Al oírle relatar cómo había renegado de su fe, cuando todos sus compañeros habían permanecido fieles a Jesús y habían muerto decapitados, los hermanos caballeros del Hospital palidecieron de espanto. Aunque Morgennes no hubiera proporcionado ninguna explicación para su gesto, algunos de sus hermanos parecieron comprenderlo y excusarlo, y otros, al contrario, reprobarlo. Pero todos estaban horrorizados, aunque resultara difícil saber si era por Morgennes o por Saladino.
– Perdón, noble y buen hermano Morgennes -lo interrumpió el hermano comendador del Krak, llamado Alexis de Beaujeu-, tal vez deberíamos continuar oyéndote a puerta cerrada.
Todos murmuraron su acuerdo y, volviéndose hacia Masada y Femia, les dieron la desagradable impresión de que su presencia era del todo indeseable.
El hermano Emmanuel, cuyas manos temblaban por la emoción suscitada por el relato de Morgennes, se ofreció a acompañarlos a su habitación, una pequeña celda con dos camas. El aposento daba a una de las nueve cisternas del Krak, y -si tenían buen oído- los ocupantes podían dormirse mecidos por el rumor de las aguas del acueducto construido para alimentarlas.
– Yallah! -exclamó Femia.
– Os sigo -dijo Masada.
– Vamos, pues -dijo Emmanuel.
Uniendo el gesto a la palabra, el hermano los invitó a que lo siguieran por la red de corredores y galerías del Krak, un laberinto que numerosos hermanos utilizaban a cualquier hora del día o de la noche para hacer su ronda, visitar a los animales en los establos o asistir al oficio. Los cantos de los hermanos ascendían desde la pequeña capilla y los padrenuestros de maitines resonaban de un modo extraño en los muros del castillo.
Beaujeu no apartaba la mirada de Morgennes. El comendador hospitalario lo observaba gravemente sin dejar traslucir sus pensamientos: cólera, piedad, pena, decepción, o todo a la vez. Finalmente pidió a uno de sus ayudantes:
– Di al hermano capellán, que venga aquí a vernos cuando acabe la misa y manda a buscar al hermano enfermero. Quiero que examine al noble y buen hermano Morgennes, para asegurarnos de que está perfectamente sano.
– Noble y buen sire -dijo Morgennes-, es inútil molestar al hermano enfermero. Los médicos se ocuparon de mis heridas en Damasco, y creo que estoy bien.
– Noble y buen hermano Morgennes, quiero que te examine, pues no estoy seguro de que los médicos de Damasco hayan curado «todas» tus heridas.
Morgennes comprendió perfectamente la alusión, pero no hizo ningún comentario. Todavía tenía muchas cosas que decirles, hechos que revelarles, sugerencias que plantear, pero esperaría a tener la palabra.
– Levántate -dijo el hermano comendador- y ven junto a mí.
Morgennes obedeció.
– ¿Cómo te sientes?
– En excelente forma, noble y buen sire.
– Entonces permanecerás de pie, frente a nosotros, durante toda la duración del consejo. Mientras esperamos la llegada del hermano capellán, que cada uno de nosotros recite en silencio trece padrenuestros, ore a san Adán y se mantenga dispuesto para el consejo.
Los hermanos caballeros ocuparon su lugar en las sillas a lo largo de la pared, mientras en el centro de la sala Morgennes los observaba sin decir palabra. La perspectiva de esta reunión turbaba su concentración. Y es que el momento era de la mayor gravedad. En Hattin había estado en juego su vida. Aquí estaba en juego su honor y su nombre. Aunque no tenía muchas ganas de extenderse sobre su acto, de todos modos quería ser juzgado en función de hechos establecidos y aprovechar la ocasión para exponer su verdad. Pero lo cierto es que su verdad no interesaría al consejo, que no juzgaría más que la verdad de los hechos y no la suya, más compleja, y que solo Dios podía juzgar.
Resonaron pasos en el pasillo y entraron cuatro personas, entre ellas el hermano enfermero y el hermano capellán, reconocible por sus vestiduras, con su gran capa negra y sus manos enguantadas de cuero. A Morgennes le dio un vuelco el corazón al reconocer a uno de sus viejos amigos: ¡Raimundo de Trípoli!
