– Tengo que reflexionar -dijo Femia, incómoda-. No puedo hacer nada sin mi marido.
– ¡Tu marido! -El kurdo se echó a reír-. ¡Pero si está lejos! Una mujer de tu carácter no necesita a su marido…
– Es cierto. Pero de todos modos tengo que reflexionar.
En realidad, Femia ya se había decidido: compraría a Morgennes. Sería su locura, su última joya. Pero no a aquel precio. Veía una tal abundancia de esclavos alrededor que se decía que debía ser posible conseguirlo más barato, aunque la mayoría estuvieran muy mal. Las costillas sobresalían entre los harapos, placas de sarna dejaban al descubierto las pústulas de las cabezas y en las barbas ralas se agitaban los parásitos, un reflejo de la pediculosis que les roía el bajo vientre. Una tos ronca arrancaba a algunos de ellos un último soplo de vida: morirían aquella misma noche o al día siguiente.
– ¡El mío es mejor! -clamó el kurdo, que, como buen comerciante, se había adelantado a las inquietudes de su cliente-. ¡Lo han cuidado, se han ocupado de él! ¡Es un esclavo muy especial! El propio Saladino (que el Altísimo lo tenga en su santa guarda) lo convirtió al islam.
– Si es tan especial, ¿por qué no lo han comprado aún?
– Es que nos da miedo. Se dice que habla con fantasmas y que oye y ve cosas que se nos escapan. Es un antiguo monje guerrero, ¿comprendes? ¡Tal vez incluso un héroe!
– Si inspira miedo, no vale tan caro -argumentó Femia.
– ¡Demonios! ¡Eres dura negociando! ¡Ocho dinares!
– Cinco.
– ¡Cinco! ¡Pero si eso ni siquiera paga los cuidados que ha recibido! Lo han atendido en el mejor de los hospitales de la ciudad, el bimaristan al-Nuri, donde un kahhál se ocupó de su ojo. El propio Ibn al-Waqqar lo ha cuidado. Era el médico de Nur al-Din, probablemente el mejor médico del mundo… después de Moisés Maimónides, claro está, que es el de Saladino (la paz sea con él). A pesar de las apariencias, este hombre está en mejor forma que tú y que yo. Ahora es un hombre nuevo. Vivirá más que tu asno, ¡te lo juro!
Femia lanzó un suspiro y dirigió la mirada hacia los otros esclavos, lo peor de los prisioneros hechos en Hattin. Los vendían por lotes de cuatro o cinco por el precio de uno, con la idea de que tal vez uno sobreviviera. Porque aquellos hombres estaban cansados de vivir. Los habían ayudado a aguantar hasta Damasco, pero a partir de ahí ya no se habían preocupado por ellos. Podían morir, y serían solo algunas bocas menos que alimentar. Aunque, de todos modos, ya no les daban de comer. A los nobles los habían cambiado por un rescate. A los caballeros, los mejores entre los hombres de a pie, los arqueros y los ballesteros los habían vendido luego a un buen precio. A continuación las mujeres y los niños. Pero con los viejos, las feas o los lisiados no sabían qué hacer. Los sarracenos tenían demasiados. Aquel exceso de mercancía supurante les daba náuseas. A falta de espacio, por la noche los hacían dormir directamente sobre el polvo de las calles. Solo a los más valiosos los habían llevado a las prisiones o los depósitos. Así, Morgennes había pasado varias noches en la celda donde en otro tiempo Eudo de Saint-Amand, por entonces maestre de los templarios, se había consumido después de su captura en la batalla de Marj Ayun, como atestiguaban las inscripciones en los muros.
El kurdo empezaba a impacientarse, cuando Masada volvió. Sostenía una correa de cuero pasada en torno al cuello de un joven esclavo apenas más alto que una espada. El adolescente iba cubierto solo con un triste taparrabos y caminaba descalzo. A pesar de la ligadura que lo ataba a Masada, su marcha era ligera y su mirada estaba llena de vida. El muchacho tenía los labios escarlata y el cabello sedoso. Le habían aceitado la piel y cortado las uñas. ¿No sería uno de esos esclavos que vendían para darse placer? ¿Qué locura había cruzado por la mente de Masada? Este, en todo caso, parecía sentirse aliviado. De vez en cuando lanzaba una rápida ojeada al grupo de esclavos donde se encontraba Morgennes, y con la mirada perdida en el vacío seguía Caminando apresuradamente hacia la carreta. Cuando estuvo a unos pasos de su mujer, señaló al esclavo recién adquirido y le espetó:
– Súbeme esto. Nos vamos.
