Morgennes desgarró la poca ropa que le quedaba para enrollármela en torno a las manos, los brazos y el torso.
– Ayúdate con tus cadenas…
– Y el cielo te ayudará -dije yo con una débil sonrisa. -¿Ves?, ya estás mejor. ¡Vamos! ¡Piensa en Cocotte!
Morgennes me aupó hacia arriba y me encontré de cara a la nieve, con la nariz hundida en la blancura y con el cielo sobre la cabeza. Fijé como referencia esa mancha de azul y no aparté la vista de ella. Y me puse a cavar, sin pensar en nada.
Me encontré al aire libre, con la cabeza unas pulgadas por encima de la superficie del suelo. ¿Qué decir? «Nieve en el horizonte», habría gritado el vigía de un barco. «¡Vamos, un esfuerzo más, mi pequeño Chrétien, y pronto nacerás! Salir de este entorno frío te sentará de maravilla.»
Pero en realidad hacía más frío fuera que en el interior, y yo dudaba si abandonar mi nido… Solo que no tenía elección. Morgennes me empujaba con tanta fuerza que me encontré reptando sobre la nieve, arrastrando tras de mí, como un cordón umbilical, la cadena con la que nos habían atado los pies y las manos. Tiré, y Morgennes emergió a su vez a la luz del día. Me sonrió. ¿No era esa nuestra victoria más hermosa? ¿La más maravillosa ascensión que nunca habíamos realizado?
– ¡Salvados! ¡Estamos salvados! -le dije.
Estuve a punto de saltarle al cuello. Pero vi que se desplazaba doblado en dos. ¡Tenía frío, temblaba!
– ¡Morgennes!
A decir verdad, aquello no tenía nada de extraordinario, ya que estaba completamente desnudo y soplaba el viento. Morgennes se había despojado de todo para dármelo a mí, y solo llevaba encima esa cadena inmunda que se adhería a mis dedos ensangrentados y se le pegaba a la piel. Si seguía tirando, iba a despellejarlo vivo. Debía aflojarla, pero no lo conseguía. Una serpiente de metal nos había aprisionado en sus anillos.
– ¡Morgennes!
Se puso a llover. Corrimos hacia una cavidad en la montaña, un hueco lo bastante grande como para poner a resguardo los caballos. El suelo estaba cubierto de paja podrida, y sobre ella, muertos. Cadáveres de caballos con el vientre abierto y la carne blanca, congelada. Y restos de seres humanos. Lo más extraño era la expresión de sus rostros: habían sufrido atrozmente. En su cuerpo -supongo que el frío había contribuido a retrasar la descomposición- se veían rastros de hinchazones.
La muerte silenciosa había ido a visitarles, y en cambio, nos había perdonado a nosotros.
– ¿De qué han muerto?
– De peste -me dijo fríamente Morgennes.
– ¿Cómo lo sabes?
Me mostró una rata reventada en un rincón de la cueva. No lo entendía. ¿Qué relación tenía aquello con la peste? Morgennes me explicó que había leído en El libro del tiempo (esa obra antigua que había robado para Manuel Comneno) que las ratas estaban, si no en el origen, sí al menos ligadas a la peste.
– ¿Y Cocotte?
Se encogió de hombros. Como yo, esperaba que estuviera bien, pero no se hacía ilusiones sobre su suerte.
– En cuanto a nosotros -me dijo Morgennes-, creo que ya no tenemos nada que temer. La epidemia debe de haber pasado.
Se acercó a uno de los cadáveres, y reconoció al oficial que nos había arrestado. Sin decir palabra, lo despojó de su túnica naranja.
– Si encontrara un arma, podría romper esta cadena y vestirme…
Miramos por todas partes, y al final dimos con las herramientas de un difunto herrero.
– ¡Perfecto!
Empuñó un pesado martillo y lo abatió varias veces contra la cadena, que acabó por partirse. ¡Libres! Froté mis doloridas muñecas, me di un masaje en las pantorrillas y dirigí una franca y cálida sonrisa a Morgennes.
– Gracias. Sin ti…
– Sin mí nunca te habrías encontrado en esta situación. Estarías…
– Estaría muerto… -le dije.
