En Flensburg, el sucesor de Hitler, grossadmiral Karl Doenitz, se hallaba sentado ante un escritorio, terminando su alocución de despedida a los militares del Reich.
«Camaradas… Acabamos de retroceder un millar de años. La tierra que fue germana durante mil años, ahora ha caído en poder de los rusos. En consecuencia, la línea política que debemos seguir es muy sencilla. Resulta evidente que tenemos que unirnos a las Potencias Occidentales y trabajar en los territorios ocupados del Oeste, ya que sólo colaborando con ellos tendremos esperanza de llegar a recuperar algún día nuestra tierra de los rusos…
»A pesar del total hundimiento alemán, nuestro pueblo se halla en una situación distinta a la de Alemania en 1918, ya que no está aún fraccionado ideológicamente. Tanto si deseamos crear otro Nacional Socialismo, como si nos conformamos con el género de vida que nos imponga el enemigo, debemos asegurarnos de que la unidad que nos proporcionó el Nacional Socialismo se mantiene en todas las circunstancias.
»El sino personal de cada uno de nosotros es todavía incierto. Esto, sin embargo, carece de importancia. Lo que realmente interesa es que mantengamos entre nosotros la camaradería que se estableció durante los bombardeos de nuestro país. Sólo con esta unidad será posible dominar las crecientes dificultades del futuro y sólo de ese modo podremos asegurarnos de que el pueblo alemán no morirá nunca…»
Pero estas palabras no trasuntaban fielmente los pensamientos que abrumaban a Doenitz desde que Jodl regresó de Reims con un ejemplar del periódico americano Stars and Stripes, en el que aparecían fotografías de Buchenwald. Al principio Doenitz se negó a creer que tales hechos habían ocurrido, pero cuando se hizo palpable la verdad, tuvo que enfrentarse con la evidencia insoslayable de que el horror de los campos de concentración no era un simple recurso propagandístico de los Aliados.
Estas revelaciones conmovieron hasta el fondo la fe de nacional socialista de Doenitz, que preguntó si las realizaciones de Hitler no habrían sido conseguidas a un precio estremecedor, como el de sus dos hijos, que habían muerto por el Führer en el campo de batalla.
Como muchos otros alemanes, Doenitz estaba empezando a darse cuenta de los peligros que entrañaba el führerprinzip , o principio de la dictadura. Tal vez la naturaleza humana era incapaz de emplear el poder que emanaba de la dictadura, sin sucumbir a las tentaciones del abuso de la fuerza.
Cuando hubo concluido el discurso dirigido a los oficiales, el almirante se sintió abrumado por las dudas. Volvió a leerlo brevemente, dobló el papel con lentitud, y luego lo introdujo en un cajón, que cerró cuidadosamente con llave.
Con objeto de reunir el material para este libro, mi esposa Toshiko y yo hemos viajado más de ciento sesenta mil kilómetros, a través de veintiún países, entre los que se cuentan cinco situados tras el Telón de Acero. Nos trasladamos a una prisión de Munich, para entrevistarnos con el general Wolff, a la residencia de Bernadotte, en las cercanías de Estocolmo; a la Casa de las Conchas, en Copenhague; a la Ciudadela de Budapest; al Ghetto de Varsovia; a Dachau, Buchenwald, Auschwitz y Sachsenhausen; al Stalag Luft III, que es ahora un páramo donde sólo se levanta un monumento erigido por el Gobierno polaco en memoria de los hombres de Sagan; al Stalag IIA, que domina la población de Neubrandenburg, y que es ahora un campamento de instrucción del Ejército Alemán.
Visitamos ambas márgenes del río Oder, para observar los campos de batalla de las cercanías de Frankfort, de Küstrin y Seelow. Atravesamos las calles de Danzig (hoy Gdansk), de Stettin (Szczecin) y de Breslau (Wraclaw), donde la devastación aún es perceptible. Escuchamos la historia del alzamiento de labios del comandante Szokoll (el levantamiento de Viena) en el bar del hotel Sacher. Nos entrevistamos con W. Averell Harriman en su casa de Georgetown; con Clement Attlee en el comedor de la Cámara de los Lores; con Bernard Baruch en la residencia de Carolina del Sur, y con el almirante Doenitz en su hogar de las cercanías de Hamburgo.
