La gente acudía de lejos para verlo. Para los grandes de Occidente era inconcebible volver de Oriente sin una reliquia del establecimiento de Masada. El conde de Flandes, Felipe de Alsacia, y en su época Luis VII -que se dejó allí sumas indecentes para satisfacer a su joven esposa, Leonor de Aquitania- y Conrado III, se habían aprovisionado en su casa. Y todos recomendaban a su «buen amigo» Masada.
Como estas reliquias eran falsas, los templarios y los hospitalarios habían recibido la consigna de dejarlo en paz. Además, Masada había prometido que devolvería inmediatamente al obispo de Nazaret -previa compensación- cualquier reliquia susceptible de ser verdadera. Pues la Iglesia, por más que condenara con la mayor firmeza a los que se entregaban a la simonía, cerraba, en cambio, los ojos ante las diversas actividades de quien era su «proveedor oficial»: Masada.
En compensación, el comerciante cubría de oro y reliquias al patriarca de Jerusalén y a sus hijos, los obispos de Acre y de Lydda. De vez en cuando Masada les hacía un regalo. Aunque un año metió la pata y les ofreció once dedos de san Juan Bautista. Pero Heraclio, el patriarca de Jerusalén, optó por reírse del incidente, y nunca se repitió nada parecido.
«Ay de vos si encontráis una verdadera y no me la confiáis», le advertía, con todo, Heraclio. Y, después de hacer el gesto de cortarle la garganta, añadía: «La escoria es vuestra; pero los santos, míos. No lo olvidéis…».
Y Masada se estremecía y prometía: «No, no, esto no ocurrirá nunca».
Sin embargo, el comerciante se había convertido, sin saberlo, en el feliz propietario de una auténtica reliquia de la que nunca había informado.
A pesar de su inmensa fortuna, Masada llevaba aparentemente una vida de gran sencillez. Dormía y comía en su propio establecimiento, que tenía todo el aspecto de una tienda de boticario normal. ¿Dónde estaba, pues, su oro? Nadie tenía una respuesta satisfactoria para aquella pregunta. Se barajaban, al respecto, toda clase de hipótesis, a cual más extravagante, desde las donaciones ofrecidas a los judíos de Occidente para apoyar su causa, hasta la construcción de una ciudad en el desierto, adonde iba con tanta frecuencia.
De hecho, este fenómeno tenía una explicación o, mejor dicho, tenía dos, igual que la buena fortuna de Masada: una verdadera, ignorada por todos, y una falsa, conocida por los más sabios, o los mejor informados.
La respuesta de los que se creían mejor enterados con respecto a la cuestión de la pobreza aparente de Masada era a la vez lógica y simple: si el comerciante de reliquias vivía entre incomodidades, era a causa de su matrimonio. Hay que decir que su mujer, llamada Femia, compraba tantas joyas que a los más sagaces les parecía imposible que su marido no se hubiera arruinado. Pero, si Masada iba siempre tan terriblemente escaso de dinero, no era a causa de su mujer: era a causa de un secreto.
En cuanto a su oro, si entraba en sus arcas (aunque allí se desvaneciera como el agua en el tonel de las danaides), no era gracias a la protección de la Iglesia o, más concretamente, a la del patriarca de Jerusalén. No. Si Masada era rico, era gracias a su asno. Y eso era algo que ignoraba él mismo. Hasta aquel día de mediados de julio.
Los fuegos de la derrota de Hattin apenas empezaban a apagarse cuando Masada cayó de pronto en la cuenta de que su asno, que tenía desde hacía mucho tiempo, seguía vivo. Pero ¿por qué le preocupaba aquello precisamente entonces?
A decir verdad, la longevidad del animal ya lo había sorprendido antes, pero no le había dado demasiada importancia. «Este asno es viejo -se decía-. Pronto morirá.»
Pero el asno no se moría.
Masada lo alimentaba con avena y centeno, a veces le hablaba al oído, lo cepillaba cada mañana y una vez al año le ofrecía herraduras nuevas; de modo que era un asno como los otros, que trabajaba como los otros, pero que seguía vivo a pesar de su edad venerable.
