Damasco había conocido, sin embargo, muchas horas sombrías.
Después de haber sido durante largos años objeto de luchas entre francos y sarracenos, estos acabaron por imponerse en 1154, cuando Nur al-Din se sentó en el trono, antes de ser reemplazado por Saladino en 1174.
Luis VII había tratado, en su época, de apoderarse de ella por cuenta de los francos, siguiendo los consejos de su mujer Leonor (aconsejada a su vez por Shirkuh, el tío de Saladino). Pero el rey había acabado por renunciar, pues, mientras la ciudad se mantenía firme, su mujer había sucumbido, en cambio, a los asaltos amorosos de Shirkuh.
Después de la pérdida de Edesa, el fracaso de esta expedición se había añadido a la larga lista de desengaños de los francos en Tierra Santa y había transformado a Damasco en un enemigo implacable de Occidente. A pesar de ello, la ciudad se jactaba de albergar una de las comunidades cristianas más antiguas de Oriente, y poseía una de sus más primitivas iglesias: Santa María. Sin embargo, las mezquitas se imponían ampliamente frente a las iglesias. Se veían muchos más minaretes que campanarios apuntando su dedo hacia el cielo y, en la hora de la oración, las llamadas de los muecines cubrían el canto de las campanas. Con todo, los cristianos, al igual que los judíos, convivían allí sin problemas con los mahometanos.
Desde un punto de vista estratégico, Damasco era muy importante, ya que sellaba la unión entre los dos reinos de Egipto y Siria. Más al norte, obstaculizaba los movimientos de Constantinopla, aunque, desde el reinado de Isaac Angelo, el viejo Imperio bizantino se mostraba favorable a Saladino.
Finalmente, desde hacía unos años Damasco era blanco de los ataques y las incursiones de los nizaritas, que descendían de sus fortalezas del Yebel Ansariya y sembraban el desorden en la ciudad o, más discretamente, se establecían en ella. Así habían conseguido tejer una eficaz red de informadores que comunicaban a su amo, Rachideddin Sinan, los movimientos de Saladino y también sus intenciones.
Masada y Femia se dejaron guiar por Carabas. Cruzaron la puerta de As-Sagir y se hicieron llevar hacia la parte alta de la ciudad, donde se encontraba el mercado de esclavos. Posados, más que sentados, en su asiento, no manifestaban ninguna emoción, aunque Masada experimentara de hecho emociones de toda clase, a veces contradictorias. A la cólera se superponía la alegría de sentirse por fin libre, por fin en la Verdad. Como si aceptando a Carabas por guía hubiera encontrado su camino.
Y aunque el camino fuera lento, lleno de obstáculos, y debiera hacerlo con su mujer, aunque los templarios fueran tras él y hubiera tenido que abandonar toda su mercancía y a su último esclavo, al final, estaba seguro, se encontraba lo que buscaba desde siempre: una vida de aventura.
Femia se había tumbado. El viaje la había fatigado. La perrita se había instalado delante, entre ella y su marido, y miraba, encantada, con la boca muy abierta, cómo se desplegaba el panorama de las calles. Sin embargo, no había motivos para alegrarse, se decía Femia. La mujer rumiaba sombríos pensamientos cuando la multitud se apartó, dejando libre el paso hacia la ciudad alta. La carreta dio una sacudida y se dirigió hacia un estrado donde se alineaban una serie de hombres y mujeres encadenados. Esclavos. Los mercaderes, látigo en mano, bramaban para atraer la atención de los posibles compradores y anunciaban precios que desafiaban cualquier competencia. Al divisar a uno de los prisioneros, Femia se volvió hacia su marido.
– ¡Mira ahí! -exclamó-. ¡Ahí, te digo!
Masada no dijo nada y se limitó a esbozar una sonrisa boba. Entonces Femia extendió el brazo para sacudirlo, y se dio cuenta de que se había adormilado.
– ¡Despierta! -le gritó-. ¡Hemos llegado!
