El oficial montó en su caballo, seguido por una cuarentena de hombres que dividió a la salida de la ciudad en tres pequeños grupos. El optó por ir hacia el sur, la región más segura para registrar, ya que se encontraba bajo el dominio de las tropas de Saladino.
Pero el oficial pronto se dio cuenta de que la aparente facilidad de la tarea, «encontrar una carreta tirada por un asno en la que viajaban cuatro personas», ocultaba una trampa: en algunas horas de cabalgada se habían cruzado con un gran número de carretas. La mayoría estaban tiradas por asnos, y muchas llevaban a una pareja de ancianos, un joven y un adulto. El perro debía de haber muerto o había saltado a medio camino. En cuanto al ojo reventado, solo era un detalle… De hecho, su misión le parecía imposible de cumplir.
A menos que hubieran partido hacia el norte.
De todos modos, aquello no cambiaba nada. Y ya que no podía acabar con todos los carruajes que respondían a la descripción, eligió una carreta al azar y dio la orden de ataque. Supondrían que había sido obra de bandidos o de los asesinos (en este sentido, había donde elegir). Después decapitó a uno de los adultos que se encontraban en la carreta y le reventó el ojo derecho con la punta del sable. Luego volvió a trote corto a la ciudad.
Cuando el cadí vio volver al oficial de caballería, la investigación había progresado considerablemente. Además, la plaza del mercado se había limpiado y se habían bloqueado los subterráneos de la ciudad. Allí se habían encontrado grutas que servían de refugio a los asesinos y que la tropa aún seguía registrando.
El oficial saltó de su caballo y se acercó a Ibn Abi Asrun.
– Misión cumplida -dijo con los ojos fijos en sus calzas.
– ¿Y su cabeza? -preguntó el cadí.
– Aquí está.
El cadí, que solo había entrevisto un momento a Morgennes en Hattin, lo reconoció, sin embargo, perfectamente. Encantado, envió una paloma a Saladino con la noticia: Morgennes había encontrado la muerte poco después de haber huido de Damasco en compañía de un mercader judío, que también estaba muerto. Ahora podían concentrarse en el problema de los asesinos y sus nuevos aliados: los maraykhát y los templarios.
Porque temo, una vez llegado, no encontraros tal como os quiero, y que vosotros no me encontréis tal como me queréis, y que haya discordias, fanatismo, celos, rivalidades, calumnias, habladurías, arrogancia y disturbios.
II Epístola a los Corintios, XII, 20
Varias posibilidades se abrían al grupo de la carreta, cuya carga se había doblado desde el paso por el mercado de esclavos. Arguyendo la necesidad de encontrar rápidamente un punto de agua, Masada propuso ir al este, a territorio ismailí, donde ni los cristianos ni los mahometanos irían a buscarlos.
– ¡Por muy buenas razones! -dijo Morgennes-. Por otra parte, tenemos suficiente agua -añadió señalando varios odres llenos.
– ¡Pero no tardarán en encontrarnos! ¡Tenemos que actuar deprisa! -lo apremió Masada, atenazado por el miedo a ser, en el mejor de los casos, vendido también como esclavo (él, que había comprado tantos) y, en el peor, pasado por el filo de un sable.
– Precisamente por eso nos tomaremos tiempo para reflexionar -replicó Morgennes-. No es momento de ir en la mala dirección… ¿Jerusalén?
– ¡Ni pensarlo! -dijo Masada-. La ciudad caerá de un día a otro, si no ha caído ya. Además, está prohibida a los judíos…
– ¿Tiro?
– No es mala idea, pero tendríamos que pasar por las llanuras de Marj'Ayun, Sidón o Paneas, todas ocupadas por los mahometanos.
– En ese caso -dijo Morgennes-, si el este, el sur y el oeste no nos están permitidos, solo veo una solución.
Era evidente que quería ir al norte.
– El Krak de los Caballeros -concluyó.
– ¿Qué es eso? -preguntó Femia, que no había dicho palabra desde su salida de Damasco.
– La principal fortaleza franca en Tierra Santa, un asilo dado por Dios a los hombres de guerra, y más en concreto a los hospitalarios.
– ¿De allí vienes tú?
– Yo pertenecía a la encomienda de Jerusalén. Pero mi deber me obliga a dirigirme a la fortaleza hospitalaria más próxima. El Krak, en este caso.
– ¿Te juzgarán?
– Sin duda.