Por otra parte, ¿qué edad podía tener? Era difícil decirlo. Siempre había sido viejo. Estaba pelado, placas de piel enrojecida por la enfermedad le cubrían parte del cuerpo, tenía las rodillas deformadas y las patas tan torcidas como el bastón con que su amo se ayudaba para caminar. Sin embargo, seguía adelante. En la zona del cabestro se le había formado una especie de oquedad a fuerza de tirar de la carreta, y generalmente llevaba la cabeza baja. El asno no se quejaba nunca.
Masada lo había recibido de su padre, que a su vez lo había recibido de un anciano al que había socorrido en otro tiempo, no lejos de Jerusalén. Era el año de gracia de 1101, y aquel anciano, un hombrecillo moreno de aspecto medroso, había caído en una emboscada que le habían tendido unos bribones. Le estaban dando una paliza cuando el padre de Masada, que se llamaba Abraham, los había visto y, como llevaba un garrote, había defendido al pobre hombre contra los tres canallas. Estos pronto se habían dado por vencidos y habían puesto pies en polvorosa, con gran satisfacción de Abraham, que prefería verlos huir antes que verse muerto.
El anciano al que había salvado, lejos de alegrarse, se deshizo en lágrimas.
– ¿Por qué lloráis? -le preguntó Abraham.
– En realidad -dijo el anciano-, lloro porque he pecado, y es la segunda vez. Ya había tratado de huir hace tres años, en compañía de Guillermo el Carpintero, conde de Melun. Tancredo nos alcanzó y fui perdonado. Hoy, tomada Jerusalén y muerto el buen Godofredo, quise volver a casa. Al parecer, Dios no lo quiere así…
El padre de Masada no sabía qué responder. Miraba al anciano y a su asno, y no comprendía con quién estaba tratando.
– ¿Eso os entristece? -preguntó.
– Me apena, sí. Me gustaría tanto volver a ver Amiens… No quiero morir aquí.
– ¿De modo que procedéis de Amiens?
– Sí -respondió el anciano.
– Pero ¿quién sois vos?
– Mi nombre es Pedro, pero todos me llaman el Ermitaño.
– ¡Pedro el Ermitaño! -exclamó Abraham, petrificado por la sorpresa-. ¡Y queréis volver a casa cuando aquí sois un santo y todos os veneran!
Pedro asintió con la cabeza.
– La verdad -dijo suspirando- es que nunca quise venir aquí.
– Y entonces, ¿cómo llegasteis?
– Fue debido a este asno -confesó, señalando al animal.
El anciano cogió un guijarro del suelo y se lo tiró. La piedra le dio en el flanco, pero el animal no se movió y siguió paciendo como si no hubiera ocurrido nada.
– Si he entendido bien, ¿tomasteis la cruz por culpa de un asno?
– Tomé la cruz porque quería a mi asno, y él fue el primero en responder a la prédica de Urbano II cuando Su Santidad nos exhortó a tomarla. Cuando se puso en camino a Oriente, me dominó el miedo y lo seguí. Ya antes, en una ocasión, había querido partir en peregrinación a Jerusalén, pero la fatiga, el hambre, el frío… sobre todo el hambre, me habían hecho volver a casa. Fue precisamente en el camino de vuelta cuando encontré a este asno, que desde entonces no me ha abandonado. Va a donde quiere. Hace lo que quiere. Es un asno, pero es más inteligente que yo. Y temo que también más viejo.
Pedro y el padre de Masada observaron con mirada grave al animal, que se había alejado unos pasos.
– ¿Qué queréis hacer? -preguntó Abraham.
– Irme solo, ya que él desea permanecer aquí. Estoy seguro de que ha sido él quien ha colocado a estos bandidos en mi camino. Tal vez incluso haya hecho lo mismo con vos, para que nos cruzáramos y yo os lo diera.
El asno había levantado la cabeza y miraba a Abraham.
– Cogedlo -dijo Pedro-. Es vuestro.
– Pero…
– Me habéis salvado la vida. Cogedlo como recompensa, os traerá suerte.
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