Maria Siliato - Calígula

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En el fondo de un pequeño lago volcánico, muy cerca de Roma, descansan desde hace veinte siglos dos barcos misteriosos, los más grandes de la Antigüedad. ¿Cómo llegaron estas naves egipcias a un lago romano? Una inscripción en el interior de los barcos puede ser la clave: el nombre Cayo César Germánico, más conocido como Calígula, sea tal vez la respuesta. Esta extraordinaria novela ofrece una nueva visión de la excéntrica y controvertida figura del emperador Calígula, tan despreciada y cuestionada por la historia. Un niño que logró sobrevivir y aprendió a defenderse en un medio hostil, un muchacho que veneraba a su padre y que junto a él descubrió y se enamoró de Egipto. Un joven marcado por la soledad, el dolor, arrastrado a la locura por el asesinato de toda su familia, víctima de las intrigas del poder. ¿Cabría ahora preguntarse si el gran verdugo, el asesino brutal, no fue en realidad una víctima?

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Pero al día siguiente el emperador no salió de la zothecula y no permitió entrar a nadie. Era el décimo día de junio del segundo año de su imperio. En la villa de Baia -donde vivía sus días de enamorada con el hombre con quien había querido casarse-, su hermana Drusila, la única persona de su destrozada familia a la que todavía podía querer, había muerto a los veinte años, a causa de una brevísima y estúpida fiebre que los médicos no habían sido capaces de curar y sin que a nadie hubiera considerado necesario informarle. Únicamente después de que hubiera muerto le habían dicho, balbuciendo, que aquella fiebre, con dolores de cabeza atroces que llegaban a hacerle perder el conocimiento, había sido semejante a la que lo había atacado a él, pero de la que los dioses lo habían salvado.

Él había cerrado la puerta. «Es más difícil quedarse solo dentro de estos palacios que para un condenado al que se quiere impedir que se suicide.»

Pero no era verdadera soledad. Al otro lado de aquella puerta a la que no se atrevían a llamar, esperaba un sinfín de senadores, sacerdotes, magistrados y tribunos para calmar su inconmensurable dolor con ritos y palabras. Y su rechazo empezaba a asustarlos.

Tan solo aquella puerta cerrada lo defendía. «Cuando estás solo, no consigues llorar de verdad. Dejas escapar unos sollozos y ya está.» Dio media vuelta, comprobó que la puerta estuviese bien cerrada.

«Cuando abrí los ojos al remitir la fiebre, fue a ella a quien vi. Y ahora, este junio tan claro y templado ella no lo ve. Pero si el emperador demuestra lo que siente, es como abrir la puerta de una ciudad sitiada.»

Unos días antes, en medio del silencio, había oído los pasos de Drusila correr ligeros fuera de aquella puerta. Nadie despegaba del suelo las sandalias de suave piel, forradas de seda, con tanta levedad como ella. Y, con la respiración apenas jadeante, llamaba. Ninguna mujer tenía los pequeños labios sonrientes que tenía ella. Empujaba despacio la puerta. Y él fingía que dormía.

En la última ménsula, allí abajo, descansaba la pequeña y enigmática escultura de madera, extraída de un incorruptible tronco de sicomoro, que aquel sacerdote de Iunit Tentor le había regalado a su padre: «Representa el anj, el espíritu que nada puede matar». Era el cuerpo estilizado de un pájaro con grandes alas, recubiertas de decenas de brillantes turquesas. Pero del denso plumaje emergía un rostro humano, con los labios cerrados, que miraba hacia el frente.

Al lado estaba la pequeña representación en madera de una joven con una coronita de oro en la cabeza. Y sobre ella estaba escrito en demótico: «Ojalá pueda tu alma, Eirene, resurgir junto a la divina señora de Ab-du». ¿Qué irreparable dolor había empujado al esclavo Helikon a llevarlo encima escondido durante años y a pedir al emperador romano, como si fuera un niño, que la guardara en la zothecula, «a buen recaudo»?

Pero de Drusila no existían retratos. Solo una pequeñísima cabeza de mármol. Había que representarla inmediatamente, antes de que el tiempo borrase su recuerdo. Decidió que le encontraría sitio en aquel monumento sagrado que estaban construyendo en la orilla del lacus Nemorensis. Representarla con su sonrisa adolescente, en una actitud espiritual. La parte de ella que no podía morir.

Finalmente, un solo hombre en todo el imperio logró que le abrieran aquella puerta: el antiguo esclavo Fedro, el poeta.