– ¿No tienes miedo?
– Está en la naturaleza de las cosas que sea juzgado. De modo que tanto da si es mañana por la noche o dentro de un año. Más vale adelantarse a la llamada.
– ¿No hay nada más, al norte?
– El Yebel Ansariya y sus asesinos. Pero, si quieres conservar tu dinero, será mejor que vayamos al Krak…
– ¡Voto por los hospitalarios! -exclamó Masada con entusiasmo.
– Esa es también mi opinión -añadió Morgennes, que no conseguía apartar la mirada del pañuelo que el judío llevaba anudado al brazo-. ¿Dónde encontraste esto?
– En el suelo, en el camino. Un poco antes de Damasco. Junto a un camello destrozado, había varios cadáveres, este pañuelo y la perra.
– ¿Viste el cadáver de una mujer joven?
– No. Solo había hombres y un adolescente. ¿Por qué me haces esta pregunta?
– Por nada -respondió Morgennes, que había creído reconocer el pañuelo de Casiopea.
Los dos hombres intercambiaron una mirada.
Recuerdos que databan del tiempo de Balduino IV volvieron a su mente.
En esa época se habían conocido: Morgennes había ido a ver a Masada a Nazaret para pedirle consejo sobre una reliquia. Por desgracia, el asunto había acabado muy mal. Los dos hombres no se habían vuelto a ver desde entonces y nunca habían hablado a nadie de la misión que los había puesto en contacto. De hecho, muy pocas personas estaban al corriente de la trama en la época, y, en cualquier caso, todas habían perecido ya, con la excepción, tal vez, de Raimundo de Trípoli y Alexis de Beaujeu, el comendador del Krak.
– Para mí, es como si todos estos episodios pertenecieran a otra vida -confesó Morgennes a Masada.
– Es mejor olvidarse de estos recuerdos. Bastante caros los estoy pagando aún.
– Ya te lo he dicho, no te guardo rencor. Al contrario. Incluso puedo ayudarte, te lo prometí…
– ¿Y si dejarais de hablar en enigmas…? -refunfuñó Femia, exasperada-. Desde que os habéis encontrado os lanzáis miradas de reojo y habláis entre vosotros de cosas misteriosas. Se diría que habéis cometido un crimen…
– No andas lejos de la verdad -concedió Masada.
– No diré nada -dijo Morgennes-. Por respeto hacia vuestro marido. A él le corresponde explicaros lo que ocurrió, no a mí. Sabed simplemente que Masada es un hombre generoso, aunque a veces se deje cegar por el cebo del provecho.
– ¡De modo que es eso! -exclamó Femia, como si el hecho de que se tratara de dinero convirtiera el asunto en menos grave y le hiciera merecer su indulgencia.
– ¿Vamos ya? -preguntó con una vocecita tímida el joven esclavo que Masada había comprado en Damasco.
El muchacho seguía en la parte trasera de la carreta, con la perra en brazos.
– Conozco a esta perra, ¿sabes? -dijo Morgennes-. La vi durante mi fuga después de haber sido capturado por los hombres de Saladino en Hattin. Vagaba entre los muertos. No sé si buscaba un amo o comida.
– Tal vez un poco de las dos cosas -dijo el chico.
– Ahora no puede decirse que le falten ni una ni otra -añadió Masada-. Espero que nos esté agradecida.
– Yo no contaría demasiado con ello, la verdad -replicó Morgennes-. Me pareció incluso un poco ingrata. Pero, en fin, esa es otra historia.
– ¿Me la explicaréis?
– Desde luego.
El adolescente estaba encantado.
De hecho, el muchacho se mostraba feliz con todo. Su condición de esclavo no parecía preocuparle. «He vivido cosas peores», decía con una gran sonrisa. Pero nunca sabían a qué se refería. También él tenía secretos dolorosos que se esforzaba en olvidar. En contrapartida, se jactaba de saber hacer un montón de cosas: sandalias, taparrabos, picas, redes, y preparar carnes y pescados. Cuando se presentaba la ocasión, también sabía ocuparse de los animales, pulir un arma y hablar con las damas. La lista de sus talentos parecía interminable. Y el muchacho salpicaba su enunciado con numerosos cumplidos dirigidos a Masada, como: «Realmente me habéis elegido bien», o también: «¡Ni yo mismo lo hubiera hecho mejor!». Lo decía pestañeando con seriedad fingida, con el sol en los ojos.
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