Los habitantes de la tierra se dividen en dos, los que tienen un cerebro, pero no religión, y los que tienen una religión, pero no cerebro.
Abul-Ala al-Maari
La carreta ascendía por la calle bamboleándose como una barca agitada por las olas. Circulando en un mar de tiendas de colores vivos, de puestos de venta en torno a los que se apretujaba una multitud compacta, recordaba a esas barquichuelas empujadas a alta mar por una corriente desfavorable en el momento en que trataban de volver a puerto. A veces el carromato perdía velocidad, como si se encontrara en el vientre de una ola, cabeceaba a un lado y a otro, se hundía sobre sí mismo, se perdía en la marea humana, desaparecía cuando unos jinetes pasaban junto a él y luego reaparecía para seguir adelante. Se hubiera dicho que una mano invisible lo empujaba inexorablemente hacia su objetivo.
El propietario de la carreta era un enano de caminar renqueante, un judío que ejercía la muy lucrativa y no menos peligrosa profesión de comerciante de reliquias. Desde luego, no se presentaba como tal ante la gente que acudía a verlo. Al menos no inmediatamente. Sin embargo, muy pronto la máscara del vendedor de recuerdos caía para revelar el rostro del traficante. A decir verdad los dos se parecían. Lo único que cambiaba eran los precios. Aquel frasco lleno de agua mezclada con polvo de tiza valía diez dinares, o cien besantes de oro cuando se revelaba, bajo secreto, que se trataba de hecho de un resto de leche de la Virgen, recogido no se sabía cómo. El cliente, generalmente un peregrino en el camino de vuelta a casa, se ponía a contar las estrellas, con los ojos abiertos como platos. «El paraíso al alcance de la mano», pensaba con una sonrisa en los labios y acariciando el frasco. Si discutía un poco, podía conseguirlo por trescientos dinares. Pero eran raros los que lo hacían. Dudar del origen de las reliquias era un sacrilegio para la mayor parte de ellos. San Bernardo de Claraval, según decían, se había tragado todo un frasco. El líquido no era apto para el consumo, pues nadie podía garantizar la buena conservación de una leche con más de mil años; pero, para gran suerte de la cristiandad, san Bernardo, gracias a su fuerte constitución, se había librado con un buen cólico y unos días de oración en las letrinas de Claraval.
El comercio de reliquias daba mucho, pero era una práctica que tenía sus peligros. En efecto, los que se consagraban al comercio de los pedazos de cuerpo o jirones de ropa que habían pertenecido a un muerto, estaban interfiriendo, de hecho, en el monopolio de las religiones en materia de salvación. En cierto modo no robaban a sus clientes, sino a la propia Iglesia, a Dios.
Por eso este crimen estaba severamente castigado. Aunque de diversas formas. Porque si a los guardias qué se mostraban excesivamente puntillosos se les podía dar un dedo de san Mamas o unos pelos de la barba del Profeta para que cerraran los ojos, no sucedía lo mismo en el caso de las órdenes militares.
Cada vez que los templarios o los hospitalarios desenmascaraban a uno de esos traficantes -sea porque lo hubieran encontrado en las cercanías de una tumba, sea porque se hubieran hecho pasar por clientes-, su tienda era incendiada, sus bienes confiscados y su familia encarcelada. En cuanto al traficante, generalmente era torturado durante largos días -a fin de saber si había robado alguna reliquia auténtica- antes de ser colgado o, si era judío, crucificado.
Algunos bromistas, dotados de un dudoso sentido del humor, pretendían que todo lo que necesitaba el tráfico de reliquias para funcionar eran buenos vendedores y clientes ricos. La mercancía, en sí misma, nunca faltaba. De hecho, corrían rumores que afirmaban que el mercado se «autoalimentaba», pues los vendedores detenidos proporcionaban, muy a su pesar, material con que reavituallar a sus cofrades.
Como, extrañamente, los cementerios se dejaban sin vigilancia las noches siguientes a la captura de un traficante, a sus colegas les bastaba con acudir allí para renovar sus existencias. Un simple cadáver podía proporcionar a cinco o seis traficantes suficiente mercancía para un año, dos si el muerto era bastante grande. Existía todo un arte para despachar un cuerpo, para vender una mano antes que un brazo, un dedo -o una falange, o la punta de una uña- antes que una mano. Por descontado, se ofrecían otras reliquias además de pedacitos de cadáver; por ejemplo, ropas o cualquier objeto tocado por un santo (si solo lo había entrevisto, se ofrecía una rebaja). Dicho esto, los peregrinos se mostraban ávidos, sobre todo, de osamentas.
