– Noble amigo, procura decir la verdad acerca de todas las cosas sobre las que te preguntemos, porque si mientes, y luego se prueba que has mentido, se te cargará de grilletes, se te hará gran vergüenza y serás expulsado por ello de la casa.
Luego le preguntó quién era y cuánto tiempo hacía que había revestido la armadura de la obediencia. Morgennes respondió lo mejor que pudo, y Beaujeu prosiguió:
– En el seno del Hospital, ¿cuál era tu papel?
– Guardar la Santa Cruz.
Algunos de los hermanos caballeros se mostraron sorprendidos: acababan de llegar de refuerzo, de Provenza, de Francia o de Inglaterra, y no conocían a Morgennes. Les impresionaba que aquel hombre fuera uno de los guardas encargados de velar por la Santa Cruz, y les horrorizaba que hubiera podido traicionarla.
El interrogatorio continuó durante algún tiempo, y luego, cuando cada hermano hubo interrogado suficientemente a Morgennes, Beaujeu declaró:
– Nobles y buenos señores hermanos, me cuesta creer lo que nos explica el noble y buen hermano Morgennes. Sin embargo, lo conozco, y no es hombre para mentir ni ocultar verdades incómodas. Lo que nos describe es, en efecto, abrumador: mientras nuestros hermanos, sus compañeros de armas, entregaban el alma permaneciendo fieles a Cristo y morían como mártires, él renegaba de su fe y se convertía en infiel. Noble y buen hermano Morgennes, antes de resolver sobre lo que has hecho, ¿puedes asegurarnos que no sufriste un golpe de calor, de manera que la cabeza te dio vueltas y así las palabras que pronunciaste fueron dichas solo con los labios y no con el corazón?
– Lo que dije, dicho está -respondió Morgennes-. Con los labios o con el corazón, para mí no supone ninguna diferencia.
– Noble y buen hermano, piensa bien en lo que dices, porque son palabras graves -prosiguió Beaujeu-. He pedido al hermano capellán que venga para que te desligue de tu profesión de fe y del juramento que hiciste a Saladino.
– Perdóname, noble y buen sire, señor comendador, pero solo Saladino puede desligarme de este juramento. Por mi parte, le seré fiel. O no tendría honor.
– ¡Hermano! -se indignó el hermano capellán-. ¡Por el amor de Nuestro Señor Jesucristo, te conjuro! ¿Quieres ser expulsado de la orden y acabar tus días en una celda?
– No -dijo Morgennes-. Pero si es lo que debe ocurrir, que así sea.
– ¿No quieres que ocurra de otro modo? -preguntó el hermano capellán, bajando el tono.
– Claro que sí -respondió Morgennes-. ¿Quién no lo querría? Pero yo he actuado en alma y conciencia, conforme a los signos que he creído recibir de Dios.
– ¿De qué signos hablas?
– Poco antes de convertirme, pedí a Dios que me iluminara…
Los leños crujieron en el hogar, y Morgennes se interrumpió. Lo que había leído en la ausencia de signos, en Hattin, era que Dios le pedía que continuara. Pero ¿a quién podía confiar aquello? ¿Tenía siquiera derecho a hacerlo? ¿Quién lo comprendería? En la duda, prefirió callar, y dijo simplemente:
– Es algo entre Dios y yo.
– Permíteme que te recuerde, noble y buen hermano Morgennes, la inscripción grabada en uno de los pilares de la galería que conduce a esta sala: Sit tibi copia, sit sapientia, formaque detur inquinat omnia sola, superbia si comitetur . ¡Guárdate del orgullo! ¡No te creas superior a tus hermanos! Aquí todos somos pecadores, y todos pedimos perdón a Dios, a Nuestra Señora y a nuestros hermanos por lo que hemos hecho. ¡Arrepiéntete, hermano Morgennes!
– Me arrepiento -dijo Morgennes-. Imploro la piedad de Dios y de Nuestra Señora, y la vuestra, hermanos míos, porque he faltado renegando de Dios. Pero sabed, nobles y buenos hermanos, que no lo hice por orgullo o por odio hacia la Vera Cruz.
