Maria Siliato - Calígula

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En el fondo de un pequeño lago volcánico, muy cerca de Roma, descansan desde hace veinte siglos dos barcos misteriosos, los más grandes de la Antigüedad. ¿Cómo llegaron estas naves egipcias a un lago romano? Una inscripción en el interior de los barcos puede ser la clave: el nombre Cayo César Germánico, más conocido como Calígula, sea tal vez la respuesta. Esta extraordinaria novela ofrece una nueva visión de la excéntrica y controvertida figura del emperador Calígula, tan despreciada y cuestionada por la historia. Un niño que logró sobrevivir y aprendió a defenderse en un medio hostil, un muchacho que veneraba a su padre y que junto a él descubrió y se enamoró de Egipto. Un joven marcado por la soledad, el dolor, arrastrado a la locura por el asesinato de toda su familia, víctima de las intrigas del poder. ¿Cabría ahora preguntarse si el gran verdugo, el asesino brutal, no fue en realidad una víctima?

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Augusto, en la soledad de su vejez, casi justificando ante sí mismo las interminables matanzas, había escrito: «Las armas romanas, venciendo, han causado la paz por doquier» («Per totum imperium, Romanorum parta víctoriis pax»). Un concepto espléndido hasta el absurdo, que los conquistadores futuros más desaprensivos le copiarían con entusiasmo. Pero, para terminar, Augusto había escrito: «Es necesario frenar la codicia de seguir ampliando el imperio», la «cupido proferendi imperii».

Así pues, el joven emperador dijo finalmente a Sertorio Macro, que caminaba a su lado:

– Hemos luchado en cientos de exasperantes guerrillas.

Y pensaba: «En Oriente todos se acuerdan de los días de Germánico. Saben cómo y por qué lo mataron. Se preguntan qué piensa su hijo». Veía mentalmente el palacio de Epidafne, a los enviados extranjeros subiendo la escalera.

Sin embargo, abandonar las armas, constante y sanguinariamente necesarias para un régimen de ocupación militar, remodelar las recientes conquistas en una corona de Estados federados, internamente autónomos pero vinculados por lucrativos acuerdos comerciales y fuertes alianzas militares -una red que incluyera todas las tierras del Oriente civilizado- parecía a muchos una juvenil, imposible y bastante peligrosa utopía. En realidad, era una idea insosteniblemente avanzada para su tiempo: una especie de Unión Mediterránea, lo contrario del poder romanocéntrico construido por Augusto y Tiberio. Una idea elevada y-quizá inalcanzable, copio las nubes del cielo. «Una idea semejante -se dijo el emperador- solo puede nacer en un corazón muy sabio, que esté cansado de sufrir inútilmente, o en una mente joven, que crea posible cambiar el mundo.» Y los dioses, que sabían el número de días concedidos a sus sueños, sonrieron. Él, en cambio, dado que la juventud le inspiraba la idea de un tiempo interminable, pensaba con júbilo que solo tenía veintiséis años; se precipitaba hacia proyectos lejanos, «el larguísimo gobierno del nieto de Augusto», el admirable, ordenado, pacífico imperio en el mare nostrum de los siglos futuros. Se le había quedado grabado en el cerebro el irónico e insultante comentario de Sertorio Macro para animarlo: «Ya tienes cuatro años más que Augusto cuando tomó el poder». Quizá Macro también empezaba a recordarlo.

Se acercó al mapa y tropezó ligeramente en el pulido y brillante suelo de mármol y mosaico. Él mismo se sorprendió: no había nada con lo que su pie hubiera podido topar. Pero «los dioses anuncian el destino con pequeñísimas señales», había dicho un día Zaleucos.

El emperador declaró:

– En lugar de seguir armando legiones, mandar embajadores y hablar… -Sertorio Macro se sobresaltó-. Devolver gobierno autónomo al antiguo estado de Cilicia, donde mataron a todos los familiares de Artavasde… Liberar al hijo prisionero del derrotado Antíoco, rey de Comagene, que fue injustamente depuesto por Tiberio. Volver a dar autonomía a su territorio, indemnizarlo por las riquezas que los ávidos procuradores expropiaron a su padre.

– ¡No puedes hacer eso! -lo interrumpió, espantado, Sertorio Macro-. Los senadores dirán que quieres arrebatarle oro a Roma para repartirlo entre los bárbaros.

Sin contestarle, el emperador alargó la mano y señaló otro punto del mapa.

– En Iturea, dar libertad y poder al tetrarca Soemo, que gobernaba su pueblo con sabiduría. Dejar los montes de Armenia Menor, infestados de bandidos, en manos de Cotis, un jinete incansable -dijo.

