Abraham no sabía qué hacer. Pero el asno, por su parte, parecía haber elegido a su amo. El animal se acercó a Abraham y se mantuvo a su lado, muy tranquilo, empujándolo amistosamente con la cabeza.
– Acariciadlo entre las orejas, le encanta -aconsejó Pedro el Ermitaño.
Abraham le preguntó, mientras pasaba la mano por entre las largas orejas peladas del asno:
– ¿Cómo se llama?
– Carabas.
Y así fue como el asno de Pedro el Ermitaño entró en la familia de Abraham.
A la muerte de su padre, Masada heredó sus bienes, y por tanto a Carabas. Este ya era viejo; y era el año 1144, el año de la caída de Edesa. Masada nunca había creído la historia de su padre. Pero en 1187, cuando la cristiandad acababa de experimentar su mayor derrota y Jerusalén se encontraba amenazada, el comerciante contemplaba a su asno con una mirada algo distinta.
Debía de tener más o menos cien años. «Al menos cien años -pensó Masada-, pues ya era viejo cuando mi padre lo encontró.»
En fin, el hecho era que tenía una edad que ningún asno había alcanzado jamás.
Y, si el asno tenía casi cien años, ¿por qué no iba a ser el asno del mayor de los predicadores de los últimos años, Pedro el Ermitaño, el que decía con tanta frecuencia que el fin del mundo estaba cerca, que el Apocalipsis era inminente?
Aquel asno tenía un valor inconmensurable.
Masada se encontraba, pues, en posesión de una reliquia auténtica. Y cometió la imprudencia de confiárselo a su mujer, lo que causó su pérdida. Femia no pudo evitar alardear de ello ante la esposa de un competidor. Esta última se lo repitió a su marido, y este se dirigió al castillo de La Féve, donde se encontraba instalada una importante guarnición de los templarios. Afortunadamente, Femia fue advertida por la hermana de un hombre cuyo primo era turcópolo en el castillo de La Féve de que la guarnición estaba al corriente, lo que permitió a Masada huir antes de la llegada de los soldados.
Haber ocultado al obispo de Nazaret que poseía una reliquia tan venerable sin duda le costaría la vida.
En Jerusalén, Heraclio debía de estar furioso.
Masada, que en su huida precipitada había abandonado a su aprendiz y perdido todos sus bienes, quería ir a Damasco para comprar un ayudante a bajo precio. La batalla de Hattin había tenido como consecuencia la salida al mercado de cerca de treinta mil esclavos, lo que había provocado el hundimiento de las cotizaciones. Se podía conseguir un adulto en buen estado de salud por un par de sandalias, un joven por una lanza, una pareja y su hijo por una cabra. Masada quería adquirir concretamente a un adolescente recién salido de la infancia para reemplazar a su antiguo aprendiz. Y, por un curioso azar, como si estuviera al corriente de las intenciones de su amo, Carabas se dirigió por sí mismo a Damasco.
Viajaron durante un poco más de una jornada por una carretera bordeada de adelfas que serpenteaba entre colinas. El sol calentaba la hierba amarillenta y el suelo estaba cubierto de grietas. De vez en cuando, finos chorros de vapor escapaban de ellas y ascendían silbando hacia el cielo. Solo se oía el zumbido de las moscas y el canto de las cigarras. Aquí y allá, algunos cadáveres acababan de descomponerse. Algunos tenían la cara deformada en una mueca; otros ni siquiera tenían con qué sonreír.
Silenciosos, Masada y Femia mantenían los ojos fijos en el camino que ondulaba ante ellos. Se sentían inmóviles, como si fuera el paisaje el que se movía y no la carreta, hasta tal punto su marcha era tranquila y lento el paso del asno.
Hacia el mediodía, un ladrido los sorprendió. Una perrita estaba parada en medio del camino.
A su lado yacían unos sarracenos, muertos desde hacía algún tiempo. El cadáver de una camella se pudría junto al camino, no lejos del cuerpo partido en dos de un joven mahometano. Al divisar una bonita campanilla de bronce medio hundida en la arena, Masada saltó a tierra para recogerla, y Carabas se detuvo. En ese momento la perrita volvió a ladrar.
Al acercarse a ella para acariciarla, Masada distinguió en el polvo un pedazo de tela negra. Después de asegurarse de que su mujer no miraba hacia allí, lo cogió con delicadeza y lo palpó con los dedos. Era un pañuelo grande de seda de una calidad extraordinaria. Recordaba haber visto uno así en torno al cuello de una joven muy hermosa, unas semanas antes, en Nazaret. ¿Qué le habría ocurrido a su propietaria?
