David Camus - Caballeros de la Vera Cruz

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Año 1187, Hattin (Tierra Santa): tras derrotar a la flor y nata del ejército cristiano, el sultán Saladino arrebata a los francos la Vera Cruz, el leño en que se crucificó a Cristo, que siempre había acompañado a los cristianos en sus combates. El caballero hospitalario Morgennes recupera la consciencia entre los caídos en el campo de batalla. Tras ser torturado por los sarracenos, acepta renegar de su fe y convertirse al islam.
Condenado por lo suyos, a modo de redención, parte en busca de la Vera Cruz con la esperanza de que esta dé ánimos a los francos y salvar así Jerusalén. Cuenta en su decisión con el apoyo del sobrino de Saladino, así como con el de una bella y misteriosa mujer de nombre Casiopea, un mercader de reliquias y un joven templario. Su aventura parece destinada al fracaso, pero una fuerza invisible lo acompaña, lo protege y lo guía.
¿Bastará con ella para librarse del más grande de todos los peligros?
«David Camus, el nieto de Albert, se apropia con gran acierto de los recursos del género en esta epopeya medieval. Hallamos en estas páginas la dosis ideal de misterio y de esoterismo.» – L'Observateur
«Una gesta épica que enfrenta la única verdad inexorable, la muerte, con la mayor incerteza: ¿existe algo más allá?» – El Mundo

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Esta escuela tenía sus partidarios. Por suerte, no eran muy numerosos. Y Morgennes no se contaba entre ellos. En el mal para el bien, él nunca veía sino el mal; pues, desde que había nacido el mundo, no se había dejado de anunciar el fin de los tiempos, para mañana, para el fin de la semana próxima, dentro de un año, de diez años, de un siglo… Si todos los profetas de la desgracia que se habían sucedido en la tierra hubieran tenido razón, solo el primero de ellos hubiera podido gritar. Era evidente que todos se habían equivocado. Y, sin embargo, aquello continuaba: ¡no había año, mes ni semana sin fin de los tiempos!

Para los partidarios de la segunda doctrina, había que hacer todo lo posible para ofrecerse y ofrecer a los otros un lugar en el paraíso. Permitir a cada uno conocer, aquí, ahora, una vida mejor con vistas a prepararse para su futura vida en el cielo. Desde luego, ese era el trabajo de los sacerdotes: a ellos correspondía cultivar el campo de las almas, sin duda mal desbastadas, que vivían en este siglo. A ellos incumbía hacer crecer en él el máximo de justos y de santos posibles. Los pretendidos abonos se llamaban «confesión», «sacramento», «bendición», «indulgencia», «remisión»…, y las malas hierbas, «pecado», «simonía», «perjurio», «paganismo», «politeísmo», «impiedad»…

A Morgennes, todo aquello no le decía nada.

El paraíso, si existía, no podía ganarse con el sufrimiento ó con la alegría, no se merecía rezando, no se compraba donando dinero a la Iglesia, al Temple o al Hospital, ni pagando a peregrinos profesionales para que fueran a rezar a Jerusalén por cuenta de otro. La tumba de Jesús no era un lugar, era una imagen, una idea. Un estado de espíritu. Poco importaba, por otra parte, la tumba de Jesús, o Jerusalén, o la Santa Cruz… ¡Poco importaba el propio paraíso!

Todo lo que Morgennes había atravesado para permanecer con vida, su negación de la fe, su condenación, su deshonor, perdía su sentido.

Sintió que una gran rabia crecía en su interior, una rabia venida directamente de su juventud, cuando escupía y mostraba el puño a las nubes, allá arriba en el cielo, sin saber por qué. Una rabia incomprendida y tal vez incomprensible, una sed de ser que había creído extinguida o, mejor dicho, atenuada, controlada, cuando estaba en el Hospital y, antes de eso, cuando había partido a la Tierra Prometida, e incluso antes, cuando había entrado al servicio de Felipe de Alsacia, y aún más atrás, cuando había abandonado… ¿qué?, ¿a quién? No lo recordaba. ¿A qué antes, a qué tiempo pasado había que ir para encontrar la paz? ¿Existía esa paz realmente en algún sitio? ¿Y la rabia? La rabia, a decir verdad, no se había extinguido. Era como esos fuegos que parecen reducirse en el hogar, que menguan hasta hacerse cenizas, y luego llega un soplo de viento, unas ramitas que caen, una mano que atiza las brasas, y la llama vuelve a surgir con fuerza. Bajo la ceniza había una brasa. Todavía incandescente. Estaba dormida, y la habían despertado, y alimentado luego.

Morgennes seguía sin haber encontrado la paz. No obstante, no experimentaba aquellos arrebatos salvajes que a menudo sufrían los otros caballeros, o sus enemigos, y que los hacían arrojarse unos contra otros frenéticamente, lanzando gritos de hiena, encantados de sumergirse en el combate, sin saber ya por qué peleaban. No era porque no se aplicara en la lucha, pero se esforzaba, en cuanto le era posible, en mantener la cabeza fría.

