Si esa C-c-compañía del Dragón Blanco no hubiera acudido a salvarnos, ahora en lo alto de las mezquitas de Jerusalén brillaría una horrible media luna de oro, en lugar de las magníficas cruces que hemos hecho c-c-colocar en ellas…
– Esperar a los griegos -señaló Gilberto de Assailly- es exponerse a tener que repartir con ellos… Y comprometerse con los rivales de Roma. Ya han vuelto a apoderarse de la iglesia de Antioquía. ¿No querréis, majestad, que sea también en Constantinopla donde se decida quién debe ocupar la cabeza de las iglesias de Trípoli, de Jerusalén, de Acre o de Tiro?
– No, no, desde luego -dijo Amaury-. Pero los griegos son p-p-poderosos, son ricos… ¿Qué son dos años? ¡Ah, si tan solo aceptarais -dijo dirigiéndose a Palamedes- prestarnos t-t-tres millones de besantes! En prenda de vuestra buena fe, claro está…
– Majestad, me parece un poco prematuro…
– Majestad -cortó Gilberto de Assailly-, si mi plan no os complace, creo que ha llegado el momento de que abandone mi cargo de comendador de los hospitalarios y vaya a terminar mis días en alguno de nuestros monasterios, en Inglaterra, donde nací.
Amaury hizo un gesto, como diciendo: «Haced lo que prefiráis, poco me importa», lo que desencadenó la cólera de algunos nobles presentes en la sala, y particularmente la del más poderoso de entre ellos: el barón de Ibelín.
– ¡Yo afirmo, majestad -intervino este con vehemencia-, que hay que aprovechar las informaciones que posee el señor embajador extraordinario y atacar sin esperar más!
– Escucha, tú -dijo Amaury al barón de Ibelín-, ¿quién crees que eres p-p-para hablarme en este tono? ¿Debo recordarte quién te hizo barón?
– Y a vos, majestad, con todo el respeto que os profeso, ¿debo recordaros quién os hizo rey? -dijo el barón volviéndose hacia la asamblea de pares del reino.
Un pesado silencio se hizo en la gran sala, apenas turbado por el mordisqueo de los perros, que roían unos huesos.
– Lo que necesitaríamos -dijo el embajador para rebajar la tensión- es un casus belli…
– ¿Como qué, p-p-por ejemplo? -preguntó Amaury.
– La falta de pago de las sumas prometidas…
– Ya está hecho.
– Atacad -prosiguió el embajador-. De otro modo será vuestro peor enemigo, Nur al-Din, quien lo hará en vuestro lugar. Atacad y os prometo que recibiréis la ayuda de una decena de dragones y de un millar de amazonas.
Caballeros, nobles y hospitalarios intercambiaron miradas de estupefacción. Solo Amaury conservó la calma.
– D-d-dragones… ¿Como el que los hospitalarios han descubierto?
– ¿Cómo decís? -preguntó, sorprendido, el embajador.
Unos instantes más tarde, los dos hombres se encontraban, en compañía del estado mayor de los hospitalarios, de los pares del reino y de una decena de soldados, en los contrafuertes del Yebel al-Teladj, donde se erigía el Krak de los Caballeros. En el polvo se dibujaban los contornos de unos huesos enormes, sobre los que los bassets de Amaury se lanzaron ladrando como locos. Mientras roían esas osamentas prodigiosas, que los guardias rodeaban para indicar sus proporciones al embajador del Preste Juan, Amaury preguntó a este último:
– ¿Hablabais de d-d-dragones como este?
En efecto, bajo sus ojos surgía la silueta de un enorme dragón, de una longitud de varias lanzas. El lomo, el cuello, las patas y las fauces se distinguían claramente; unos obreros trabajaban para liberar las partes restantes de la bestia, de la que solo quedaban los huesos -de una antigüedad de varios miles de años- y algunos globos color de tierra, del tamaño de huevos grandes, que se encontraban en su vientre.
El embajador del Preste Juan abrió los ojos desorbitadamente, pasmado ante aquella visión. Tan pasmado que se quedó sin habla. Esta vez fue Amaury quien rompió el silencio, señalando a sus dos bassets. Uno se esforzaba en arrancar de la montaña una tibia del tamaño de un hombre, mientras el otro orinaba sobre uno de los huevos fosilizados.
– ¿Sabéis qué estaría b-b-bien? -preguntó Amaury al embajador.
– No.
– Un silbato como el vuestro, pero para llamar a mis p-p-perros.
Tal vez sea un fantasma que se ha infiltrado entre nosotros.
Chrétien de Troyes,
Clig è s
Читать дальше