Tan bien lo hizo el hospitalario, que finalmente se encontró al otro lado de las líneas enemigas; pero, por desgracia, se hallaba solo.
Miró a diestro y siniestro y vio que, tras él, el combate continuaba. Sus hermanos parecían arrollados por los asaltantes, tan numerosos que los hospitalarios desaparecían bajo la masa aullante. Jocelin quería saber quién se ocultaba tras el yelmo del misterioso jinete blanco. Estaba ansioso por probar en él el filo de su pesada espada, chorreante de sangre. ¡Blandir el estandarte del papado y acometer a unos cristianos! ¡Clamar el nombre de Cristo y atacar a sus fieles! ¡Aliarse con mahometanos! ¡Peor aún, con asesinos!
Jocelin concedió una pausa a su montura para que se recuperara y registró los alrededores con la mirada. Aquella chusma no le interesaba, lo que quería era golpear la cabeza.
Un movimiento en la bruma atrajo su atención. Parecía una asamblea de fantasmas montados a caballo. Los jinetes se mantenían inmóviles como espectros, como una mancha blanca en medio de la niebla. «¡Por el pecho de Cristo ensangrentado!», exclamó Jocelin. Y espoleó tan ferozmente a su montura que los flancos del animal se tiñeron de rojo. El caballo alargó la cabeza hacia adelante y partió a galope tendido.
– ¡Montjoie! -aulló Jocelin levantándose sobre los estribos, blandiendo la espada por encima de su cabeza, dispuesto a golpear.
Los espectros se desplegaron en una gran línea recta; trataban de envolverlo para cogerlo por la espalda y cortarle la retirada. «Qué importa -se dijo Jocelin-. No he elegido huir.»
Luego la línea se animó y vino a su encuentro a todo galope, proyectando terrones de tierra tras de sí. Pero lo horrible de aquello, lo que hizo vacilar el brazo del hermano Jocelin, fue el grito que lanzaron con una sola voz, con una sola alma:
– ¡Montjoie!
La carrera de Jocelin se vio frenada de pronto y su brazo se dobló.
«¡Montjoie!», gritaron sus enemigos lanzándose hacia él. «¡Montjoie!», gritaron mientras bajaban sus lanzas, con el escudo apoyado contra la silla.
Jocelin, por su parte, no sabía qué gritar. No pudiendo resolverse a pelear contra cristianos, el hospitalario cerró los ojos y se dispuso a recibir en el pecho el hierro de una lanza. El impacto lo hizo saltar de los estribos y lo envió lejos, por detrás de su caballo, que enseguida dejó de galopar. La lanza se había clavado en uno de sus pulmones, después de haber agujereado la cota de malla y el gambesón. Jocelin no podía respirar. El aire se escapaba de su caja torácica con silbidos espantosos entremezclados con gorgoteos líquidos. Abrió la boca, incapaz de decir nada. Sus pensamientos se nublaban, llenos de ideas confusas. Luego distinguió un curioso caballo de capa roja, tan roja que parecía una llama. Un hombre vestido de negro lo montaba. Llevaba como armadura una extraña coraza de cadenas mezcladas a su carne y blandía una de esas espadas que se conocen como «bastardas» porque se manejan tan bien con dos manos como con una sola. El hombre miró a Jocelin, que lanzó su último suspiro.
El hermano sargento llamó a Emmanuel con la voz vibrante de terror:
– ¡Hermano caballero! ¡Por aquí!
Emmanuel volvió grupas y se dirigió hacia él. Sus auxiliares lo siguieron. Hacía ya dos horas que cabalgaban en la niebla, sin pasar nunca del trote para no perderse. La bruma era tan densa que recordaba a Emmanuel la que bañaba los bosques de su Oise natal, sumergiendo hasta las copas de los árboles. O, mejor, aquellos fuegos de matorral de siniestra memoria que los sarracenos habían prendido en Hattin para cegar y ahogar a los cristianos con la humareda, que el viento empujaba en su dirección. El aire se había vuelto tan negro que Emmanuel había perdido de vista la Vera Cruz, a Morgennes y al estandarte de la orden.