Después de lo que había hecho, ir al paraíso o al infierno le importaba bastante poco. Había que encontrar la Vera Cruz. A menudo se esforzaba en rezar, tendía a convertirse en un movimiento, una idea fija sobre no sabía qué; rezaba sin pedir nada, sin pensar ni un instante que podía pedir algo, lo que resultaba extraño si se lo conocía, y no podía explicarse.

Para él, la oración era lo más difícil que pudiera haber. Saber rezar bien no se enseña; no es un impulso del corazón, ni un impulso del alma, ni el recitado de los salmos, por más que esto pueda ayudar. Orar es otra cosa. No habría sabido decir qué; pero lo duro no es creer en Dios sino rezar. Dios es lo accesorio.

De pronto, unos guijarros rodaron bajo las pezuñas del asno y luego bajo las ruedas de la carreta. Femia dormía. Masada, por su parte, seguía sosteniendo las riendas de Carabas, que proseguía su camino a paso lento. Morgennes se sintió observado, pero ¿cómo no sentirse observado en el Yebel Ansariya, donde el Krak te rodea por todas partes? ¿Qué podían hacer? ¿Retroceder? No, era demasiado tarde, ya no tenían elección. Debían continuar.

De repente, el grito de un pájaro llamó la atención de Morgennes, que levantó la cabeza y vio volar por encima de ellos a un halcón inmenso, con las alas desplegadas. «Decididamente -se dijo-, hoy todo me recuerda a Casiopea…»

Entonces tuvo un mal presentimiento.

– ¡Baja! -susurró a Yahyah para animarlo a buscar un refugio.

– ¡Es inútil! -dijo una voz-. ¡Estáis rodeados!

Femia se despertó y se arrebujó en su manta de lana. Morgennes mantuvo la calma y Masada se lamentó: «¡Jerusalén! ¡Oh, Jerusalén! ¡Todo ha acabado para nosotros! Oh, Dios mío, ¿qué he hecho?».

Media docena de ballesteros e infantes salieron bruscamente de las tinieblas, con las armas en la mano, y los rodearon: era la guardia del Krak. A esas horas, la guarnición de la plaza fuerte ya estaría enterada de su llegada, aunque no supieran todavía quiénes eran.

Otra voz se elevó en la oscuridad. La de un hombre armado. No veían de él más que los reflejos de su espada larga, atenuados por la nogalina con que la había untado para ocultar su brillo.

– ¿Mahometanos o cristianos? -preguntó con una voz que el frío hacía temblar.

– Mahometanos, me temo… -dijo Morgennes.

– Entre otros -añadió Masada.

– Acercaos a la luz…

Morgennes se adelantó.

El ojo de buey de una linterna ciega se abrió e iluminó su rostro con un fino haz de luz. Morgennes se sintió estudiado con interés.

– ¡Messire Morgennes! ¡Si os decían muerto!

Morgennes levantó la mano para protegerse los ojos y distinguir a quien le hablaba, pero la luz lo había cegado. La voz, sin embargo, no le era desconocida.

Preguntó:

– ¿Emmanuel?

– Soy yo, mi buen sire -respondió la voz con emoción.

El antiguo escudero de Morgennes dio dos pasos al frente. Ahora llevaba el manto negro con la cruz blanca de los caballeros del Hospital, y su porte había ganado autoridad.

– ¡En fin, veo que te has convertido en un hombre! -dijo Morgennes al verlo.

– Sí -respondió Emmanuel, que se sentía culpable por no haber sido armado caballero por el hombre de quien había sido escudero durante tantos años-. El hermano comendador Alexis de Beaujeu me hizo caballero el día de la Asunción de Nuestra Señora… El Krak estaba muy necesitado de hermanos, y nadie pensaba que volveríamos a veros aquí abajo…

– Ya ves que aún estoy con vida -dijo Morgennes.

Con el rostro cubierto de lágrimas, Emmanuel se acercó a Morgennes, que así pudo mirarlo mejor. Físicamente no había cambiado. Su rostro rubicundo le seguía dando aquel característico aire infantil, atenuado ahora por una tupida barba negra. Su boca temblaba. No dejaba de repetir:

– Sois vos, sí, sois vos…

Súbitamente palideció, como si se encontrara ante un aparecido.

– ¿Qué le ha ocurrido a vuestro ojo?

– Un mahometano me lo quitó…

– Por cierto, ¿por qué me habéis dicho hace un momento que erais mahometanos?

– Porque es lo que soy-respondió Morgennes.

Emmanuel lo miró sin comprender.

– ¿No estáis enterados? -se sorprendió Morgennes.

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