Entonces se reagrupaban en torno al gonfalón de su orden, aguzaban el oído, miraban en todas direcciones y trataban de prevenir la llegada de un peligro que sentían inminente. Por eso caminaban con la lanza sobre el muslo y el escudo ante el pecho, a pesar de la fatiga y de un embotamiento cada vez más intensos.
Cabalgaron así toda la jornada. De vez en cuando dos hermanos salían al galope para reconocer el terreno, ascendían a un montículo y volvían rápidamente hacia sus compañeros, después de haberse asegurado de que no había ningún enemigo a la vista. Los camellos, unidos por correas, avanzaban calmosamente. Los cofres que llevaban sujetos a las jorobas les daban un aire de bestias fabulosas con las alas replegadas.
Los animales eran conducidos por unos turcos que les hablaban una lengua incomprensible, hecha de chasquidos de la lengua, acentos guturales y golpes de vara, lenguaje este último que los camellos comprendían perfectamente, y al que respondían con bramidos.
El sol estaba alto en el cielo cuando, en las proximidades de un pueblo en ruinas, el hermano Galván levantó la mano y dijo a sus hombres:
– ¡Hagamos un descanso, señores hermanos que Dios guarde!
Luego, dos hermanos se destacaron de la caravana y salieron en patrulla en dirección al este. Al ver que la bruma se hacía más densa, Galván les gritó:
– ¡Si encontráis cualquier cosa, tocad el cuerno!
Los auxiliares reagruparon a los camellos en una casa de muros derruidos y se sentaron, algunos sobre un lienzo de muro caído y la mayoría directamente en el suelo, donde podían verse todavía rastros de los desaparecidos habitantes: pedazos de camas rotas, patas de mesas y de sillas calcinadas, fragmentos de cerámica, jirones de ropa. Todo el mundo sacó de sus alforjas un cuchillo, una escudilla, un pan y un frasco de vino. Y uno de los hermanos llamó a los hombres para que recogieran por turno su porción de carne. Cuando todos tuvieron qué comer, un hermano recitó unos padrenuestros y la comida empezó.
En ese momento, un extraño silencio se abatió sobre ellos. Incluso el viento había callado.
El hermano Galván ordenó a sus soldados que se equiparan y se levantaran. El mismo, ayudado por su escudero, montó a caballo e invitó a los hermanos caballeros a que hicieran lo mismo. Tal vez no fuera nada, pero aquel silencio no era normal.
De la bruma salió un jinete.
No debía encontrarse ni a veinte varas, y sin embargo no lo habían oído. La bruma había amortiguado el ruido de los cascos de su caballo y el tintineo de su armadura. El jinete avanzaba, imperturbable y mudo, en dirección a ellos.
Galván decidió no esperar y cargó, con la lanza en la mano y el escudo a punto. Cuando estuvo a solo unos pasos del jinete, vio que llevaba una armadura completamente blanca, un escudo blanco y un manto blanco. También su yelmo era inmaculado, al igual que el caballo. Finalmente -detalle interesante- llevaba una lanza en cuyo extremo ondeaba un estandarte: el vexilum de san Pedro. Galván, algo más esperanzado, preguntó al misterioso jinete:
– ¿Quién eres y qué vienes a hacer aquí?
Por toda respuesta, el jinete bajó la lanza y apuntó a la caravana. La mayoría de los hermanos ya habían vuelto a montar y estaban dispuestos para cargar a una orden de Galván.
– ¿Qué caravana es esa? -preguntó el jinete blanco.
– No es asunto tuyo -dijo Galván-. Dinos quién eres o sigue tu camino.
– He venido a advertiros -replicó el jinete-. Dadnos vuestro oro o moriréis.
– Entonces, ¡prepárate para combatir! -respondió Galván.
El hospitalario espoleó a su caballo y cargó, pero la montura del misterioso jinete blanco eludió el choque con un movimiento brusco. Luego, un silbido vibró en el aire y una flecha fue a clavarse en el pecho del hermano Galván. Sorprendido, pero no desmontado, el hospitalario observó las barbas del cuadrillo que le perforaba el pecho y esbozó una sonrisa -la última- al ver que eran blancas. Galván comprendió que iba a morir; sin embargo, no sintió ningún miedo, ningún dolor. Las barbas del cuadrillo se cubrieron de rojo. Galván trató de gritar para advertir a sus hermanos, pero de sus labios no salió ningún sonido; solo un poco de sangre viscosa. Luego, un segundo disparo le atravesó la cabeza y cayó al suelo. El relincho de su caballo fue la señal de carga para los hospitalarios.