Femia bajó, pasó entre Morgennes y el mercader de esclavos e instaló al joven esclavo en la parte trasera, con la perra.
– ¡Masada!
Femia giró sobre sí misma, estupefacta. No era casual que Carabas se hubiera detenido ante aquel esclavo. El hombre conocía a su marido. Masada se inmovilizó un instante, como paralizado, y luego se instaló confortablemente. Sujetó las riendas de Carabas y chasqueó la lengua para darle la orden de partida; pero Carabas no se movió.
– ¡Masada, soy yo! -exclamó Morgennes-. ¿No me reconoces? ¡Morgennes, del Hospital!
El mercader de esclavos se frotó las manos: no había nada mejor para los negocios que un esclavo tratando de venderse a sí mismo a alguien que ya lo conocía. Masada se volvió febrilmente hacia la parte trasera de la carreta, donde el joven esclavo acariciaba a la perra, y le ordenó, iracundo:
– ¡Tú, baja, ve a tirar del asno!
El muchacho obedeció con presteza y cogió al asno por el cabestro. Femia dijo entonces a su marido:
– ¡Compra a ese hombre! -Y señaló a Morgennes, que los miraba fijamente.
Pero Masada hizo como que no oía ni veía nada.
– ¡Diez dinares! -soltó entonces el mercader.
– ¡Hace un momento eran ocho! -se indignó Femia.
– ¡Los precios han subido! -respondió el mercader-. ¡Lo siento, ya os había prevenido!
– ¡Vendido! -gritó una voz, mientras una bolsa aterrizaba a los pies del kurdo.
Todos se giraron hacia el que la había lanzado: era un hombre de unos veinte años, con la cara picada de viruela, cabello ralo y cara de pocos amigos. Llevaba una daga de hoja curvada sobre el pecho y tenía el brazo derecho seccionado a la altura del codo. Cuatro energúmenos de aspecto patibulario lo seguían. Los hombres llevaban a la espalda un pequeño arco corto, y en el costado, además de un sable largo, una maza erizada de pinchos. A pesar de la mugre y el polvo que les embadurnaba la cara, Morgennes reconoció a los cinco mahometanos contra los que había peleado ya en dos ocasiones. Taqi ad-Din lo había salvado la primera vez, y Casiopea la segunda. Aquella vez no veía quién podría evitar que cayera en manos de aquellos bandidos, si no eran Masada y su mujer.
– ¡Masada! -gritó Femia agarrando del brazo al mercader de esclavos-. ¡Coge el cofrecillo y cómpralo!
– ¡No hay bastante! -gruñó Masada.
– ¿Y con qué lo has pagado a él? -preguntó la mujer, furiosa, lanzándose sobre el joven esclavo para sujetarlo por el cuello.
Masada no respondió palabra. Los maraykhát empezaban a impacientarse, y Femia se puso escarlata.
– ¡Masada, te prevengo! Si no lo compras, explicaré a mis hermanas que…
Se interrumpió, como si prefiriera no decir demasiado. Abrumado, Masada preguntó al mercader:
– ¿Cuánto?
El vendedor, con un brillo nuevo en la mirada, se volvió hacia los maraykhát.
– ¡Lo lamento, señores míos, pero acabo de recibir otra proposición! -dijo con aire falsamente desolado. Y luego, mirando a Masada, anunció en tono divertido-: ¡Cincuenta dinares!
Masada estuvo a punto de atragantarse.
– ¡Nos vamos! -dijo dirigiéndose a Femia. Morgennes sujetó a Masada por la manga.
– ¡Cómprame! ¡Sin que importe el precio! ¡Te lo reembolsarán cien veces!
– ¡Claro, en el paraíso! -gritó Masada-. No tienes ni una moneda; de hecho, no tienes ni bolsillo…
– ¡A mi orden le sobran las riquezas!
Masada pareció dudar un instante. El kurdo recogió la bolsa que había caído al suelo y la tendió a los maraykhát.
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