Maria Siliato - Calígula

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En el fondo de un pequeño lago volcánico, muy cerca de Roma, descansan desde hace veinte siglos dos barcos misteriosos, los más grandes de la Antigüedad. ¿Cómo llegaron estas naves egipcias a un lago romano? Una inscripción en el interior de los barcos puede ser la clave: el nombre Cayo César Germánico, más conocido como Calígula, sea tal vez la respuesta. Esta extraordinaria novela ofrece una nueva visión de la excéntrica y controvertida figura del emperador Calígula, tan despreciada y cuestionada por la historia. Un niño que logró sobrevivir y aprendió a defenderse en un medio hostil, un muchacho que veneraba a su padre y que junto a él descubrió y se enamoró de Egipto. Un joven marcado por la soledad, el dolor, arrastrado a la locura por el asesinato de toda su familia, víctima de las intrigas del poder. ¿Cabría ahora preguntarse si el gran verdugo, el asesino brutal, no fue en realidad una víctima?

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Era una agradable mañana romana, que sugería pensamientos de ocio, cuando le llegó la noticia. Sintió un irracional deseo de huir. Sin embargo, ordenó que lo esperasen y que no tocaran nada. Llamó a Helikon para no estar solo y, mientras el muchacho acudía, se levantó; de pronto, después de mucho tiempo, volvió a notar un nudo en el estómago.

Se dirigió a pie, caminando despacio, a la Domus Tiberiana, un recorrido que hasta entonces había evitado. Subió trabajosamente hasta aquellas estancias que no había querido ver. Entrar en ellas significaba penetrar a fondo en la laberíntica mente del viejo emperador. Mientras todos lo miraban pensando más o menos lo mismo que él, llegó a la cámara imperial, vio a los augustianos de guardia, los cascotes en el suelo, el paso apenas abierto. Se detuvo, pidió que ensancharan la abertura. A todos les parecía que estaba muy tranquilo.

Sin embargo, su mente gritaba que habría sido mejor no saber. Entretanto, los hombres retiraban con cuidado los finos ladrillos bien unidos y recogían los cascotes en cubos. Él pensó que Tiberio había estado años fuera de Roma. Eran, pues, documentos antiguos, quizá de la época del envenenamiento de Germánico. Se quedó helado, notó que estaba temblando.

Al acceder al poder, había conquistado una paz falsa diciéndose a sí mismo y diciendo a los demás que no quería saber nada del pasado, y su discurso había despertado el entusiasmo. Pero se había engañado a sí mismo y a los que lo escuchaban. Ordenó que llevaran más luces, despidió a todos, indicó a Helikon que se quedara, entró en el cuarto. Cogió un codex al azar; la funda era de piel oscura, como las que Tiberio había usado toda la vida. Lo acercó a la luz y vio el sello de Tiberio, puesto con su acostumbrado orden maniático. No lo había tocado nadie. Pensó: «¿Se había olvidado Tiberio de todo esto? ¿0 lo conservó igual que se aparta un veneno?».

Salió de allí con aquel códice en la mano, se acercó a una ventana.

– Espera -rogó Helikon.

Poseía la percepción de los perros de caza; de hecho, temblaba igual que algunos perros cuando perciben la presencia de un jabalí entre la maleza. Pero él rompió el sello.

El códice se abrió. Era un fajo de hojas extendidas ordenadamente, de tamaños y con grafías distintas. El emperador lo cerró de nuevo. Pensó que su equilibrio estaba a punto de romperse.

– No mires -suplicó el muchacho-, no tienes necesidad de hacerlo.

Sin contestar, él fue a sentarse donde seguramente se había sentado Tiberio. Con aquel códice en la mano. En unos instantes, el odio le había secado los labios y la garganta. Pidió a Helikon que le llevaran algo de beber, hizo quitar el polvo de la larga mesa. Esperó en silencio a que cumplieran sus órdenes.

Después fue incapaz de moverse de allí hasta la noche. Era la historia contada desde el interior -los confidentes, los delatores, los espías, las denuncias anónimas, los testimonios no registrados, las votaciones secretas, los conciliábulos, las conversaciones privadas con el emperador, las órdenes expedidas a los tribunos y los prefectos- de la larga y programada persecución que había destruido a su familia y a cuantos le eran fieles.