Varios de ellos se lanzaron contra el jinete blanco, que volvió grupas y huyó en dirección a la montaña.
Algunos hospitalarios lo persiguieron, pero, al llegar al nivel del cadáver de Galván, se detuvieron y recuperaron su caballo. En el campamento se organizó la resistencia. Los hombres crearon un perímetro de seguridad en torno a los camellos.
Uno de los hospitalarios -el hermano Jocelin, que en ocasiones hacía de segundo de Galván- gritó a los turcópolos:
– ¡Cortad las ligaduras de los cofres! ¡Colocadlos en el centro y haced que los camellos se tumben alrededor!
Solo había visto un jinete, pero sabía que no había sido él quien había matado a Galván; y tampoco la patrulla los había alertado ni había dado señales de vida desde que había partido. Había llegado el momento de mostrarse a la altura de los años de entrenamiento que habían seguido y dar prueba de disciplina.
Los quince arqueros turcópolos colocaron una flecha en sus arcos y se dispusieron a tirar. Pero ¿hacia dónde? ¿Hacia qué adversarios? No se veía a nadie.
– ¡Caballeros! -ordenó Jocelin-. ¡A la silla!
Mientras los arqueros se agachaban detrás de los camellos, cuyas jorobas formaban una especie de almenas, otros montaron con los cofres unas pequeñas murallas y se protegieron allí, armados con un arco y una espada corta.
Algunos hospitalarios y hermanos sargentos escrutaron el horizonte, inquietos y atentos.
– ¡Dame tu cuerno! -ordenó Jocelin a uno de los hermanos.
El hospitalario se llevó el cuerno a la boca y sopló con todas sus fuerzas. ¿Podría oírlo la patrulla enviada por el Krak? El lúgubre canto del olifante se perdió en la bruma; luego unas formas oscuras aparecieron en torno a ellos, como si surgieran de los desgarrones de un paño de seda.
Había varios centenares, parecidas a manchas repugnantes e incoherentes; llegaban a pie, a caballo o a lomos de dromedario; algunas se arrastraban como serpientes, otras corrían, brincaban, saltaban lanzando aullidos horribles. Las sombras convergían hacia los hospitalarios viniendo de todos lados a la vez. Era como si los fantasmas de los habitantes del pueblo hubieran vuelto para desalojar de allí a los vivos.
En la niebla, un tambor resonaba marcando un ritmo lento, profundamente inquietante. Jocelin sopló de nuevo en su cuerno, dio orden a los arqueros de tirar, blandió su lanza y aulló:
– ¡Diez jinetes conmigo para una carga!
Los jinetes saltaron por encima de los camellos agachados y cargaron contra las formas negras.
– ¡Por san jorge! ¡Por san Miguel! -gritó Jocelin.
– ¡Montjoie! -respondieron sus hermanos.
Los hospitalarios se lanzaron contra sus asaltantes, los derribaron, volvieron grupas. Tiraron las lanzas rotas, soltaron los escudos y, desenvainando la espada, la descargaron contra la masa turbulenta que formaban sus adversarios. Cortando, amputando, seccionando, abrieron un canal de sangre en aquel mar de carne y de aullidos, luchando encarnizadamente por atravesarlo, por dispersarlo y devolverlo a la niebla de donde había surgido.
El hermano Jocelin peleaba como un auténtico diablo; nunca había tenido que enfrentarse a unos locos furiosos como aquellos. Muchos iban armados con una simple daga y, sin embargo, todos atacaban con frenesí, golpeando una y otra vez a los hermanos que ya habían caído, llegando hasta lavarse en su sangre y dar gracias a Alá por haberles ofrecido aquel maravilloso combate. Jocelin descargaba golpes vigorosos con el pomo de su espada contra los que trataban de derribarlo de la silla y lanzaba potentes puntapiés contra los que trataban de apuñalar a su montura. Cuando estaban en el suelo, su caballo los pisoteaba, y, si por casualidad huían, Jocelin los atravesaba con su arma.
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