Entonces había tratado de alcanzar el gonfalón con la cruz de los templarios, pero la enseña había caído. Conforme a las exigencias de la regla, y no viendo por ningún lado banderas de socorro, ni del Temple ni del Hospital, Emmanuel se había esforzado por unirse al estandarte de la casa cristiana más próxima; primero a la del rey de Jerusalén, y luego, al no encontrarla, a la de Raimundo de Trípoli.
Aquello le había salvado la vida.
Desde entonces, para él, y para todos los cristianos de Oriente, Hattin tenía un sabor a calor y a muerte, a revancha que esperaba. Y ese era el sabor que sentía en la boca mientras se acercaba al hombre que había gritado.
– ¡Hermano Emmanuel, mira!
El hermano sargento, envuelto en su manto negro con la cruz roja, señaló con el dedo dos cuerpos tendidos a diez pasos uno de otro; el uno con el rostro vuelto hacia el suelo, y el otro, hacia el cielo. El primero llevaba el manto negro con cruz blanca del Hospital; y el segundo, unas bragas de cuero idénticas a las que daba el Hospital a los turcópolos que empleaba.
– ¿De qué han muerto?
Un auxiliar bajó del caballo para observarlos de cerca.
– ¡Tienen un cuadrillo de ballesta clavado en la coraza, al nivel del torso! Y diría que este -añadió señalando al hospitalario- ha sido arrastrado por su montura…
Emmanuel desmontó a su vez y observó a los muertos.
– No los conozco, pero debían de formar parte de la caravana encargada de traernos el oro…
De pronto, los sombríos acentos de un cuerno hicieron vibrar el aire a cierta distancia.
– ¿Oís? -preguntó Emmanuel.
Y luego, volviendo a montar, ordenó:
– ¡A la silla!
Partieron al galope en la bruma. Pronto las formas negras del pueblo en ruinas se recortaron en el horizonte, siniestras y retorcidas, humeantes en algunos lugares.
– ¡Por aquí! -gritó Emmanuel-. ¡Y mantengámonos alerta!
Los hospitalarios sujetaron sus lanzas con más fuerza y apretaron las enarmas de sus escudos, seguros de que el combate estaba próximo.
Aquí y allá yacían restos humanos: cuerpos sin cabeza o sin brazos, torsos y cráneos hendidos, atravesados de parte a parte, placas negras de sangre seca que lamían los chacales; amasijos de corazas y piezas de cuero, sembradas de anillas de hierro rotas y armas torcidas; heridas hirviendo de moscas y carnes despedazadas por las hienas. El aire estaba saturado de hedores y zumbidos, de gruñidos indistintos, de estertores de animales -o de hombres- agonizantes.
Un caballo que había perdido una pata se tambaleaba, despavorido. Los hospitalarios se dirigieron hacia una pequeña muralla de piedras grises de donde llegaban gemidos. Un ser cubierto de harapos, con la cara terrosa y la mirada enfebrecida, surgió de detrás del muro suplicando a gritos por su vida.
– ¡Basta! -dijo Emmanuel-. ¡Cálmate!
No sabía si debía llamarlo «hombre», «loco» o «criatura». Emmanuel se acercó al desgraciado y lo observó. Sus ropas estaban hechas jirones, pero bajo el cuero lacerado de sus bragas se distinguían las vestiduras que los hospitalarios daban a sus subalternos, y en particular a los auxiliares.
Al reconocerlo, por su manto negro, como un caballero del Hospital, el turcópolo se lanzó a los pies de Emmanuel y besó los cascos de su caballo. Emmanuel ordenó a uno de los hombres de la patrulla que lo subiera a su grupa, a falta de otra montura. Solo había cadáveres de caballos y de camellos, a los que los asesinos habían cortado las jorobas para divertirse. Emmanuel se preguntó qué debía hacer. ¿Buscar a otros supervivientes para socorrerlos? ¿Enterrar a los muertos? ¿Volver al Krak? ¿Buscar el oro?
«¿Qué hubiera hecho Morgennes en un caso como este?», se preguntó. E interpeló al único superviviente:
– ¿Sabes quién os ha atacado?
El hombre sacudió vigorosamente la cabeza. No tenía ni idea. Pero señaló algunos cadáveres de turcos vestidos con un simple gambesón acolchado: asesinos, reconocibles porque en el torso o en el cráneo llevaban pintada una horrible mano blanca, símbolo del chiísmo.
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