David Camus - Caballeros de la Vera Cruz

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Año 1187, Hattin (Tierra Santa): tras derrotar a la flor y nata del ejército cristiano, el sultán Saladino arrebata a los francos la Vera Cruz, el leño en que se crucificó a Cristo, que siempre había acompañado a los cristianos en sus combates. El caballero hospitalario Morgennes recupera la consciencia entre los caídos en el campo de batalla. Tras ser torturado por los sarracenos, acepta renegar de su fe y convertirse al islam.
Condenado por lo suyos, a modo de redención, parte en busca de la Vera Cruz con la esperanza de que esta dé ánimos a los francos y salvar así Jerusalén. Cuenta en su decisión con el apoyo del sobrino de Saladino, así como con el de una bella y misteriosa mujer de nombre Casiopea, un mercader de reliquias y un joven templario. Su aventura parece destinada al fracaso, pero una fuerza invisible lo acompaña, lo protege y lo guía.
¿Bastará con ella para librarse del más grande de todos los peligros?
«David Camus, el nieto de Albert, se apropia con gran acierto de los recursos del género en esta epopeya medieval. Hallamos en estas páginas la dosis ideal de misterio y de esoterismo.» – L'Observateur
«Una gesta épica que enfrenta la única verdad inexorable, la muerte, con la mayor incerteza: ¿existe algo más allá?» – El Mundo

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– Los precios han vuelto a subir, y tú no tienes bastante.

– ¡Ay de ti si no coges mi oro! -maldijo el manco, llevando la mano al kandjar .

– ¡No me obligaréis a vender! -exclamó el mercader dejando caer la bolsita a sus pies.

Luego levantó el látigo e hizo un gesto en dirección al estrado; tres robustos mamelucos se situaron a su lado. Los tres colosos medían casi diez palmos de alto, tenían las manos de la medida de un sacudidor y sostenían una guisarma: una pica de mango corto con la cuchilla casi tan larga como ancha. Pero aquello no fue suficiente para arredrar a los maraykhát. El manco se volvió hacia sus compañeros y les ordenó:

– ¡Dadme todo lo que tengáis!

Los maraykhát se registraron los bolsillos y sacaron cuatro magras bolsas que se añadieron a la primera.

– ¡Coge esto y danos al franco! -le espetó el manco-. ¡Por el Profeta, no tendrás otra oferta mejor!

El kurdo empujó a Morgennes hacia los maraykhát, pero de nuevo este se agarró a Masada. El vendedor estaba dudando si debía azotarlo -lo que hubiera estropeado la mercancía-, cuando se escuchó un grito:

– ¡Cien dinares!

Los labios del mercader se abrieron para formar un perfecto círculo, y el hombre dijo a Morgennes:

– ¡Pero si vales una fortuna! -Y luego, mirando hacia la multitud, preguntó hinchando el pecho-: ¿Quién ha dicho eso?

– ¡Nosotros! -respondió una voz potente con un fuerte acento nórdico.

Dos encapuchados con un manto de un blanco inmaculado se abrieron paso entre el gentío y se dirigieron con paso resuelto hacia Morgennes. La multitud esperaba, según informaron los mahometanos, «inmóvil y muda, como si un pájaro se hubiera posado sobre su cabeza». Entre ella, algunos hombres con turbante gris tomaron posiciones en las cuatro esquinas de la plaza del mercado, pasando entre los caballos y los asnos, tratando de confundirse entre las sombras de los puestos, los fardos y las seras de arroz. Cuando estuvo a dos pasos del mercader, el más alto de los hombres de blanco le puso en la mano una pesada bolsa de cuero y declaró:

– ¡Este hombre es nuestro!

– ¡Cien dinares! -exclamó el kurdo, que no podía creer lo que veía-. ¿Quién da más?

El hombre del manto blanco lo agarró por el cuello.

– Lo repito: ¡este hombre nos pertenece!

– ¡No tan deprisa! -intervino el manco, adelantándose-. ¿Quién os ha permitido aumentar nuestra oferta? Y, antes que nada, ¿quién sois vos?

El hombre de blanco se volvió lentamente hacia el maraykhát, lo sujetó por la muñeca y empezó a retorcerle el brazo.

– ¡Por el poder de Dios y de la Virgen María todopoderosa, si quieres conservar tu último brazo, harás bien en escucharme! ¡He venido aquí a comprar a un hombre que nos corresponde por derecho!

Y levantó su capuchón, descubriendo una tonsura de un rubio casi blanco y una poblada barba. Una horrible marca en forma de cruz, hecha con un hierro al rojo, le adornaba la frente. El hombre observó a la muchedumbre sin pestañear. Una sonrisa cruel dejó ver sus caninos. Se mostraba orgulloso de su hazaña: llegar hasta el mismo centro de una de las mayores ciudades del imperio de Saladino.