Masada abrió los ojos y vio, no lejos de Carabas, a un hombre encadenado. A pesar de la banda de tela que le tapaba el ojo derecho y de sus numerosas heridas, lo reconoció enseguida: era Morgennes.
Un esclavo creyente vale más que un hombre libre y politeísta, aunque este os agrade.
Corán, II, 221
La primera intención de Masada fue dar media vuelta. Morgennes no parecía haberlo visto, de modo que Masada tiró de las riendas de Carabas. En vano: el animal se negaba a moverse. Femia se indignó y lanzó toda clase de improperios a su marido, que fingió no oír los insultos porque no sabía cómo responder a ellos.
Bajo las miradas divertidas de los curiosos, el hombrecillo descendió de la carreta y se dirigió renqueando hacia un rincón del mercado donde los herreros golpeaban unos sables para darles vida. Los «¡clang! ¡clang!» de los pesados martillos parecían subrayar las invectivas de Femia, y la cabeza de Masada se fue hundiendo cada vez más entre sus hombros. Finalmente, cuando se hubo alejado bastante, el pequeño judío hizo ver que se interesaba por el puesto de un artesano que fabricaba en el torno empuñaduras de daga.
Para convencerse, y para convencer a su mujer, del interés que sentía, Masada preguntó a un aprendiz por el precio de una de las armas, cuya reputación hacía tiempo que había rebasado las fronteras del Oriente.
– ¡Mal hombre! -gritó Femia a su marido desde su asiento-. Yallah! ¡Abandonar a tu mujer en medio del mercado!
Masada se hizo el sordo e inició un regateo para despistar.
De pronto, la perra lanzó un ladrido. Morgennes volvió la cabeza.
¡Ella! ¿Pero qué hacía allí? ¿Era la misma? Morgennes miró hacia la carreta y vio a la mujer sentada en la parte delantera.
Era tan obesa que los pliegues de grasa que le caían del cuello le colgaban sobre el pecho. No se sabía si tenía la cabeza anormalmente hundida o los hombros exageradamente altos. Recordaba a un elefante. Y desde luego sus dimensiones y los berridos que lanzaba eran propios de ese animal. Sus ataques de indignación se traducían en vociferaciones que atraían la atención de los curiosos. La mujer habría hecho maravillas pregonando su mercancía en un mercado, pero, con excepción de los numerosos adornos que llevaba en torno al cuello y los anillos de los dedos, su mostrador estaba vacío. Por otra parte, Morgennes se preguntó qué hubiera podido vender, dado que nadie compraba fealdad. «Pobre mujer», pensó.
En aquel momento sus miradas se cruzaron.
Femia acababa de dirigir algunas nuevas pullas a su marido, que se había alejado en dirección a los vendedores ambulantes que anunciaban sus mercancías: pirámides de flores y de especias. Masada contempló los tarros de plantas carminativas, como el anís, el hinojo, el toronjil o la salvia, preguntándose si no podrían ser útiles para calmar la diarrea verbal de su esposa.
La mujer, por su parte, no apartaba la mirada de Morgennes. Aquel hombre la fascinaba, sin que pudiera decir por qué. Sin embargo, al ver la banda que le tapaba el ojo derecho, reprimió un escalofrío ante la idea del agujero que se ocultaba detrás. Morgennes estaba de pie ante una cuarentena de esclavos que se encontraban en un estado lamentable. Los más desesperados, para no curarse, se arrancaban de las heridas sus vendas ensangrentadas, descubriendo llagas purulentas que no llegaban a cicatrizar. Morgennes era el más vigoroso, pues los otros tenían incluso dificultades para mantenerse en pie. Muchos murmuraban para sí palabras incomprensibles, como si hubieran perdido la razón.
– ¿Te interesa? -preguntó a Femia un kurdo de ojos amarillos-.Tengo varios como este, no son caros… Pero tendrás que darte prisa, son los últimos. Después los precios subirán…
El mercader, que no dejaba de sonreír y de retorcerse los bigotes, añadió:
– Te lo cedo por diez dinares. Es un antiguo hospitalario convertido al islam. Una pieza excepcional.
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