Y pensó: «Dejar el Ponto y el Bósforo en manos de Polemón, el príncipe poeta que escribía epigramas y me los daba en una fina hoja de pergamino. "Eros, te lo ruego: acaba con el amor que llevo en mí o concédeme ser amado. El deseo no puede vivir solo…" Dejar el gobierno de Tracia en manos de Roimetalkes, que en casa de Antonia, por juego y porque abrigaba una secreta esperanza, celebró aquel rito desenfrenado…».

Todos eran jóvenes. Todos, como él, hijos inermes de la guerra. Todos con el alma llena de recuerdos amargos y de cosas perdidas. Empleaban instintivamente las mismas palabras.

– Dejar la ingobernable Galilea en manos de Herodes Agripa, que estuvo en la cárcel por decir que confiaba en que yo gobernase. Dejarle también Judea y Samaria, donde Augusto impuso procuradores romanos, y las provincias colindantes de Abilene y Celesiria.

– ¡No puedes quitar a un procurador que fue instituido por Augusto para poner a tu Herodes! -protestó Sertorio Macro. Se había detenido también delante del mapa y golpeaba con su pesada mano la piedra-. Ha pasado un año desde tu elección, y hoy muchos ya no te elegirían.

No sabía que diciendo eso era el primero en enunciar un concepto que, siglos más tarde, muchos gobernantes democráticamente elegidos escucharían con fastidio: el primer año de gobierno, el año de gracia, ha terminado.

– Los enfrentamientos entre los judíos y los árabes -dijo el emperador- dieron a Pompeyo la excusa para mandar a las legiones. Nosotros debemos pacificar esas tierras. Junto a Herodes, daremos libertad y gobierno a Aretas, el depuesto rey de Nabatea…

– Aretas y sus salteadores del desierto… -Macro rió con sarcasmo-. Todas las mañanas veo a procónsules, procuradores y prefectos que gobernaban grandes provincias y ahora pasan el tiempo paseando por el Foro o sentados en las termas, sin cargos, sin dinero… Junio Silano dice que algunos senadores amigos suyos, mejor dicho, parientes suyos, allí, en Galilea, en Judea -buscaba aquellos lugares en el mapa, lo presionaba con el índice-, poseen inmensas tierras cultivadas con grano, viñas, olivos, cosechas que llenan decenas de naves. Y ahora será como si ya no fuesen suyas. Los senadores no están tranquilos. Lo que yo les había prometido no era esto.

El emperador miraba el mapa. Más allá de aquellas inquietas fronteras se extendía el imperio de los partos, antiguo y jamás vencido adversario de Roma.

– Debemos liberar al joven príncipe Darío, que lleva años retenido como rehén. Debemos buscar un acuerdo. -A pesar de las guerras, para él Darío ya era un amigo-. Los ejércitos no volverán a cruzar el Éufrates -dijo-. Pasarán los embajadores.

Macro lo acorralaba, furioso.

– Las legiones han vivido durante cien años de guerras, están para eso. Recuerda que el poder, para durar, debe ser terror -insistía sin recato-. ¡No te seguirá nadie por ese camino!

«No es verdad -pensó el emperador-. Los hombres se lamentan a menudo de los pequeños esfuerzos materiales, pero para hacer realidad un sueño nuevo, sobre todo si parece inalcanzable, son capaces de ir hasta el fin del mundo.»

Macro se dio cuenta de que el emperador no escuchaba y amenazó desesperadamente:

– Si seguimos así, nos matarán. ¿Sabes qué ha dicho el senador Asiático saliendo de la Curia?

El emperador se volvió para mirarlo y pensó que si el ignorante Sertorio Macro hablaba sin ningún control era porque tenía una opinión verdaderamente elevada de sí mismo. No contestó; la única señal externa de sus pensamientos fue la mirada, los iris verdegrisáceos entre los párpados abiertos. Pero el senador Asiático -después de que sus colegas, con una mayoría oficial arrolladora y murmullos de rebelión secreta, hubieran aprobado aquellos proyectos imperiales- había dicho: «No puede seguir así. Estamos descuartizando el imperio como si fuese un cordero para asarlo sobre las brasas».

La oposición alarmada y sorda de los optimates estaba aumentando en serio. «Marco Antonio también regalaba provincias imperiales a trocitos -decía con sorna Asiático-, pero al menos era recibido en la cama de una cortesana faraónica. De haber estado en su lugar, quizá yo tampoco me habría resistido. -Su séquito de fieles lo seguía riendo, y él preguntaba-: ¿Podríais decirme qué recibe ese muchacho a cambio? Dice que recibe a cambio la paz. ¿Podríais decirme qué es la paz? ¿Habéis visto alguna vez la paz? -seguía preguntando, irónico-. Hasta le hemos construido un templo. Un templo a la nada.»

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