John Toland - Los Últimos Cien Días

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Los últimos cien días de la Segunda Guerra Mundial en el escenario europeo son la culminación del drama que se ha desarrollado a lo largo de toda la contienda. En esos tres meses los Aliados darán el golpe de gracia al Tercer Reich pero, antes de que éste se hunda definitivamente, Alemania tendrá que soportar una tragedia con escasos precedentes en la historia de la humanidad. Víctima de intensos bombardeos, del frío y la falta de alimento, de los excesos cometidos por las tropas rusas y del terror impuesto por los últimos guardianes del nazismo, la población germana acabará recibiendo la noticia de la derrota con indisimulado alivio.
En estas páginas, el historiador John Toland ofrece una extensa, documentada y apasionante reconstrucción de esos últimos y dramáticos días. Su lenguaje ameno y directo, más cercano al periodismo que al propio de los libros de historia, transporta al lector a los diferentes escenarios en los que se libra esa partida final, en un fascinante relato de interés creciente que logra captar toda su atención desde el primer momento.
Los últimos cien días, un clásico imprescindible del que se han vendido millones de ejemplares desde su aparición en 1965, está considerado hoy día como la obra más completa sobre el final de la Segunda Guerra Mundial en Europa.

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El anuncio se hizo, pero no provino de Churchill. Poco después de las tres, Kennedy escuchó en la emisión de la BBC una traducción al inglés del discurso que Schwerin von Krosigk acababa de hacer por Radio Flensburg: «¡Hombres y mujeres de Alemania! Por orden del gran almirante Doenitz, el Cuartel General del Ejército ha anunciado en el día de hoy la rendición incondicional de todas las tropas.» A continuación se pedía a los alemanes que hiciesen sacrificios. «Ante la oscuridad del futuro, debemos dejarnos conducir por la luz de las tres estrellas que siempre fueron el distintivo del carácter alemán: « Eingkeit und Recht und Freiheit » (Unidad, Justicia y Libertad).»

Resultaba inconcebible para Kennedy que el Gobierno de Doenitz hubiese hecho el anuncio sin el consentimiento del Alto Mando Aliado. Llamó por teléfono al despacho de Allen y le dijeron que éste se hallaba demasiado ocupado para hablar con él. Se trasladó entonces rápidamente a la oficina del teniente coronel Richard Merrick, censor jefe de Estados Unidos, y manifestó que no se consideraba obligado a retener la noticia, una vez que los alemanes la habían hecho pública.

– Haga lo que guste -declaró Merrick.

Kennedy redactó entonces una versión abreviada del hecho, y puso una llamada a la agencia de Londres de la Associated Press , por medio del teléfono militar. Desde el hotel Scribe, cualquiera podía decir «París militar», y le comunicaban en seguida con el número de Londres que solicitase. Un agente enemigo que hubiese penetrado en el hotel, podría haber hecho otro tanto.

– Soy Kennedy, Lew -dijo por teléfono a Lewis Hawkins, en la oficina londinense de la agencia-. Alemania se ha rendido incondicionalmente. Es oficial. Féchalo en Reims, Francia, y publícalo.

Como la noticia se había originado en París y sólo fue reexpedida por Londres, los censores británicos consintieron que se despachase tal como se había dictado a la oficina de la A. P. Allí quedó retenida ocho minutos en el despacho extranjero para posibles correcciones, pero no se hizo ninguna, y la noticia fue difundida a todo el mundo aliado a las 15'35, hora de Londres, por la Prensa y la Radio.

Las repercusiones fueron casi inmediatas. Hacia las cuatro, Churchill, que había llamado a Eisenhower media docena de veces ese mismo día, procurando que se divulgase la noticia, llamó por teléfono al almirante Leahy, en el Pentágono, para que le diese más informes.

– En vista de los acuerdos efectuados -contestó Leahy-, mi jefe me pide que le diga que no puede actuar sin la aprobación del tío José. ¿Comprende, señor?

– ¿Quiere que alguien más joven le oiga? Yo empiezo a estar un poco sordo -dijo Churchill.

Leahy comenzó a repetir el informe al secretario del primer ministro, pero Churchill le interrumpió, lleno de impaciencia:

– Escuche, el primer ministro alemán (en realidad era el ministro de Asuntos Exteriores, Schwerin von Krosigk) ha dado por radio, hace una hora…

– Sí, ya lo sé.

– … una alocución declarando que se ha efectuado la rendición incondicional de las tropas alemanas.

– Estamos al corriente de eso.

– ¿Cómo se explica que el presidente y yo hayamos sido las únicas personas de este mundo que no sabían lo que se estaba llevando a cabo?

