David Camus - Caballeros de la Vera Cruz

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Año 1187, Hattin (Tierra Santa): tras derrotar a la flor y nata del ejército cristiano, el sultán Saladino arrebata a los francos la Vera Cruz, el leño en que se crucificó a Cristo, que siempre había acompañado a los cristianos en sus combates. El caballero hospitalario Morgennes recupera la consciencia entre los caídos en el campo de batalla. Tras ser torturado por los sarracenos, acepta renegar de su fe y convertirse al islam.
Condenado por lo suyos, a modo de redención, parte en busca de la Vera Cruz con la esperanza de que esta dé ánimos a los francos y salvar así Jerusalén. Cuenta en su decisión con el apoyo del sobrino de Saladino, así como con el de una bella y misteriosa mujer de nombre Casiopea, un mercader de reliquias y un joven templario. Su aventura parece destinada al fracaso, pero una fuerza invisible lo acompaña, lo protege y lo guía.
¿Bastará con ella para librarse del más grande de todos los peligros?
«David Camus, el nieto de Albert, se apropia con gran acierto de los recursos del género en esta epopeya medieval. Hallamos en estas páginas la dosis ideal de misterio y de esoterismo.» – L'Observateur
«Una gesta épica que enfrenta la única verdad inexorable, la muerte, con la mayor incerteza: ¿existe algo más allá?» – El Mundo

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Estaban lejos de la profusión de esplendores que reinaba en el interior de ciertos palacios orientales; tan lejos, por otro lado, que todo aquí olía a muerte, tal vez porque, en efecto, un moribundo estaba presente. Josías comprendió entonces que la tristeza que había sentido al llegar a Ferrara, el velo que oscurecía la ciudad, tenían su fuente en ese lugar, en esa habitación, y más concretamente en la mirada ausente de la persona que Di Morra le estaba presentando.

– Su Santidad el papa Urbano III -dijo el monje arrodillándose ante el vicario de Pedro. Y luego, levantándose, y besando la mano del hombre que les había pedido que se acercaran, añadió-: Monseñor arzobispo de Preneste, camarero de Su Santidad, su excelencia Paolo Scolari.

Mientras Di Morra acababa las presentaciones, Josías fue a besar la mano del Papa, que le pareció extrañamente caliente, y luego saludó con respeto al obispo de Preneste, cuya mano encontró, por contraste, sorprendentemente fría.

– Aquí estáis, pues -dijo Urbano III con voz temblorosa-. El hombre de quien el famoso Guillermo de Tiro… paz a su alma… nos hablaba tan bien. Nos preguntábamos cuándo llegaríais.

Ante el movimiento de sorpresa de Josías, Urbano III explicó:

– Son terribles estos pisanos… Siempre al corriente de todo antes que todo el mundo, y charlatanes como cotorras. Un poco de dinero los hace cantar, basta con pagar. Eso es todo.

– Monseñor -dijo Josías, cuidando de dirigirse al obispo de Preneste, tal como le había recomendado Di Morra-, ha sido un veneciano quien me ha conducido aquí…

– Querido hijo -dijo el Papa en un suspiro-, ¿realmente lo creéis así? Estáis aquí por la gracia de Dios todopoderoso, y solo por su gracia. Vuestro amigo el veneciano, capitán de La Stella , Tommaso Chefalitione, no vale mucho más que un pisano. Es un traficante de armas de la peor especie… ¿Lo sabíais?

– Me lo ha dicho.

– ¿También os ha dicho a quién están destinadas esas armas?

– A quien se las pague.

– Buena respuesta, querido hijo. Acercaos más, que os vea.

Josías dudó un instante, pero el obispo de Preneste lo invitó a acercarse a Su Santidad, lo que le permitió comprobar lo profundo de su estado de fatiga. El rostro del pontífice estaba pálido, abotargado y marcado de rojo. Sus ojos, con el blanco teñido de amarillo, desaparecían bajo los pliegues de los párpados. Y tenía una mirada ausente, preocupada únicamente por el infinito. De vez en cuando un silbido agudo salía de su pecho.

– Mirad esta moneda -prosiguió el Papa, señalando con mano temblorosa una pequeña moneda de oro depositada sobre la consola.

Josías cogió la monedita y la examinó con atención. Se trataba de un simple besante de oro, como otros muchos que circulaban en Tiro, con la marca de la ciudad de Venecia en una de sus caras. La moneda parecía de buen peso.

– ¿Qué veis? -preguntó el Papa.

– Un besante de oro veneciano -respondió Josías mirando a los ojos al obispo de Preneste.

– Observad mejor -insistió Urbano III, indicando a Di Morra que desplazara su lámpara de aceite hacia Josías.