– Sire -dijo Morgennes, rompiendo el silencio que le habían impuesto-, me alegra volver a veros.
– También yo estoy encantado de encontraros de nuevo -respondió Raimundo.
Trípoli, que había dado tan buenos consejos en el curso de la batalla de Hattin -salvo el de esperar en lugar de atacar de inmediato una vez en la cima de la colina-, había envejecido considerablemente.
Ya era un hombre mayor, pero aquella prueba había acabado de blanquear sus cabellos y su barba, había grabado nuevas arrugas en su rostro y había acentuado las bolsas de sus ojos. Además, había adelgazado mucho, y el brial que vestía flotaba en torno a su cuerpo. Raimundo se acercó a Morgennes y le cogió las manos, mientras el hermano enfermero lo auscultaba, examinaba su ojo y le pedía que abriera la boca y sacara la lengua.
– ¿Sufres? -le preguntó el hermano enfermero.
– No -respondió Morgennes.
El hermano enfermero parecía decepcionado.
– Sin embargo, sufrir es acercarse a Dios-dijo.
– Lo lamento -respondió Morgennes-, pero ni me atormenta el sufrimiento ni me siento lejos de Dios.
El hermano enfermero se disponía a examinar las manos de Morgennes -que Trípoli seguía estrechando-, cuando Beaujeu le pidió que fuera a sentarse a su lado para oír y juzgar al noble y buen hermano caballero Morgennes.
– Para empezar -dijo el hermano enfermero, ocupando su lugar en la mesa del consejo-, no veo por qué seguimos llamándolo «noble y buen hermano». Si ha renegado de Jesús, tal como he podido entender, ya no merece esta consideración…
Sus palabras dejaron helados a los asistentes. Algunos hermanos le dieron la razón, y otros, al contrario, recordaron que, hasta que no se produjera una decisión del consejo, Morgennes seguía formando parte del Hospital.
– Sire de Trípoli, venid a sentaros junto a nosotros -dijo el hermano comendador-. Enseguida tendréis tiempo de volver a encontraros con Morgennes y de hablar con él, aunque sea a través de unos barrotes.
– No os inquietéis -murmuró Trípoli a Morgennes-. Yo velo por vos.
Raimundo de Trípoli le estrechó las manos antes de ir a ocupar su lugar al otro lado de la mesa, frente a él, y las puertas de la sala principal se cerraron para evitar cualquier interrupción.
– Mis buenos señores hermanos -dijo Beaujeu-, levantaos y rogad a Dios Nuestro Señor para que su santa gracia llegue hasta nosotros.
Catorce hermanos y Raimundo de Trípoli observaban con aire grave a Morgennes. Habitualmente solo los hermanos caballeros podían asistir a las sesiones del capítulo; pero, dada la gravedad de las circunstancias, Beaujeu había invitado a Trípoli a quedarse.
Además del hermano comendador del Krak, el hermano capellán y el hermano enfermero, estaban presentes los hermanos más importantes de la plaza: el hermano senescal, lugarteniente del comendador; los hermanos mariscal y submariscal, encargados, en el primer caso, de las armas y las armaduras, y en el segundo, de los caballos; los hermanos turcopoleros y gonfaloneros, que mandaban a los auxiliares reclutados por la orden; el hermano pañero, que se ocupaba de la ropa de los hermanos, y cinco hermanos caballeros elegidos entre los más nobles.
Beaujeu tomó la palabra.
– Nobles y buenos hermanos -dijo-, os conjuro por Dios, por mi Dama Santa María, por todos los santos y santas de Dios y por todos los hermanos, bajo pena de perder la gracia de Dios si no hacéis en este juicio lo que debéis hacer, a que oigáis y juzguéis al noble y buen hermano Morgennes.
Con esta fórmula quedaba abierta la sesión y el tribunal de penitencia se hallaba dispuesto para escuchar a Morgennes. Beaujeu se volvió entonces hacia él.
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