– ¿Qué quieres decir? -le preguntó uno de los hermanos con un fuerte acento sajón.
– Confieso no haber querido morir; es el primer punto… Comprendo a mis compañeros de armas, muertos en nombre de Cristo, pero me encontraba sometido a un dolor vivísimo: la Santa Cruz acababa de ser tomada, yo había faltado a mi deber de soldado, de cristiano. Me pareció que no tenía derecho a morir sin tratar de arreglarlo, a no ser que sacrificara el poco honor que me quedaba…
– ¿Y quién nos dice que no tuviste miedo de morir y que por ello preferiste convertirte? Hablas de sacrificio donde yo veo más bien orgullo y miedo -dijo uno de los hermanos caballeros.
– Tal vez me equivoqué, es cierto, pero pensé en la Santa Cruz. No me sentía digno de morir en nombre de Cristo mientras ella estaba en manos de los sarracenos. Mi conversión me pareció poca cosa al lado de esta tragedia, con tal de que la Vera Cruz fuera recuperada.
Este último punto interesó vivamente al hermano comendador, que preguntó enseguida a Morgennes:
– Así pues, ¿tu conversión no era sincera?
– Que fuera o no sincera no supone ninguna diferencia.
– ¡Pero si ahí reside justamente toda la diferencia! -se exasperó el hermano enfermero.
– Entonces sea, admitamos que fue sincera, ya que renegué de Dios y escupí a la cruz.
– ¡Escupiste a la cruz! -dijo el hermano capellán, ahogándose de indignación-. ¡Es un pecado inexpiable! ¡Pido que se excluya a este hombre de la orden y que se lo encierre con los benedictinos o los agustinos, poco importa, con tal de que sea expulsado de aquí enseguida! ¡No contento con ser lapso, este hombre es un demonio!
– Calma -dijo el hermano comendador-. Os recuerdo, noble y buen hermano capellán, que no se debe alzar la voz aquí.
Por otra parte, todos hemos comprendido lo que hizo el hermano Morgennes. Escupiste a la cruz para que te dieran de beber, ¿no es así? -preguntó a Morgennes.
– No, en absoluto -respondió este-. Lo siento profundamente, noble y buen sire comendador, pero si pedí de beber fue para poder escupir y no porque tuviera sed. Mi decisión ya estaba tomada. Esa es la verdad.
Morgennes miró a sus jueces, que lo observaban fijamente en medio de un pesado silencio.
Raimundo de Trípoli no se atrevía ya a mirarlo ni a enviarle, como al principio, pequeñas señales de ánimo.
En el hogar, los leños se habían consumido por entero. Por las aberturas, en lo alto de la sala, los primeros rayos del día habían hecho su aparición, y la hora de tercias había sonado.
Hacía más de tres horas que oían a Morgennes.
Más de tres horas en las que sus defensores habían hecho todo lo posible por salvarlo, y sus detractores, cada vez más numerosos, se preguntaban ya por qué aquello estaba durando tanto…
Morgennes ya solo contaba con tres aliados en el tribunal de penitencia: el hermano comendador, el hermano mariscal y Raimundo de Trípoli, que no votaría por no pertenecer al Hospital.
– El asunto está claro -dijo el hermano enfermero-. Este hombre no está en sus cabales. Hay que encerrarlo.
– Enviémoslo de vuelta a Occidente -aventuró otro hermano que hasta ese momento no había hablado apenas.
– Silencio, mis buenos hermanos -dijo Beaujeu-. Os pediré ahora que votéis, que Dios nos ayude a cumplir con nuestro deber.
Hicieron salir a Morgennes, para que el voto de cada uno de los miembros del tribunal permaneciera secreto, y luego los hermanos se fueron expresando uno por uno.
– Dos días de ayuno, una pena de disciplina el domingo durante seis meses si se arrepiente, y si no, la pérdida del hábito, definitiva -dijo el primero de los hermanos caballeros.
– La pérdida del hábito durante un año si se arrepiente -dijo el hermano submariscal-; si no, la pérdida de la casa, definitiva.
– La pérdida de la casa, definitiva -dijo el hermano capellán.
– La pérdida de la casa, definitiva -dijo un segundo hermano caballero.
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