David Camus - Caballeros de la Vera Cruz

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Año 1187, Hattin (Tierra Santa): tras derrotar a la flor y nata del ejército cristiano, el sultán Saladino arrebata a los francos la Vera Cruz, el leño en que se crucificó a Cristo, que siempre había acompañado a los cristianos en sus combates. El caballero hospitalario Morgennes recupera la consciencia entre los caídos en el campo de batalla. Tras ser torturado por los sarracenos, acepta renegar de su fe y convertirse al islam.
Condenado por lo suyos, a modo de redención, parte en busca de la Vera Cruz con la esperanza de que esta dé ánimos a los francos y salvar así Jerusalén. Cuenta en su decisión con el apoyo del sobrino de Saladino, así como con el de una bella y misteriosa mujer de nombre Casiopea, un mercader de reliquias y un joven templario. Su aventura parece destinada al fracaso, pero una fuerza invisible lo acompaña, lo protege y lo guía.
¿Bastará con ella para librarse del más grande de todos los peligros?
«David Camus, el nieto de Albert, se apropia con gran acierto de los recursos del género en esta epopeya medieval. Hallamos en estas páginas la dosis ideal de misterio y de esoterismo.» – L'Observateur
«Una gesta épica que enfrenta la única verdad inexorable, la muerte, con la mayor incerteza: ¿existe algo más allá?» – El Mundo

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El cuerpo al que al-Waqqar se acercó tenía una talla desmesurada, casi inhumana. Al menos eso fue lo que se dijo al verlo tendido sobre dos o tres cadáveres a los que casi cubría por completo. Su mano se agitaba espasmódicamente y su mirada buscaba la del médico. El pecho del hombre se elevaba a sacudidas, y cada vez que espiraba se oían unos ruidos extraños, como pequeñas burbujas de aire que reventaran en la superficie de una ciénaga. No podía durar mucho.

Al-Waqqar se arrodilló a su lado y le cogió la mano. Era tan enorme que le costó sostenerla entre las suyas. El hombre volvió la cabeza hacia él y clavó los ojos en los suyos. En su mirada no había miedo ni odio; solo la espera de un largo sueño. Trató de abrir la boca, pero al-Waqqar le puso un dedo en los labios.

– No digáis nada -murmuró.

El pulso del hombre latía despacio. Justo en aquel momento el doctor se sintió observado. Alzó la mirada y vio algo horrible: una cabeza sin cuerpo lo miraba con ojos vidriosos. Apartó la vista y volvió a fijarla en su paciente. Luego una sombra inmensa lo cubrió: la del cadí Ibn Abi Asrun, del que el atabek de Damasco no se alejaba ni un paso, temiendo por su puesto o, peor aún, por su vida.

– Hay que salvar a este hombre -ordenó Ibn Abi Asrun.

– Eso intento. Pero será difícil -respondió el doctor, inclinado sobre aquel gigante aparentemente indestructible que, sin embargo, se moría poco a poco.

– Haz lo necesario -insistió el cadí.

Un ayudante recogió un arma: una pica enorme, al extremo de la cual se encontraba fijada una hoja tan larga como ancha. Una guisarma. Cuando la vio, el gigante apretó la mano del doctor y se incorporó a medias.

– ¡No os mováis! -ordenó el doctor, antes de dirigirse a sus acompañantes-: ¡Que me traigan una teriaca! ¡Rápido!

Un ayudante salió disparado hacia un oficial que llevaba un pequeño baúl lleno de drogas medicinales. La teriaca que el doctor reclamaba era su poción milagrosa. Se decía que tenía el poder de retener todavía un poco en la tierra a los que se encontraban a las puertas de la muerte. Pero no había que abusar de ella, ya que eso supondría condenar al alma del difunto a errar por el mundo sin encontrar reposo jamás. Era, pues, un remedio que se administraba en muy contadas ocasiones, en especial cuando se tenía necesidad de conocer algún hecho que el moribundo se podía llevar a la tumba (generalmente el lugar donde había escondido su oro). En su composición entraban elementos tan raros como las raíces de ácoro, ruipóntico y aristoloquia, puntas de escordio, marrubio y charnoepitys , díctamo de Creta e hipérico, semillas de ameo y de seseli, opio de Esmirna, agárico blanco, castóreo, tierra de Judea y, finalmente, jugo de regaliz mezclado con vino de garnacha a modo de excipiente. El conjunto formaba una pasta blanda, que se aplicaba con ayuda de una espátula a las partes del moribundo que se quería hacer revivir.

Al-Waqqar extendió, pues, una generosa cantidad sobre el rostro, el pecho y el cuello del agonizante. El coloso tenía un agujero en el pulmón derecho, causado por un violento hachazo, por donde salía silbando el aire mezclado con burbujas de sangre. Ahora respiraba un poco mejor, y sus labios habían recuperado en parte el color.

El cadí interrogó al moribundo, en quien había reconocido a uno de los mamelucos que los mercaderes de esclavos compraban para utilizarlos como guardias de corps.

