Maria Siliato - Calígula

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En el fondo de un pequeño lago volcánico, muy cerca de Roma, descansan desde hace veinte siglos dos barcos misteriosos, los más grandes de la Antigüedad. ¿Cómo llegaron estas naves egipcias a un lago romano? Una inscripción en el interior de los barcos puede ser la clave: el nombre Cayo César Germánico, más conocido como Calígula, sea tal vez la respuesta. Esta extraordinaria novela ofrece una nueva visión de la excéntrica y controvertida figura del emperador Calígula, tan despreciada y cuestionada por la historia. Un niño que logró sobrevivir y aprendió a defenderse en un medio hostil, un muchacho que veneraba a su padre y que junto a él descubrió y se enamoró de Egipto. Un joven marcado por la soledad, el dolor, arrastrado a la locura por el asesinato de toda su familia, víctima de las intrigas del poder. ¿Cabría ahora preguntarse si el gran verdugo, el asesino brutal, no fue en realidad una víctima?

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La «zothecula»

El emperador se había encerrado en el escritorio que había sido de Augusto. El lo llamaba la zothecula: luz tenue, una entrada a la gran sala con columnas, otra que daba al peristilo, la posibilidad de entrar y salir sin ser visto. En las paredes, paneles enmarcados por elegantes estucos, con frescos serenos: cisnes, grifos, flores de loto. Una preciosa mesita, su silla, dos o tres escabeles, un lectulus, una especie de diván para descansar y leer, moda inventada por Marco Tulio Cicerón.

Pero en las cuatro paredes, nichos y ménsulas estaban sobrecargados de pequeños objetos preciosos. Soberanos derrotados, embajadores en busca de paz, notables locales y gobernadores de provincias peligrosas se esforzaban en escoger presentes -objetos de oro, piedras, esmalte, madera, marfil, mármol, cristal, mosaicos, camafeos, pinturas- que satisficieran su ya famoso espíritu coleccionista.

Fiel a las órdenes, el oficial encargado de la ejecución de Macro se hizo anunciar y, de pie en medio de aquellos espléndidos tesoros, relató los hechos: Macro, como militar que era, había escogido el suicidio; y había actuado con rapidez, y sin hacer ruido. Había dejado un mensaje, que el oficial repitió con cínica brevedad: quedaban vivos otros enemigos. Concluyó diciendo que Enia, la mujer de Macro, había escogido morir con él. El emperador lo despidió sin hacer comentarios.

Los pensamientos empezaron a fluir en cuanto la puerta estuvo cerrada. Sobre la mesa descansaba, como pisapapeles, un elegante camafeo -un gran jaspe montado en oro- regalo de Polemón, el príncipe poeta. El emperador le dio varias vueltas entre los dedos. En el jaspe estaban representadas en relieve siete novillas; en el círculo de oro que lo rodeaba, Polemón había hecho grabar unos versos suyos: «Las terneras te miran, como si estuviesen vivas. Quizá huirían. Pero el cerco en el que están encerradas es de oro».

¿Qué quería decir Polemón? ¿Que la prisión debe ser grata para que no te percates de que estás encerrado? ¿O que el oro, el verdadero, lo aprisiona todo?

De hecho, los hombres de Macro, los pretorianos, generosamente pagados, habían mantenido un disciplinado y casi indiferente silencio, igual que en la época de Sejano. La cautela codiciosa de Augusto y la insaciable y lúcida avaricia de Tiberio quizá habían nacido de experiencias similares. «Los senadores están divididos y son incapaces de administrar el poder -había dicho sonriendo Tiberio, una de las raras veces en que se le había visto sonreír; y había añadido-: El dinero es el amo.»

El emperador se levantó, se puso a andar por la habitación; cinco, seis pasos, y giraba sobre sus talones, volvía atrás, acariciaba un objeto, lo cogía, lo recolocaba.

Un pequeño vaso de cristal y pasta de rubíes, de Menfis, intacto después de mil trescientos años; de la dieciocho dinastía, decían. La enorme esmeralda india regalada por Cotis. El rostro del dios Amón, del color del sol porque estaba fundido en un oro sin escoria.

El emperador se dijo que la inercia venal de los pretorianos ante la muerte de Macro había sido muy útil, pero era terrorífica. Su protección era precaria, más aún, inexistente. «Tiberio puso el mar a su alrededor. Yo estoy aquí y debo contar con una guardia incorruptible.»

Caminaba. Balsameras, frasquitos de oro y de cristal en los que mojar varitas de hueso para extender el perfume sobre la piel: Herodes decía que su abuelo se los enviaba a Cleopatra. Una pequeña escultura crisoelefantina, de oro y marfil: el águila de Zeus raptando a Ganímedes. La garras aferran, sin clavarse, el cuerpo del joven, lo levantan del suelo. Mientras las fuertes alas se abren para emprender el vuelo, el joven, consciente de que quien lo rapta es el dios, no se resiste; es más, con un brazo estrecha el cuello del águila. Se dice que es obra de Leocares.