– ¿Muerto?
– Sí, destripado por una multitud enfurecida en Arras. O pudriéndome en una prisión peor que la que acabamos de abandonar… ¡Recuerda el huevo roto!
– Pero ¿qué viste para asustarte tanto? ¿Puedes decírmelo ahora?
Miré a Morgennes y le prometí:
– Te lo diré, sí; pero no ahora. Cuando estemos seguros, en un lugar… que no sea este, calientes, ante una buena comida y junto a un buen fuego. Entonces te lo diré todo. Te lo juro. Te contaré todo lo que sé…
Al cabo de un rato, la lluvia dejó de caer, y abandonamos la cueva. Morgennes aún arrastraba su cadena.
– ¿No quieres dejarla?
La hizo girar en el aire, y me dijo:
– ¡Es mi arma! ¿Me preguntabas con qué pensaba vencer al dragón? ¡Lo haré con ella!
Su cadena producía un zumbido aterrador, parecido al de mil colmenas encolerizadas.
Las pequeñas construcciones adheridas a las paredes de la montaña me recordaban esas almejas pegadas a la roca que la marea baja deja al descubierto. Cuando las registramos, encontramos otros cadáveres. Ese pueblo estaba muerto.
– Prendámosle fuego -dijo Morgennes.
Una llama lamió el cielo, fundiendo la nieve a su alrededor. Además de calentarnos, purgaba esos lugares de la enfermedad y de todo el mal que se había instalado en ellos. Morgennes y yo rogamos por el descanso de los muertos.
Al caer la noche, la hoguera todavía ardía. Aprovechamos su luz para seguir explorando ese extraño paraje. Tenía cierto parecido con las cavernas de Capadocia, el país natal de san Jorge: grutas comunicadas entre sí, alojamientos rupestres donde rudas poblaciones se esforzaban en sobrevivir, apartadas del mundo.
Los agujeros en la montaña que tanto me habían intrigado a nuestra llegada resultaron ser una especie de graneros, donde se almacenaban alimentos, armas, armaduras y materiales diversos. Y aunque allí encontramos nuestro equipo (del que os ahorraré la enumeración, pero que comprendía, entre otras cosas, la cruz de bronce de Morgennes y mi draconita), no vimos ni la punta de la cola de un dragón, si exceptuamos los que aparecían aquí y allá en una serie de frescos gigantescos, pintados directamente en la roca, donde también estaban representados todo tipo de peces, bestias salvajes y pájaros alados a los que Noé había invitado a subir al Arca.
En ellos, los dragones ocupaban un puesto de privilegio, como si en esas montañas se les rindiera culto. Sin embargo, los que aquí veíamos no se parecían en absoluto a los monstruos que imaginábamos en nuestras tierras; porque aunque, como ellos, surcaban los cielos, estaban desprovistos de alas y ondulaban entre las nubes como las serpientes en la hierba. El dragón de esta región nos pareció un poco burlesco. Su mirada, su forma de presentar las garras y de correr tras una nube reflejaban una especie de picardía que no tenía nada de hostil. Era casi un animal doméstico. Pero no encontramos nada que nos permitiera saber más sobre él. Lo que para Morgennes fue una decepción.
Una decepción que se tiñó de tristeza cuando encontramos el gallinero, porque solo quedaban un montón de plumas y huesos dispersos. Parecía como si un ejército de lobos se hubiera dado un festín, mordiendo y devorando a todas las gallinas que habían atrapado en sus fauces.
Ni Morgennes ni yo proferimos una sola palabra; era difícil saber si entre las plumas que veíamos pegadas a los muros mezcladas con sangre se encontraban las de Cocotte. En todo caso, estaba claro que en este lugar no quedaba nada vivo.
– Ven -me dijo Morgennes-. No nos quedemos aquí.
Ya se disponía a lanzar su antorcha al interior del gallinero, para que corriera la misma suerte que el resto del pueblo, cuando distinguí un reflejo rojo. ¡Una pequeña pluma! La pluma revoloteó en el aire, describió dos o tres círculos girando sobre sí misma, y fue a posarse sobre una superficie redonda y lisa, del color de la caliza.
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