Josías hizo girar la moneda en su mano y vio que en la otra cara llevaba una inscripción en árabe. Leyó el nombre del Profeta, así como el año: 578 (1182 para los cristianos), año en que las factorías venecianas de Constantinopla habían sido pilladas e incendiadas.

– Es una moneda bifaz -dijo Josías-. Cada vez se ven más.

– Es una entre otras… Pero vos sabéis que el dinero, no contento con ayudar a hacer hablar, es en sí mismo charlatán. Esta moneda ilustra perfectamente hasta qué punto los intereses de los sarracenos y de los venecianos se entremezclan. Por un lado, defienden los intereses de los cristianos de Tierra Santa, transportando mercancías útiles a los que luchan por mantener libre el acceso a la tumba de Nuestro Señor Jesucristo y cristiana a la ciudad de Jerusalén; por otro, velan por sus propios intereses vendiendo las mejores armas fabricadas en Occidente a las tropas de Saladino, ya poderosas. El obispo de Preneste, que nos ha traído esta moneda… por no hablar de este vino y estas tortitas de trigo…, nos leía precisamente la lista de los numerosos productos que debemos a los infieles. Forzoso es reconocer que es impresionante: tejidos como el algodón, el moer, el tafetán y la muselina; productos alimenticios como el café, las alcachofas, las berenjenas, las naranjas, los limones, las espinacas y los chalotes, cuyo nombre proviene, si hemos comprendido bien, de la ciudad de Ascalón. Y es solo un pequeño resumen de todo lo que recibimos de ellos. Y nosotros ¿qué les damos a cambio? Armas, material de guerra y medios para mejorar sus barcos de combate, lo que es un perjuicio para la cristiandad y un bien para el islam. Como si no tuviéramos otra cosa que ofrecer. Diréis a vuestro capitán Chefalitione que en el próximo concilio promulgaremos el siguiente decreto…

El obispo de Preneste desenrolló el pergamino que tenía en la mano y leyó en voz alta:

– «Quienquiera que ose vender a los sarracenos hierro o armas, maderas de construcción marítima o barcos ya construidos, o que entre al servicio de los infieles en calidad de capitán de navío o de piloto, incurrirá en la excomunión, pena a la cual deberán añadirse la confiscación de sus bienes y la privación de sus libertades individuales.»

Urbano III volvió la mirada hacia Josías.

– Las noticias vuelan -dijo con un suspiro-, y los traficantes de armas también, si es que no las preceden… No nos extrañemos luego de que los infieles se encuentren tan bien equipados y de que se apoderen de la Vera Cruz en el mismo lugar en que Nuestro Señor Jesucristo eligió a sus apóstoles…

– Sí -dijo Josías a media voz-, en la colina de Hattin, no muy lejos de Tiberíades.

– Los pisanos nos han informado de ello. Pero desde hace algún tiempo los signos anunciadores de una gran desgracia se han multiplicado. En Francia, en Saint-Pierre-le-Pullier, se ha visto aparecer el estandarte de Nuestro Salvador; en la provincia de Orleans, un Cristo con el rostro inundado de lágrimas ha aparecido en el cielo, y en Milán, un hombre ha visto arder una cruz. En las granjas del norte, los cerdos ya no quieren comer. En el sur, los frutos se pudren en los árboles. En otro lugar, bolas de granizo grandes como huevos de paloma han caído sobre un pueblo, y han dañado los tejados y arrasado las cosechas. Hay niños que olvidan de pronto su lengua natal y se ponen a gritar en lenguas desconocidas; parejas que la víspera se adoraban, se separan al llegar el alba… La lista de fenómenos extraños que se han sucedido desde principios de año es larga. Tememos que no acabe nunca. La caída del condado de Edesa, en el año de gracia de 11.44 de la encarnación de Nuestro Señor, era ya una advertencia. San Bernardo lo había dicho: «Los reyes de Francia e Inglaterra se preocupan demasiado por sus propias coronas, y no lo bastante por la de Cristo».

A Josías le daba vueltas la cabeza. Pensaba en su país, en su maestro, Guillermo.

– Inútilmente -continuó el Papa-, Guillermo de Tiro fue a pedir a Felipe Augusto y a Enrique II que tomaran la cruz, en vano quiso dirigirse a Federico I Barbarroja, que prefiere atacar Roma antes que Damasco, Bagdad o El Cairo. Guillermo nunca hubiera debido abandonar Tiro: aún seguiría con vida. Nuestro venerado predecesor Lucio III predicó también en vano, al igual que nosotros. Tenemos la dolorosa impresión de que Dios no ha encontrado más solución para motivar a estas testas: coronadas que la de privarnos de lo que nos era más querido: la Santa Cruz.

– Iré a ver a los reyes de Inglaterra y de Francia -dijo Josías-. Iré a ver a Barbarroja también, si es preciso.

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