El principal peligro que amenazaba a estos comerciantes de lo extremo, especie de prologuistas del paraíso, era la denuncia. Pues, aunque dijeran que estaban encantados de poder aprovisionarse de mercancías con sus colegas difuntos, y reivindicaran ese privilegio, todos temían el día en que les correspondería a ellos aprovisionar a sus colegas.
Por eso estos hombres eran a menudo seres solitarios, que no se trataban entre sí y solo se cruzaban en los cementerios a la caída de la noche. Y no era raro que los más pobres, los más malintencionados o los que se habían quedado sin existencias denunciaran a sus cofrades.
De hecho, eso era lo que le había ocurrido a nuestro comerciante, y por una razón muy especial: había tenido la suerte (o mejor dicho, la desgracia) de dar con una auténtica reliquia. Esto había provocado los celos y el resentimiento de toda la profesión, así como la cólera de la Iglesia. Advertido de la llegada inminente de los templarios, Masada había abandonado entonces precipitadamente su pequeña tienda de Nazaret y había puesto pies en polvorosa con mujer y bagajes.
Masada debía su nombre a una fortaleza construida en otro tiempo por Herodes el Grande, donde se habían refugiado los celotes después de la toma de Jerusalén y el incendio del Templo por los romanos. Su padre lo había bautizado así porque Masada, cuyo enanismo se había puesto de manifiesto desde su nacimiento, era para él «como el pueblo judío»: un enano en relación con los otros, pero poseedor de un valor y una fuerza incomparables. En. realidad, Masada hubiera debido apodarse más bien «Masada el Ruin», porque era como Bilis, el rey de los antípodas; perezoso, cobarde y abúlico, el comerciante prefería contar sus denarios antes que los golpes y se colocaba siempre del lado del más fuerte. Masada tenía una opinión muy precisa sobre su profesión. Se denominaba «amigo de las artes» y «suscriptor de las religiones». Por otra parte, mantenía este discurso ante todos los compradores que acudían a su pequeña tienda de Nazaret, y se quejaba continuamente de que no hubiera más cultos en la tierra. «Adoro a los dioses; me siento próximo a todas las religiones y amigo de todos los apóstoles -repetía siempre que se presentaba la ocasión-. Cuando un sacerdote os bendice, ¿qué os queda? Nada. Cuando me compráis una reliquia, en cambio, más que un objeto adquirís algo que será la admiración de todos vuestros verdaderos amigos y suscitará la envidia de los otros: un salvoconducto para el paraíso, una patente del acceso privilegiado que os está reservado allí.» (Por otro lado, aquel discurso estaba en perfecto acuerdo con la tradición, que otorgaba a san Pedro el papel de santo patrón de los comerciantes de reliquias.)
Nacido pobre en 1135, Masada había adquirido una estupenda fortuna gracias al jugoso comercio de las reliquias, vendidas a una clientela cada vez más numerosa desde la toma de Jerusalén, en 1099, por los francos. Un contrato lo ligaba al obispo de la ciudad, al que se había comprometido a proporcionar en cada Pascua -para el nuevo año- lo más selecto de sus «reliquias».
A menudo se lo veía deambulando por el desierto en compañía de un aprendiz, nunca el mismo, en busca de ciudades antiguas o de lugares frecuentados en otro tiempo por personajes del Corán o de la Biblia: «Antiguo, Nuevo, Apócrifos, todos los Testamentos me interesan…», precisaba Masada. En Belén se aprovisionaba de restos de mantillas y de juguetes de Jesús niño (muñecas de trapo, caballitos de madera), así como de cajitas que contenían mirra o incienso (regalos de los Reyes Magos); en Jerusalén, de denarios de Judas a docenas, ramas de olivo, numerosos fragmentos de la Vera Cruz, los últimos suspiros de Cristo (en frascos herméticos, tapados con cera), así como de las vendas y aromas con que José de Arimatea lo había colocado en la tumba. Además, pretendía tener con este último una extraña relación, ya que se enorgullecía de haber sido amigo de uno de sus lejanos descendientes. «Arimatea es el inventor de la profesión», clamaba Masada, lo que tenía la virtud de enfurecer al obispo de Nazaret.
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