– Exactamente -dijo Beaujeu-. Una caravana que transporta más de doscientos mil besantes de oro, es decir, el rescate de un rey, que nos prestan nuestros hermanos del hospicio de Sansón, en Constantinopla, se dirige en este mismo momento hacia nosotros. Una de nuestras patrullas, conducida por el antiguo escudero de Morgennes, el hermano Emmanuel, acaba de partir a su encuentro. Una vez que el oro se encuentre en nuestra posesión, rescataremos la Vera Cruz de manos de Saladino.
– ¿Quién os ha dicho que el oro le interesaba? -le espetó Trípoli.
– ¿Será Saladino diferente de los otros? -replicó Alexis de Beaujeu.
– No es oro lo que necesitáis, sino a un hombre. Y ese hombre es Morgennes.
– Pero el trato del Papa…
– ¡Es indigno de un Papa! Perdonadme, noble y buen sire comendador, pero hacer competir así al Temple y al Hospital es volver al concilio de Troyes de 1128, en el que se adoptó la regla de los templarios; es ensuciar la memoria de Calixto II, que encargó a la orden de los hospitalarios la defensa del Santo Sepulcro, y es hacer poco caso de Inocencio II y Eugenio III, que otorgaron, el uno, sus privilegios a los templarios, y el otro, el honor de llevar la cruz. Finalmente, es condenar a muerte a las dos órdenes y al reino franco de Jerusalén, cualquiera que sea el resultado de este innoble trato.
– Señor, noble y buen hermano comendador -intervino Morgennes-, ¿de qué trato habláis?
Trípoli le resumió todo el asunto y luego concluyó:
– Roma se cansa de Jerusalén. ¡Roma está harta de esta ciudad que le hace sombra, de esos reyezuelos, principitos, barones y condes que lloran y se lamentan porque Saladino los amenaza! Roma ya no soporta que el Hospital y el Temple sean tan poderosos. Esto ofende al clero. Quiere castigarlos y recordar a todos quién manda. ¡Y nunca consentirá que la política de Oriente se haga en Jerusalén antes que en Roma! ¡Para eso, mejor no hacerla en absoluto!
– Esta es, por desgracia, la triste verdad -señaló Alexis de Beaujeu-. Su Santidad Urbano III permitirá a aquella de las dos órdenes que recupere la Vera Cruz continuar existiendo. La otra será disuelta, y sus bienes se repartirán a medias entre la orden vencedora y Roma.
– ¡Y por eso precisamente afirmo -dijo Trípoli, jadeante- que las dos órdenes, Roma y el reino de Jerusalén están perdidos para siempre! ¡Para siempre! ¡Malditos por culpa de un papa que se preocupa más por el Sacro Imperio que por el Santo Sepulcro!
– Nuestro deber -intervino Morgennes- es recuperar la Vera Cruz, cualesquiera que sean las expectativas de Roma, y devolverla a Jerusalén.
– ¡Roma la quiere para ella! -se lamentó Beaujeu, desesperado.
– ¿Qué queréis decir, noble y buen hermano comendador? -preguntó Eschiva de Trípoli, a quien intrigaban esas historias político-religiosas.
– ¡Que Roma está celosa! Y que tiene miedo de Saladino. ¡La excusa invocada es que en Jerusalén la Vera Cruz puede caer en cualquier momento, mañana, dentro de un año o dentro de un siglo, en manos de los infieles! La verdad es que un fragmento de cruz ya no le basta y que quiere acapararla toda; ¡como Constantinopla antes que ella se la había apropiado, al mismo tiempo que un millar de reliquias!
– Dejadme partir en su busca -propuso Morgennes-. Noble y buen hermano, te conjuro a que lo hagas. Para mí significa la ocasión de redimirme, es incluso el objeto de mi sacrificio. Nadie tiene más deseos que yo de encontrarla, nadie tiene más necesidad, nadie es más capaz de hacerlo. No olvides que yo era uno de sus guardianes y que la conozco bien.
– Y fallaste -dijo Beaujeu.
– Todos fallamos -dijo Morgennes-. Dios me guiará…
– Eres demasiado orgulloso -objetó Beaujeu.
– Déjame partir. Si la encuentro, el Hospital ganará gloria y prestigio. Si fracaso, nadie os lo reprochará. Después de todo, ya no soy de los vuestros.
