Maria Siliato - Calígula

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En el fondo de un pequeño lago volcánico, muy cerca de Roma, descansan desde hace veinte siglos dos barcos misteriosos, los más grandes de la Antigüedad. ¿Cómo llegaron estas naves egipcias a un lago romano? Una inscripción en el interior de los barcos puede ser la clave: el nombre Cayo César Germánico, más conocido como Calígula, sea tal vez la respuesta. Esta extraordinaria novela ofrece una nueva visión de la excéntrica y controvertida figura del emperador Calígula, tan despreciada y cuestionada por la historia. Un niño que logró sobrevivir y aprendió a defenderse en un medio hostil, un muchacho que veneraba a su padre y que junto a él descubrió y se enamoró de Egipto. Un joven marcado por la soledad, el dolor, arrastrado a la locura por el asesinato de toda su familia, víctima de las intrigas del poder. ¿Cabría ahora preguntarse si el gran verdugo, el asesino brutal, no fue en realidad una víctima?

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En Roma se empezó a murmurar que ciertas villas secretas de amigos, ciertas extravagantes residencias de la costa tirrena eran lugares de juego y de excesos desenfrenados. «Ha aprendido en la escuela de Tiberio, el viejo corruptor, en Capri…», se decía. Y gente que no sabía nada de aquellos años espantosos añadía: «Y ahora todos los vicios de Egipto se extienden por Roma».

Él desconocía por completo todos estos rumores. No así Calixto, que respondía a las alusiones insidiosas con sonrisas evasivas en las que se podía leer compasión, cautela o quizá una muda desaprobación. Pero, en aquel marasmo de ofrecimientos, el joven emperador no tardó en descubrir codicia e intereses secretos; y sentía conatos de rechazo, o gélidos paréntesis de impotencia psíquica. Entonces pensaba que, en todas aquellas salas, con los únicos que mantenía una intimidad humana era con su cariñosa hermana Drusila y con Helikon, el joven esclavo que la suerte había llevado al universo de los palacios imperiales, por donde él se movía confiado, con su piel morena, su cuello fino, su ternura agradecida y sensual, como un animal liberado de una trampa. Con nadie más.

En ese momento, mientras se encaminaba entre dos alas de senadores y patricios al palco imperial, notó que una voz de mujer le rozaba el oído. De los tiempos de la infancia en el Rin, había conservado el instinto de prestar atención a los sonidos. Por eso, al pasar entre los cortesanos, captó una voz femenina que susurraba con inquietante dulzura:

– Qué joven es… Y nos ha cambiado la vida…

Aminoró el paso, se detuvo a hablar con otros, luego se volvió a medias: la voz había salido de donde estaba, junto a la maciza mole del tribuno Domicio Corbulo, una mujer de cabellos oscuros. Él saludó a otros senadores, siguió charlando, retrocedió unos pasos.

Domicio Corbulo, con confianza militar, dijo:

– Augusto, por favor… -Rió-. Mi hermana Milonia se moría de ganas de estar aquí.

La mujer se inclinó con evidente emoción. El joven emperador vio una masa de cabellos oscuros recogidos a la manera que se estilaba en Frigia, sin estirar. La voz que había hablado venía de lejos. Ella levantó la cabeza; él no vio si era guapa o no, si era muy joven o no, solo vio sus ojos oscuros y grandes, realzados por una sombra, profundos en el reflejo dorado de los pesados pendientes.

Tendió la mano hacia ella; y ella instintivamente, con devoción oriental, la cogió entre las suyas, la estrechó afectuosamente y la besó. Él se la dejó estrechar, vio que tenía las muñecas finas y tibias, unas suaves y hermosas manos.

La «domus» de Cayo

Desde la inmensa obra que Manlio había comenzado junto al monte Palatino, Helikon miró apesadumbrado hacia los Foros y murmuró:

– Me han dicho que en el Foro Boario hay una tumba de piedra… En no sé qué guerra, para pedir ayuda a los dioses, enterraron vivos a un hombre y una mujer. La tumba no ha sido abierta, así que los esqueletos todavía están ahí y nosotros andamos por encima.

Los hombres que estaban trabajando reían porque sabían cómo asustar a aquel tímido egipcio. Manlio el Veliterno -el campesino de Velitrae, como lo llamaban con suficiencia los refinados arquitectos romanos- estaba parado en medio de los nuevos cimientos con sus planos en la mano. Recluido en Capri, el joven emperador había soñado durante horas con los edificios diseñados por Vitruvio en De architectura y sus fascinantes, esotéricos dictados sobre la acústica. «Construir una estancia de modo que la voz pueda correr ligera por ella», había escrito Vitruvio. Y en la ladera del Palatino que dominaba el poderoso conjunto de los Foros estaba naciendo una sala de una forma nunca vista, dedicada a la música, a la mímica, a la danza. Y toda Roma hablaba de esa misteriosa sala.