– ¡Templarios! -exclamó el manco-. ¡No tenéis derecho a estar aquí! ¡Os destriparemos!

– ¡Hemos venido en paz para comerciar con vosotros! ¡Debéis dejarnos tranquilos mientras no saquemos nuestras armas!

Morgennes se estremeció: había reconocido a Kunar Sell, un temible monje guerrero de origen danés. Aquel hombre había matado a más mahometanos que ninguno de sus hermanos, y mostraba al hacerlo un ensañamiento y un placer inauditos. Por alguna razón que Morgennes no podía explicarse, aquel loco se había hecho tatuar una cruz en la frente y había retirado de sus ropas la cruz roja de los templarios.

Morgennes se sujetó con todas sus fuerzas a Masada.

– ¡Cómprame! ¡Cómprame!

Masada, temiendo que los templarios se interesaran por su persona, trató de rechazar a Morgennes, pero fue necesario que interviniera el mercader de esclavos para alejarlo.

– ¡Ve con tus futuros nuevos amos! -ordenó el kurdo.

El mercader tiró de Morgennes hacia atrás de una forma tan violenta que las ropas de Masada se desgarraron. El comerciante de reliquias trató de ocultar su brazo desnudo, pero ya era tarde.

– ¡Puedo salvarte! -gritó Morgennes, que lo había visto todo-. ¡Confía en mí y no lo lamentarás!

– ¿Lo juras? -preguntó Masada con voz temblorosa.

– ¡Sobre los tres libros santos, te doy mi palabra!

Masada, envolviéndose el brazo con el pañuelo de seda negra que había cogido en el camino, preguntó al mercader con aire decidido:

– ¿Cuánto?

Consciente de que no volvería a presentársele una oportunidad como aquella, el kurdo inspiró profundamente y soltó, como si fuera un desafío:

– ¡Mil dinares!

Era más de lo que había ganado desde la victoria de Hattin.

– Págale -dijo Masada a Femia.

– No tenemos bastante… -murmuró Femia.

Al ver que los templarios sacaban nuevas bolsas de debajo de sus capas, Masada interpeló al mercader de esclavos:

– ¡Acércate! ¿Cuánto por todos tus esclavos?

– ¿Cómo? ¿Quieres decir por toda la mercancía?

– Sí.

El mercader volvió la cabeza y contó una cuarentena de moribundos, además de Morgennes. Por otro lado, aparte de él, el resto no valía nada y más bien constituía un estorbo. Aun así, arriesgó la cifra:

– Mil quinientos dinares.

– Vamos -dijo Masada con un bufido-, haz un esfuerzo. La mayoría de estos hombres no aguantarán dos días.

– Mil trescientos.

– Tengo una proposición que hacerte, y será la última. Escúchame bien, miserable: ¿aceptas joyas?

– Sí, sí, joyas, oro, plata, todo lo que hace brillar los ojos de las mujeres y permite a un hombre ser bien visto…

– ¡Entonces cóbrate con ella! -exclamó Masada con aire magistral señalando a Femia-. Tiene todo lo que necesitas, e incluso más.

El kurdo se acercaba ya a Femia, excitado a la vista de las joyas que cubrían a la mujer de la cabeza a los pies, cuando Masada lo cogió por el hombro y le preguntó:

– ¿Trato hecho?

– ¡Trato hecho! -exclamó el mercader.

El hombre estrechó la mano a Masada y corrió de nuevo hacia Femia. La mujer observaba a su marido con los ojos empañados de lágrimas. Sus joyas eran toda su belleza, su único ornamento. Había llegado a considerarlas algo natural, hasta tal punto formaban parte de ella. Sus collares, anillos, aretes, broches, zarcillos y brazaletes no la abandonaban nunca. Privada de sus perifollos, Femia se convertía en lo que era: una mujer gorda, fea y vieja. La esposa de Masada balbuceó unas palabras apenas audibles, que por otra parte nadie escuchó.

– ¡Vamos, mujer, ve a buscar a tu esclavo! -ordenó triunfalmente Masada, antes de dejar caer sin dirigirse a nadie en particular-: ¡Así se hacen negocios! ¡Ya podéis ir aprendiendo!

El insulto era terrible, y Masada lo sabía. Pero, en aquella peripecia; el comerciante de reliquias había recuperado algo parecido al orgullo, algo del negociante seguro de sí mismo que era todavía no hacía mucho tiempo. Además, Morgennes le había prometido que lo ayudaría…

En el mismo momento en que el mercader de esclavos -que no había dejado a Femia más que un broche sin valor en forma de palmera- liberaba a los cautivos, el manco desenvainó su kandjar para atacar a Morgennes. A pesar de encontrarse muy maltrecho, el hospitalario tuvo el reflejo de agacharse. Así evitó la hoja por muy poco; dio una voltereta, retrocedió unos pasos y dejó que los mamelucos del mercader de esclavos tomaran el relevo mientras él se dirigía a la carreta.

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