– ¿Dónde me enterraréis? -dijo jadeando el mameluco, inquieto.

– ¿De dónde procedes?

– De Kharezm.

– Entonces serás enterrado allí.

El mameluco sonrió. El moribundo creyó respirar de nuevo los olores de su patria y sentir cómo sus pulmones se llenaban de un aire antaño familiar. Le volvían melodías a la cabeza. Canciones de su infancia, que su madre le tarareaba por la noche para ayudarlo a dormir. Antes de que lo secuestraran.

– Responde a mi pregunta -insistió el cadí-. ¿Qué has visto?

El mameluco estaba hablando penosamente de Morgennes y los maraykhát, cuando fue interrumpido por un acceso de tos tan violento que un hilillo de sangre le resbaló por el mentón.

– Hay que parar -afirmó el doctor al-Waqqar-. Este hombre está agotado.

– Un poco más -dijo simplemente el cadí-. Continúa -pidió al mameluco-. ¡Dinos lo que sigue!

Si Ibn Abi Asrun se mostraba tan insistente, tan ávido de respuestas, era porque había encontrado a su mejor testigo. Los otros solo habían tenido visiones imprecisas, parciales, de la escena. Aquí un mandoble, allá una lluvia de flechas, una detonación… Algunas frases cogidas al vuelo. Nada útil. Un mosaico de impresiones. Faltaba el hilo conductor. Y el mameluco parecía tenerlo.

El hombre continuó su declaración, interrumpida por expectoraciones violentas y teñidas de rojo.

– ¿Lo anotáis? -preguntó el cadí a sus escribanos, fulminándolos con la mirada. Luego se volvió al mameluco, cuyo repentino silencio lo había alarmado-. ¿Qué más? ¡Rápido!

Demasiado tarde: el desgraciado se había desvanecido.

– ¡La teriaca! -gritó Ibn Abi Asrun al doctor-. ¡Necesita más! ¡Deprisa, apresúrate! ¡Este hombre está casi muerto!

– No sé si puedo -se excusó el doctor al-Waqqar-.Ya le he aplicado más de lo permitido.

– ¡Puedes, ya que yo te lo ordeno! -explotó el cadí-. ¡Haz lo que te digo o serás tú quien tenga que preocuparse por el más allá!

– Pienso en él todos los días -resopló al-Waqqar inclinando la cabeza.

El doctor administró al mameluco una segunda dosis de teriaca. El agonizante levantó los párpados. Ya no sonreía. Tenía el aire angustiado de un niño despertado en plena noche. Unos feos cercos negros se marcaron bajo sus ojos y su frente se surcó de arrugas. Los labios del moribundo palidecieron de nuevo.

– ¡Habla! -ordenó el cadí.

– Tengo sueño -respondió el mameluco.

– Enseguida dormirás, en tu país. ¡Te lo prometo! ¡Pero antes tienes que hablar! Los asesinos ¿adonde fueron?

El mameluco, demasiado débil para abrir la boca, mostró con un movimiento lánguido de la mano un lugar de la plaza del mercado.

– ¡Id a ver! -ordenó el cadí a dos de sus hombres-. ¡En cuanto a ti, continúa! -gritó al mameluco-. ¡Dime adonde fue el hospitalario!

El mameluco indicó la ciudad baja, y susurró tan bajo que tuvieron que inclinarse sobre su boca para oírlo:

– Una pareja de ancianos, con un perro y un niño, en una carreta tirada por un asno tan pequeño, tan viejo… ¿Cómo es posible?

Sus labios se inmovilizaron tras la pregunta.

– Se acabó -dijo simplemente al-Waqqar.

– Ya lo veo -dijo, ofendido, el cadí-. ¡He visto suficientes combates para reconocer a un muerto cuando lo tengo delante!

– Perdonadme, excelencia, pero ¿qué se hará con el cuerpo de este hombre? Le prometisteis…

– ¡Tiradlo a la fosa común! Que se pudra con los otros.

– A vuestras órdenes -bufó el doctor, mientras apretaba un poco más fuerte la mano del desgraciado mameluco y encomendaba en silencio su alma a Dios a la vez que suplicaba el perdón de Alá.

Ahora el cadí tenía una imagen bastante precisa de los acontecimientos. Pero las razones de la alianza de los templarios con los asesinos todavía se le escapaban. A no ser que ocurriera como en el famoso dicho: «Los enemigos de mis enemigos son mis amigos». Todas las alianzas eran posibles, incluidas las más innobles. Con paso rápido, Ibn Abi Asrun fue a buscar al jefe de su guardia.

– ¿Qué esperáis para enviar a vuestros mejores jinetes en su persecución? Una carreta tirada por un asno viejo, con dos hombres, un niño y una mujer a bordo, no parece difícil de alcanzar, ¿no? Han salido hace dos o tres horas. ¡Y ay de aquel que no ensangriente su espada! -concluyó citando un versículo del Corán.

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