Un pequeño bronce, la cabeza de un sátiro con las orejas puntiagudas. Ríe. Dicen que esa risa eufórica en los labios carnosos la talló con sus propias manos el avaro Lisipo, que cada vez que vendía una figura echaba una moneda dentro de un ánfora, y cuando murió contaron mil quinientas.

Una pequeña diosa de mármol, la delicada Venus de Bitinia, en cuclillas en la orilla del agua, desnuda, que se vuelve para mirarte. Se dice que es la primera idea en la que trabajó el célebre Doidalses. «La belleza no traiciona, no tiende trampas. No piensa, cuando te mira, que tú, a los veintisiete años, deberías morir.»

Cogió una copa de cristal azul de Tiro, con figuras de sátiros danzando, realizadas en relieve negativo: el artista ahuecaba el cristal por el revés, y por el derecho parecía un repujado. «Mi padre también había planeado crear una guardia de corps especial, pero no tuvo tiempo.» Se dio cuenta de que tenía sed. En la más lujosa y exclusiva estancia de los palacios imperiales no había una jarra de agua. Pero se dijo que no podía abrir aquella puerta. Dejó la copa en su sitio. Y de pronto pensó: «¡Germanos! Jinetes germanos, seleccionados entre los auxilia que patrullan en el Rin. Germanos. Desarraigados que sepan que no podrán volver nunca más a su país. Germanos que no comprendan una sola palabra de latín, que no conozcan en toda Roma a alguien a quien dirigir un saludo. Fieles por instinto y por necesidad. Germani Corporis Custodes.» Guardia de Corps Germánica.

Luego, a su mente acudió la voz ronca de Enia en el viento de Capri, sus dedos sin gracia, de nudillos toscos, alborotándole el cabello en aquellos miserables días. Manejada por Sertorio Macro, Enia había luchado con sus pobres fuerzas. «Sus fuerzas eras experiencias de burdel y aquel tío Trasilo que revelaba profecías. Perros débiles, que gruñen porque la cadena los ahoga. Pero Trasilo, al profetizar a Tiberio que yo no reinaría nunca, me salvó la vida.» ¿En qué estancias había tenido lugar aquel diálogo entre el avispado astrólogo y el viejo emperador atormentado por las sospechas, mientras él, sentado en la biblioteca, era ajeno a todo ello?

Al final de todo, Enia había demostrado tener dignidad y valor: más fuerte que las mujeres de muchos senadores.

Aquellas eran las primeras muertes de su imperio, las primeras decididas por él. Piedras caídas en el camino. «Trasilo ya no puede profetizar nada. El imperio ha llegado; aquí está. Es un tigre.»

Drusila

Bastó media hora para que toda Roma se enterase de la caída de Sertorio Macro y de cómo había muerto. La gente de la ciudad, contó Calixto, se había quedado de una pieza. Pero, puesto que en vida Macro solo había inspirado miedo, puesto que, desde la época de Tiberio, estaba vinculado a recuerdos de violencia, los romanos recibieron la noticia de su muerte con alivio. Y una multitud se congregó espontáneamente delante del Palatino para aprobar que se hubiera evitado el peligro y dado muerte al traidor.

Pero no ocurrió lo mismo entre los magistrados, los sacerdotes, los optimates: estos descubrieron con espanto que el joven emperador era totalmente distinto de lo que se habían contado uno a otro hasta el día antes. El joven perdido entre libros, que caminaba inseguro por las escalinatas de Villa Jovis, era un cerebro encerrado en sí mismo, simulador y secreto, fulminante en las decisiones.

Y mientras él sentía aún la turbación producida por aquellas primeras muertes («Ha sucedido algo que nada podrá sanar jamás»), en otro palacio de Roma, Valerio Asiático murmuraba para sí: «Creíamos haber elegido un símbolo y nos hemos regalado un amo». Y estaba secretamente atemorizado, casi hasta la angustia, porque el emperador había descubierto él solo aquellas intrigas y él solo las había desmontado. Pensó que la popularidad del «muchacho» había echado raíces demasiado profundas. «Si los romanos piensan que queremos matarlo de verdad -se dijo-, ninguno de nosotros podrá volver a salir a la calle.» Estuvo reflexionando largamente y decidió: «Tendremos que decir a los romanos que la mente del emperador se inventa miedos sin fundamento, ve por todas partes persecuciones y fantasmas». Y a los colegas aterrorizados que lo apremiaban les dijo: «Esas fiebres le han dañado el cerebro; se está convirtiendo en un peligro para muchos inocentes. Y hay que decírselo a Roma sin dilación, mañana mismo».

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