Tiberio, con fría precisión, lo había recopilado personalmente todo. Los culpables desfilaban a decenas, desde los tiempos de la agonía de Julia, y el asesinato de Graco, y los terribles días de Antioquía; nombres y declaraciones de los acusadores, actas de los falsos testimonios firmadas al final de la hoja; listas de los senadores que habían dictado las sentencias. Informes escritos día a día, con brutal minuciosidad, por los carceleros que habían visto a su madre buscar la muerte en la isla de Pandataria para escapar de los malos tratos. Nerón, el mayor de sus hermanos, el que amaba impetuosamente la vida, el que lo levantaba por los aires y se lo echaba sobre los hombros corriendo, inducido a suicidarse al ver los instrumentos de cruel tortura, las tenazas, el flagrum, los hierros candentes que el verdugo enviado por Tiberio le mostraba riendo. Y Druso, que había escrito aquel diario, muerto de hambre en los sótanos de aquel mismo palacio, único prisionero, intentando durante nueve días sobrevivir comiendo la paja del jergón. Durante nueve días había llamado desesperadamente, implorado, maldecido a Tiberio; y el centurión de guardia -se llamaba Attius- había sofocado sus cada vez más débiles protestas a latigazos, mientras los espías de Tiberio anotaban todas y cada una de las palabras, todas y cada una de las invocaciones, todos y cada uno de los confusos susurros de la agonía, en espera de quién sabe qué secretos. Pero Druso no había denunciado a nadie.

Al llegar a ese punto el joven emperador se percató de que, cuando había declarado en su discurso programático: «Todos esos documentos serán quemados», algunos debían de haber reído en silencio. Los documentos oficiales habían sido simplemente el sarcófago, no el horror que estaba sepultado dentro.

Calixto llegó jadeando de las Aquae Albulae, junto a Tibur.

– Me he enterado… -Dirigió una intensa mirada al agujero de la pared y murmuró-: Quién lo hubiera dicho…

El emperador estaba exhausto; el dolor en el estómago estaba acompañado de arcadas. Se puso en pie, respiró delante de la ventana abierta. Vio que era noche cerrada. Los ojos de Calixto, mientras tanto, corrían ávidamente sobre aquellos códices bien encuadernados, que recordaban el inexorable orden de Tiberio y casi su presencia física. Pero no se atrevía a acercarse.

El emperador se volvió, cogió un códice abierto, se lo tendió sin dar ninguna explicación. Era el índice de los testigos «espontáneos» que se habían vuelto contra Nerón y Agripina y en cuyas declaraciones se había basado la instrucción del proceso. Nombres históricos de magistrados, sumos sacerdotes, senadores, cónsules.

– Esto lo cambia todo -murmuró Calixto. Se había quedado blanco como el mármol de las jambas, ese mármol exangüe, casi amarillento, que a Tiberio tanto le gustaba en la decoración de sus estancias-. Y siguen todos vivos -dijo. A través de esos hombres, el poder senatorial y el poder imperial se enfrentaban entonces a diario. La mente de Calixto calculó en un momento que esos enemigos eran muy numerosos.

Fuera, en el viejo atrio de la Domus Tiberiana, se congregaban funcionarios y cortesanos inquietos, pues se había difundido la confusa noticia del descubrimiento de no se sabía qué secretos de la época de Tiberio. Calixto pasó sus delgadas manos sobre las hojas.

– No fue Tiberio quien condenó a mi familia -dijo el emperador-. Fue el voto de los senadores, los optimates, los que, en cuanto estuvo muerto, lo llamaron monstruo y me aclamaron a mí.

Calixto fue a mirar aquel hueco en la pared, se asomó al interior, se volvió.

– Tiberio no estaba aquí cuando murieron tus hermanos, ni siquiera durante el proceso a tu madre. Estaba en Capri, y no volvió. ¿Quién escondió esto aquí dentro?

Tenía razón. Tiberio no había estado en Roma en aquellos días y no había vuelto.

– Recuerdo -reflexionó Calixto- lo que dijo Macro en las horas anteriores a tu elección. No paraba de ir de un lado para otro y de repetir: «Pueden hacer lo que quieran ahí adentro». Lo hicieron, está claro. Y no destruyeron, escondieron. -Se quedó un momento en silencio-. ¿Quién lo haría?… -se preguntó después en un susurro, casi admirado por la sutil inteligencia que había escogido el lugar más improbable de todos, los aposentos abandonados del viejo emperador, adonde sin duda nadie entraría a dormir durante décadas. Quizá, intuyó, había sido una orden a distancia del propio Tiberio. Pensaba en voz baja. Respiró hondo y dijo-: Quien tenía estos documentos, tenía en sus manos a los senadores… -Su fría mente iba cada vez más lejos; su palidez de piedra estaba desapareciendo. Miró al emperador y de pronto dijo-: Estos documentos son una fortuna, Augusto. A partir de hoy, quien tiene a los senadores en sus manos eres tú.

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