Añadió Churchill que daría él mismo la noticia hacia la seis de la tarde.

– ¿No ha solicitado la aprobación del tío José?-inquirió Leahy, afirmando que Truman no haría anuncio alguno sin la aprobación de Stalin.

– El mundo entero lo sabe, y no veo por qué debemos retener la noticia hasta que… Bueno, es una situación absurda. Todos están enterados.

– En efecto, todos lo saben. Eso es cierto, señor.

Una hora después, Churchill volvía a llamar.

– Nos hemos comunicado con Eisenhower -le informó Leahy-. Dice que no hará anuncio alguno desde su cuartel general, hasta que no lo hagan previamente Londres, Moscú y Washington. Replicó el primer ministro que en Londres las multitudes empezaban a concentrarse.

– Hay que seguir adelante… -añadió.

– Comprendo sus razones, y no puedo aconsejarle nada -contestó Leahy-; el presidente dice que no hará anuncio alguno hasta que tenga noticias de Stalin.

Luego prometió a Churchill que le informaría en cuanto llegase el mensaje de Moscú.

– Diga al presidente que lo siento mucho. Espero que lo anunciemos todos al mismo tiempo -agregó Churchill.

– Daré al presidente su mensaje.

– Considero que no es posible demorarse más.

– Lo siento -dijo Leahy.

Los londinenses esperaban llenos de impaciencia el anuncio oficial de Churchill. Pocos minutos después de las seis, tres aviones «Lancaster», volando bajo sobre Londres, lanzaron bengalas rojas y verdes, así como banderas de los países aliados, que pronto fueron colocadas en los escaparates de las tiendas.

Durante casi dos horas las multitudes permanecieron expectantes, hasta que el anuncio que habían esperado durante varios años fue hecho público por el Ministerio Inglés de Información: el día siguiente sería el Día de la Victoria. Pero para los londinenses la guerra había terminado aquella misma noche, y comenzaron a celebrarlo de manera desaforada. Desde Picadilly a Wapping se encendieron hogueras en las calles, y su resplandor teñía de rojo el cielo nocturno. Por el Támesis circulaban en uno y otro sentido innumerables lanchas, remolcadores y otras embarcaciones pequeñas, armando el mayor ruido posible. Piccadilly Circus era un conglomerado de gentes que bailaban y gritaban frenéticamente. Las personas extrañas se abrazaban en las calles, mientras los cohetes estallaban en el cielo y se cantaba más o menos afinadamente el «Tipperary», «Lonch Lomond» y «Bless 'em All». Largas filas de londinenses se dirigían hacia el palacio real, gritando todos al unísono:

– ¡Que salga el rey!

En Nueva York no se observaba regocijo alguno, pues aún había que ganar una guerra en el Pacífico. También había gran escepticismo sobre la autenticidad de la noticia, debido a un falso rumor de paz que se difundiera diez días antes. Muchos eran también los que recordaban el falso armisticio de 1918.

Para ese entonces, a Edward Kennedy, que había divulgado la noticia, le fueron suspendidas indefinidamente todas las prerrogativas periodísticas ante el Alto Mando aliado, pero esto apenas si logró aplacar la ira de los demás corresponsales.

Por su parte, los noruegos celebraban el acontecimiento ante las mismas tropas de ocupación. Vidkun Quisling, el hombre cuyo nombre se convirtió en sinónimo de traidor, aún estaba en el palacio real. Se hallaba escuchando a Leon Degrelle, el cual huyó de Alemania atravesando Dinamarca, con el fin de luchar contra el bolchevismo. Quisling tenía el rostro contraído, y sus ojos se movían nerviosamente, mientras tabaleaba con los dedos sobre la mesa. Degrelle tuvo la impresión de hallarse ante un hombre totalmente vencido por los acontecimientos, y consumido interiormente. En la media hora que siguió, Quisling estuvo hablando sobre el tiempo, y Degrelle se marchó totalmente desilusionado. Había hecho todo lo posible, aguantando hasta el final. Pero, ¿dónde podía luchar ahora?

Se trasladó entonces al palacio del príncipe heredero Olaf, para ver al doctor Josef Terboven, el reichskomissar de Noruega. [73]Un mayordomo de librea les sirvió bebidas, como si se tratase de un día corriente. Terboven, cuyos ojos diminutos parpadeaban continuamente, como los de Himmler, dijo con voz grave:

– He pedido en Suecia que le den asilo a usted, pero se niegan. Pensé enviarle al Japón en avión, pero la capitulación es absoluta, y no se permite que ningún submarino abandone el puerto. Hay un aparato particular que pertenece al ministro Speer. ¿Quiere correr el riesgo y tratar de volar hacia España, esta noche?

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