Aunque dirigir aquella fantástica obra exigía toda su atención, Manlio oyó las bromas de sus hombres.

– No les hagas caso -dijo bruscamente a Helikon-. En aquellos tiempos combatíamos contra Cartago; era terrible. Además -concluyó, irritado-, esos dos que están enterrados ahí abajo era de estirpe gala, no eran romanos.

Lanzó una mirada a sus hombres, que aprobaron riendo. Helikon no se atrevió a decir nada. Él también había ascendido de golpe a la espléndida vida de liberto imperial, pero no había buscado ni obtenido poder; había seguido siendo un silencioso, y ahora olvidado, guardián en la soledad del joven emperador, en sus insomnios recurrentes. Lo seguía a donde podía, siempre en silencio, perdido si el emperador estaba lejos. Lo llamaban el catulus, el catellus , el cachorrillo egipcio.

– He visto con mis ojos que rociáis las estatuas de vuestros dioses con la sangre todavía caliente de los ajusticiados. ¿Por qué? -Porque se la beben.

Los hombres rieron. Pero la conversación quedó interrumpida porque el emperador apareció inesperadamente con una pequeña escolta, atravesando a su paso rápido los desordenados jardines que aún cubrían la cima del Palatino. Y al verlo, los hombres se volvieron y lo saludaron con entusiasmo, cosa que no sucedía desde los tiempos de la juventud de Augusto. Él, rompiendo el protocolo, respondió, y rió, e hizo bromas a los que estaban más cerca. Siempre era así, en todas partes, y cuanto más lo detestaban los senadores, más, y más apasionadamente, lo quería la gente. De pronto, interrumpió el juego y se dirigió a Manlio:

– No comprendo por qué Augusto dio la espalda al corazón de Roma al construir su palacio. ¿Lo haría para no ver la ciudad o para no ser visto? Luego, la única idea de Tiberio fue poner sus piedras sobre la casa de Marco Antonio. Pero ven aquí, mira.

Llegaron al borde del precipicio, al norte, y de repente, entre los arbustos, aparecieron a sus pies el Capitolio, la vía Sacra, la espléndida extensión de los Foros, las columnatas, las basílicas, los templos. «Desde su exilio, Ovidio dijo que el Palatino es la cumbre del mundus immensus. Es verdad. Pero esos versos desesperados no le sirvieron para despertar compasión», pensó el emperador. Sus ojos recorrieron en círculo el horizonte claro de la mañana. A la izquierda de todo se alzaba el sagrado Capitolio, revestido de mármol. Después asomaban los tejados del monte Quirinal; y después otra colina, el monte Esquilino, y un pequeño valle. Y como la ladera oriental del Palatino estaba cubierta de verde -no existían aún los inmensos edificios de las dinastías Flavia y Severiana-, se veía todo el monte Celio. Luego, en una leve hondonada, se dibujaba la estela de la vía Apia, la vía del sur, la reina de todas las rutas. A su derecha, cerquísima, el misterioso monte Aventino, y después el solemne monte Janículo. Y al fondo, al otro lado del río soñoliento por la sequedad estival, emergía el monte Vaticano. «Mi Roma -pensó el emperador-, mi Roma, que vivirá a través de los siglos con mi nombre ligado a ella. Haré surgir monumentos nunca vistos de sus vísceras de piedra.»

Era como un abrazo de amor, la divina ciudad, nube blanca de mármol que había visto cuando llegó del Rin, la ciudad femeninamente tendida sobre las siete colinas.

– Manlio -dijo-, nosotros no estamos construyendo edificios. Estamos rediseñando Roma. La dotaremos de nuevos espacios: un puente nuevo pasará sobre el río para llevarnos al monte Vaticano, donde estarán el circo y el obelisco. Después construiremos en el corazón de Roma algo que superará Alejandría, Pérgamo y Atenas. Y aquí arriba situarás los nuevos palacios imperiales, mi nueva domus, que mirará hacia los Foros, por donde sale el sol. Les construirás un acceso grandioso, un recorrido aéreo que partirá de allá abajo, de los Foros de julio César y de Augusto, y conducirá gloriosamente hasta aquí. Y aquí, justo donde estamos hablando, erigirás el atrio, la entrada al nuevo rostro del imperio. Cuatro poderosas columnas sostendrán la bóveda…

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