Este último argumento pareció convencer al hermano comendador, que se sentó también en el lecho de Trípoli. Ahora los cuatro estaban en el lecho de Eschiva y Raimundo de Trípoli, sentados unos, tendido el otro. Todos parecían agotados, hasta el perro de Trípoli, que lanzó un largo y profundo suspiro, metió la cabeza entre las patas y volvió a dormirse.
– Para nosotros, noble y buen Morgennes, estás como muerto -dijo Beaujeu-.Te creíamos fallecido y reapareces. Te creíamos cristiano y te haces infiel. Eras uno de nuestros hermanos y ya no lo eres. ¿Qué hacer? Lo cierto es que no podemos encargarte una misión de esta importancia sin disgustar a todos nuestros hermanos, por no hablar del capítulo principal, en Jerusalén.
– ¿Cuántos hermanos han ido ya en su busca? -preguntó Morgennes.
– Una decena de hermanos caballeros, sus hombres, sus escuderos. Cerca de un centenar de soldados en total.
– ¿No han encontrado nada?
– Nada, hasta el momento. Pero hace menos de una semana que partieron.
Alexis de Beaujeu se acarició la barba.
– Escucha, la caravana debe llegar esta noche. Mientras esperamos, ¿por qué no vas a tomar un baño?
Morgennes tuvo la impresión de que le arrancaban un peso enorme del pecho. Se levantó y saludó a Raimundo de Trípoli, que le estrechó la mano y le dijo:
– Ayer tuve un sueño. Un ángel se me apareció, y lo que me dijo me aterrorizó. Morgennes, Dios se pregunta si lo has olvidado.
Morgennes permaneció en silencio.
– En verdad -continuó Trípoli-, la Santa Cruz no se ha perdido sino para ser hallada de nuevo por ti. Vuelve a encontrar la fe y hallarás la cruz. Y entonces estaremos salvados.
[…] y pelearán hermano contra hermano, amigo contra amigo, ciudad contra ciudad, reino contra reino.
Isaías, XIX, 2
Emmanuel trató de orientarse.
Aquella parte de la región era nueva para él. Por suerte, Alexis de Beaujeu había incorporado a su patrulla un auxiliar que había nacido en la zona. El hombre le aconsejó que continuara más al sur, por la llanura de la Bekaa, y se dirigiera luego al oeste, hacia el mar y las plazas fuertes templarías de Chastel Rouge y Chastel Blanc.
– Es la ruta habitual cuando se llega de Trípoli -dijo-. Si la caravana ha seguido la línea de la costa, ha debido de pasar por allí…
– Espero que no -dijo Emmanuel.
De hecho, la idea no le gustaba en absoluto.
– Tal vez en épocas normales sea el camino más seguro, pero prefiero evitar a los templarios. Dios sabe lo que serán capaces de hacer desde que el Papa nos ha encargado encontrar la Santa Cruz…
– Pero la caravana…
Con un gesto, Emmanuel ordenó al guía que callara, y luego, nerviosamente, miró el estandarte de san Pedro que el enviado del Papa les había dejado la semana anterior, cuando había ido a verlos al Krak. El pabellón del papado flotaba orgullosamente junto al de los hospitalarios, negro con una gran cruz de plata. Emmanuel no pudo evitar pensar: «Bien por los colores, cuánta discreción». Porque, en efecto, aquellos emblemas proclamaban tan claramente que el Hospital había partido en misión para el Papa, como si hubieran tocado los tambores y soplado las bocinas.
«En fin -se dijo-, de todos modos nos proporcionarán protección.»
Y después: «Dios ya ha hecho su elección».
Si solo hubiera dependido de él, habría ordenado el repliegue: ya habían esperado bastante. Pero las órdenes eran claras: «Id al encuentro de la caravana, encontradla y luego conducidla hasta nosotros». Aunque lo cierto era que hacía horas que patrullaban entre el Krak y El Kamel, sin atreverse a ir más al oeste, hacia la costa, y la caravana no se veía por ningún lado.
El Kamel había cerrado sus puertas; la ciudad se replegaba sobre sí misma para protegerse de las bandas de merodeadores y de los sarracenos. Tampoco allí habían visto ninguna caravana, exceptuando las de las tribus de beduinos que iban a aprovisionarse de víveres y agua. Pero ni rastro de una caravana de camellos conducida por hospitalarios.
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