«Majestas ducis», decía para dirigirse al emperador, incluso en la intimidad. Debía de tener cincuenta años en aquella época. Había nacido en Pieria, en la Macedonia meridional, y capturado como esclavo en un momento y de un modo de los que no le gustaba hablar, como el pobre Zaleucos, del que no se había vuelto a saber nada. Había sido llevado a Roma y regalado a Augusto, quien, impresionado por su arte, lo había emancipado. Había aprendido latín de adulto y había adquirido, para escribirlo, un estilo excepcionalmente sencillo, pictórico como una fábula y profundo como una filosofía.

Pero cuando, por la famosa fábula del cordero y el lobo, Elio Sejano lo había encarcelado y había dejado caer sobre él, tan moderado como sus obras, la durísima ley De majestate, Fedro se había defendido mal diciendo que se había limitado a traducir antiguas fábulas griegas, concretamente las de Esopo. Había salvado la vida, pero nunca se había liberado del horripilante recuerdo de la cárcel; tenía los ojos enrojecidos a causa del largo período pasado en la oscuridad.

– Inferior stabat agnus -citó de memoria el emperador. Se dio cuenta de que, tras horas y horas de negro silencio, sus labios se movían; pero también advirtió que los ojos enrojecidos del poeta brillaban, y era peligroso, porque bastaba una insignificancia para hacerle caer también a él. Se sobrepuso y dijo-: Dime la verdad de una vez. Tú escribes demasiado bien, eso no son traducciones.

Fedro declamó entonces de memoria, en un bellísimo griego, el místico episodio en el que Esopo contaba cómo la diosa Isis -que despierta las facultades creativas del alma- había dado voz de nuevo a sus labios.

– En realidad -explicó-, no sabemos cómo nace en nosotros, los poetas, lo que decimos y escribimos. Solo sabemos que tenemos que hacerlo.

El emperador trató de sonreír y contestó que quizá el alma de Esopo se había refugiado dentro de él. Impulsivamente, lo abrazó, y Fedro notó, contra sus delgados huesos, los sollozos que sacudían el pecho del emperador. Pero el emperador se rehízo enseguida y dijo que haría esculpir un herma de dos caras, como la de Jano, el antiquísimo dios itálico del Sol y de la Luna, pero por un lado pondría el rostro bárbaro del tracio Esopo, que vivía en penosa soledad, descuidado, con el pelo enmarañado, también él con experiencia como esclavo.

– … y por el otro, el rostro pensativo, espantado por la experiencia de la cárcel, de mi querido poeta, mi Fedro.

La puerta de la zothecula ya había sido abierta y todos se asomaron. El dolor se había vuelto postración y el emperador recibía a sus visitantes, muy pocos a la vez, los que cabían en aquella estancia diminuta. Se sentaban a su alrededor, sobre escabeles y cojines.

De vez en cuando un copero servía con diligencia, por consejo de los médicos imperiales, un vino tinto añejo que Manlio había sacado de un dolium pluricentenario de sus bodegas, hundidas en las faldas volcánicas del monte Artemisio.

Y mientras los visitantes hablaban, el emperador se dijo que a nadie le importaba realmente que la dulce Drusila -tan joven y en el suave mes de junio- estuviera muerta. Incluso el hombre al que ella había amado, aquel hombre perteneciente a una gran familia, Marco Emilio Lépido -estaba entrando en ese momento- ya había encontrado consuelo. Más aún, parecía que la muerte de Drusila le causara más rabia que sufrimiento; no había perdido un amor, le habían robado algo.

Después llegó Lucio Anneo Séneca, el filósofo, y le leyó en la cara al emperador que los dolores infantiles, las pérdidas familiares incurables, habían vuelto a explotar clamorosamente. Y fue un testigo no partícipe, que juzgaba con desprecio disimulado. Tenía un alma noble pero seca, lúcida y orgullosa, sentía por el mundo de los afectos una compasión intelectual. La condición humana, decía, la condicio rerum humanarum, era mediocre y no había esperanza para ella.

No buscó palabras consoladoras. Dijo que a él los reveses de la vida le habían enseñado la ciencia de la escritura.

– Porque esa es la finalidad del dolor: construir experiencias.

Vio que el emperador estaba mentalmente ausente y se irritó. Dijo con altanería que estaba tomando nota de los acontecimientos y de las conversaciones de los demás para una obra que estaba escribiendo muy despacio, dividida en muchas partes.

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