Las bibliotecas han contribuido de manera importante a la confección de este libro. Sacamos material de los Archivos Nacionales y Servicios de Grabaciones, en Alexandria y Virginia (Wilbur Nigh y Lois Aldridge); de la biblioteca del Congreso; de la biblioteca de la Universidad del Aire, en la base Maxwell de las Fuerzas Aéreas (Margo Kennedy); de la sede principal de la biblioteca de Nueva York; de la biblioteca de la Escuela de Infantería del Ejército, de Fort Benning, Georgia (Ruth Wesley), de la biblioteca Chatham House, en Londres (Kenneth Younger, miss Campbell y miss Hamerton), y del Museo de Guerra británico (doctor Noble Frankland y Rose Coombs). Dos bibliotecas de Alemania nos resultaron especialmente útiles: la Bibliothek für Zeitgeschichte (doctor Jürgen Rohwer, Joachim Roeseler y Werner Haupt), y la Ostdokumentation des Bundesarchivs, de Coblenza, donde, de entre unos trece millones de páginas elegimos los relatos más serios y significativos de los refugiados que procedían del este de Alemania.
Este libro no hubiera podido escribirse sin la colaboración de los Departamentos de Defensa, Ejército, Marina y Aviación de Estados Unidos, así como de los Gobiernos de Alemania Oriental y Occidental, de Polonia, Hungría, Dinamarca, Austria y Yugoslavia. Numerosas agencias, organizaciones y personas aisladas contribuyeron sustancialmente a redactar esta obra. Reseñarlos a todos resultaría imposible, pero he aquí unos pocos:
Washington D. C.: teniente coronel C. V. Glines; teniente coronel Charles Burtyk Jr.; comandante Robert Webb; comandante B. J. Smith y Anna C. Urband, de la Oficina de la Secretaría Auxiliar de Defensa; Martha Holler, Asuntos Públicos, OASD; general de brigada Hal C. Pattison; juez Israel Wice, Charles B. Mac Donald, Martin Blumenson, Charles Romanus, mistress Magna Bauer, Detmar H. Finke y Hannah Zeidlik, de la Oficina del Jefe de Historia Militar, Departamento del Ejército; general de división J. C. Lambert, ayudante general; doctor G. Bernard Noble, jefe de la sección histórica del Departamento de Estado; general de división G. V. Underwood Jr., jefe de información del Departamento del Ejército; Alice Martin y Edith Midgette.
Ciudad de Nueva York : comité de Europa Libre; doctor Jean Pennar del comité Americano de Liberación; Mike Land y Robert Meskill, de la revista Look ; Monty Jacobs, del Congreso Mundial Judío.
San Antonio : coronel y señora Hurley Fuller; Hurley Fuller, Jr.; mister y mistress James Haslam.
Austria : doctor Friedrich Katscher y señora, doctor Fritz Meznik, doctor Hans Kronhuber y doctor Otto Zundritsch, del Bundeskanzleramt. La competencia y el celo del doctor Zundritsch facilitaron nuestras investigaciones en Austria.
Dinamarca : Kai Johansen, Begt Petersen y mistress Kirsten Rode, del Ministerio de Asuntos Exteriores. Mister Johansen no sólo concertó nuestras entrevistas y consiguió útiles informes, sino que fue un atento anfitrión.
Alemania Occidental : Edgar Oster, de la Oficina de Informes y Organización; frau Wera Bayer, Sección de Prensa del D.D.R. Mister Oster nos acompañó en nuestra gira por Alemania Oriental.
Inglaterra : James T. Pettus y William Clarke, de la Embajada americana; general de división David Belchem, y coronel A. E., Warhurst, de la Sección Histórica de la Oficina del Gabinete.
Francia : Robert Calmann-Levy y miss Lolay Bloch de Calmann-Levy, editores; mistress Edith Bohy y mister Roland Mehl.
Hungría : doctor Elek Karsai; teniente coronel Sandor Mucs, editor de la Military History Review ; doctor György Ranki; Paul A. Nyiri y Laszlo Hingyi, del Instituto de Relaciones Culturales; doctor Foti, de la Oficina de Asuntos Exteriores, y Tibor Ormos, del Budapest Filmstudio, quien nos enseñó algunas películas sobre la batalla de Budapest. La hospitalidad en toda Hungría fue extraordinaria. Así por ejemplo, mister Nyiri evitó que nuestro viaje por Europa Oriental resultase un fracaso, arreglando por teléfono el permiso para nuestro regreso a Hungría desde Yugoslavia, sin visados.
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