De pronto Carabas golpeó con la pezuña en el suelo. Masada se guardó el pañuelo en la limosnera, escuchó, miró en todas direcciones, pero no oyó ni vio nada. Luego el asno bufó y movió la cabeza a derecha e izquierda, como si tuviera prisa por marcharse. Femia seguía apoltronada en su asiento, cansada de que Carabas no la obedeciera. Pero alguna cosa la tenía inquieta.
– No podemos dejarla ahí -dijo señalando a la perra.
– Está bien, ya la cojo… -replicó Masada, exasperado.
Masada cogió al animal en brazos y lo dejó en la parte de atrás, bajo el toldo que servía para protegerlos del sol. Luego volvió a sujetar las riendas, lanzó un «¡Uuuuee…!» que era más una imprecación que una orden, y la carreta se sacudió un poco: habían vuelto a arrancar. Masada ni siquiera se dio cuenta de que había olvidado recoger el objeto por el que había bajado: la campana de bronce.
Dos horas más tarde dejaron tras de sí las cimas del Hermón, donde Saladino tenía la costumbre de enviar a sus soldados a recoger nieve, y alcanzaron los contrafuertes del Antilíbano, donde se encontraba Damasco.
La ciudad es una anomalía en el desierto. Ceñida por una triple muralla de piedras blancas en la que, a distancias iguales, se elevan altas torres cuadradas coronadas por estandartes, parece un pedazo de cielo caído en la arena, un paraíso en la tierra. A sus pies, huertos y jardines forman una corona de verdor, de donde sobresale de vez en cuando la copa de una palmera datilera que se balancea al viento. Esas palmeras recuerdan a los viajeros el origen de la ciudad, que debe su fortuna -y su existencia- a un oasis, el Ghutah.
El Ghutah, según dicen, inspiró en otro tiempo a Dios las alas de Gabriel. A semejanza de la ciudad, el oasis está recorrido por una malla de ríos que alimentan de agua dulce las rosaledas y las cisternas. Estos ríos son las venas de Damasco. El corazón de la ciudad palpita al ritmo de su pulso; pues si Roma y Jerusalén tienen siete colinas, Damasco tiene siete ríos. Estas corrientes son los siete hijos de un mismo padre, el Barada, que tiene su fuente en oriente, en el salvaje país de Zabadáni. Sus brazos fluyen en común armonía, y luego se dividen al acercarse a la ciudad.
Más de ciento diez mil jardines de rosas han podido florecer así, llenando la atmósfera de exquisitas fragancias. En el seno de estas rosaledas, de los depósitos cilíndricos construidos por encima de profundas fosas se desprenden los olores que hacen que Damasco sea Damasco. Esos aromas lo impregnan todo con sus efluvios, tiñendo hasta los magníficos muros blancos, que, a cualquier hora del día, se dirían revestidos con los esplendores de la aurora. Sin embargo, después de haber bebido demasiado, algunos viejos sabios pretenciosos, de larga barba blanca amarilleada por la pipa, levantan pomposamente el dedo advirtiendo: «Estos olores no son lo que creéis… Son los olores del infierno». Luego cuentan que en 116 (después de la Hégira), en plena plaza del mercado, monstruos invisibles devoraron al loco Abd al-Azrad, el autor del siniestro y temido Kitab al-Azif , escena espantosa cuyo recuerdo perdura todavía en la memoria de unos pocos damascenos, dado que los otros prefieren dedicarse al comercio.
A diario, los mercaderes azuzan con la vara a sus asnos, sus pequeños caballos y sus dromedarios en dirección a la ciudad. Las cargadas caravanas avanzan pausadamente por los caminos polvorientos, y sus guías se fían del olfato para encontrar As-Sagir, la puerta principal. En su periferia se apretuja una muchedumbre indescriptible que espera a ser registrada por algunos guardias despreocupados. Para pasar el rato, la gente charla con el vecino, habla de bodas o negocios, o se concentra en la contemplación de los numerosos minaretes que dominan las murallas como otros tantos faros. Todo esto bajo los rayos del sol, que dispersa, mitigando su fuerza, la inmensa cúpula de la mezquita de los omeyas, construida en 706 por el califa al-Walid al principio de su reinado. La cúpula se levanta sobre la ciudad como un arco iris de oro. Ciertamente, Damasco merece ser llamada la «gran silenciosa y blanca».
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