Maria Siliato - Calígula

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En el fondo de un pequeño lago volcánico, muy cerca de Roma, descansan desde hace veinte siglos dos barcos misteriosos, los más grandes de la Antigüedad. ¿Cómo llegaron estas naves egipcias a un lago romano? Una inscripción en el interior de los barcos puede ser la clave: el nombre Cayo César Germánico, más conocido como Calígula, sea tal vez la respuesta. Esta extraordinaria novela ofrece una nueva visión de la excéntrica y controvertida figura del emperador Calígula, tan despreciada y cuestionada por la historia. Un niño que logró sobrevivir y aprendió a defenderse en un medio hostil, un muchacho que veneraba a su padre y que junto a él descubrió y se enamoró de Egipto. Un joven marcado por la soledad, el dolor, arrastrado a la locura por el asesinato de toda su familia, víctima de las intrigas del poder. ¿Cabría ahora preguntarse si el gran verdugo, el asesino brutal, no fue en realidad una víctima?

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– Un templo sobre el agua… -Jugueteaba con su pequeño codex, la libreta de papiro, y miró al emperador-: En mi mente, Augusto, está naciendo la idea de que no haré un templo de madera. Me parece que sobre estas aguas construiré un templo de mármol.

Rió. El joven emperador se estremeció. -Explícate, por favor.

El joven y fiel ayudante de Eutimio, que sabía cuándo darle, para realizar los cálculos complicados o los floridos dibujos, el calamus más o menos afilado, el portaplumas, los instrumentos para trazar curvas o ángulos, el papiro de diferentes espesores, se precipitó de inmediato hacia él. Sacó del estuche de cedro perfumado un calamus que, según la inclinación, trazaba líneas intensas o finísimas y se lo tendió.

Eutimio estaba mirando el agua y dejó el codex sobre la balaustrada que dominaba el lago.

– Por primera vez en la historia de los hombres, este año, el primero de tu imperio, Augusto, en este lago… -Cogió el calamus, lo mojó-. Mira, Augusto, mira… -Trazó una línea fuerte, larga y recta, y otra curva debajo que se unía en los dos extremos con la primera: el casco. Después, inclinando el calamus, completó aquella línea con otros trazos y en la hoja nació la altísima proa.

– Mira: esto es el casco, de madera, pero tendrá que sostener el templo, que será de mármol, piedra caliza, ladrillos… -Rió. Seguía trazando líneas, cada vez más deprisa. Y entre un trazo y otro reía, entusiasmado-. En el pasado se han construido grandes naves reales, grandísimas, pero todas eran exclusivamente de madera.

– Es lógico -confirmó el emperador.

– Pero yo he visto tus ojos cuando te he dicho que sobre esas aguas flotará un templo de mármol, Augusto.

El emperador lo miró. Eran coetáneos, y de pronto se echaron a reír los dos. Eutimio continuó dibujando con fluidez.

– Mira, Augusto, esto no se ha hecho nunca: una estructura naval de madera, que se adapta dócilmente al movimiento del agua, tendrá que sostener rígidas estructuras de obra, que no admiten oscilaciones porque se agrietarían, como cuando hay un terremoto. -Todos lo miraban, miraban su codex, miraban el lago-. Parece absurdo, ¿verdad?

Los demás se apiñaron para ver el dibujo. Eran los primeros del mundo que veían nacer aquella invención. Él trazó en la sección del casco unas líneas verticales; parecían conductos. Y efectivamente, instalaría un genial y desconocido sistema de tubos de arcilla, encajado, para reducir el apoyo de las estructuras de piedra, rígidas, en los flexibles cascos de madera.

– En los cascos…, ¿ves…?, pondré un sistema flexible que absorberá las oscilaciones y el templo de Imhotep no se hundirá. El agua del lago duerme casi siempre, pero si llega un torbellino… Tendré que realizar un trabajo muy preciso, con muchos cálculos, porque los cascos, con la carga que aguantarán, no podrán ser varados para proceder a su mantenimiento. Forraremos la tablazón con planchas de plomo finas y bien soldadas. Tendremos que estudiar los ensamblados de las maderas, las aleaciones de los metales, la protección de todos y cada uno de los clavos…

En su latín se advertían acentos de la Magna Grecia, ecos de antiguos dialectos itálicos, era una lengua solar y alegre; su fantasía napolitana evocó un recuerdo de su tierra.

– La nave de oro tendrá la forma del templo de Isis en Pompeya -dijo-, el único templo donde no se mancha el suelo con la sangre de los sacrificios animales.

– Revestiré el interior del jem con mosaicos auténticos -dijo el arquitecto Imhotep-. Le daré a Isis Panthea los colores sagrados: el blanco lunar del espíritu, el verde de la vida y el rojo de los reinos infernales.

– En ningún templo se habrá visto jamás la decoración que veremos en el de este lago, te lo prometo -intervino con entusiasmo Trifiodoro, el imaginativo decorador alejandrino-. Tallaré puertas y marcos en las maderas más raras. Los mármoles serán iguales que los que Cleopatra eligió para su palacio de Alejandría. Los bronces, las tapicerías, los cortinajes serán iguales que los que el padre de mi padre hizo para ella. Bisagras, tiradores, bocallaves, hasta las tejas y los remaches de la carena llevarán un baño de oro. Será una nave de oro. En los costados colocaré una serie de magníficas esculturas de bronce, cabezas de lobo, panteras, monstruos, los símbolos infernales de la mística isíaca. En el jem, el santuario, pondré una magnífica cabeza de Medusa en bronce dorado: astrológicamente, la guardiana del fascinante signo de Virgo, bajo el que tú naciste, Augusto.

– En Mendes -dijo Imhotep-, junto al aqenu, el lago sagrado, en una estela de piedra están esculpidas las reglas del rito, a fin de que no se pierda su memoria: el phar-haoui sube a la nave, maneja el gran timón y dirige la Ma-ne -yet hacia la luz. Pero esa no tiene ni remos ni velas. Los sesenta remeros de la Me-se -ket la empujan: son la voluntad del hombre que busca el Absoluto.

– Por lo que veo, deberá tener una estructura resistente -intervino Eutimio-, vigas muy gruesas. Mira, a lo largo de los costados colocaremos un pórtico y una preciosa barandilla. -Mientras hablaba, iba dibujando-. Y aquí abajo estarán los remeros. Y cuando, empujadas o arrastradas, las dos naves unidas se muevan por el lago, parecerá un enorme edificio de más de ciento noventa pasos. Porque en la segunda nave también pondré columnas de piedra y de madera, corintias y salomónicas, y tejas de arcilla, protegidas por otras de cobre dorado. Y una balconada, y una elegante balaustrada de bronce, y enormes vigas que asomen, repujadas, por los costados, y escalmos para los numerosos remeros.

– Para acompañar el rito -anunció Claudio, el poeta que se había iniciado en el esoterismo egipcio-, traeremos de Egipto instrumentos musicales que aquí no se han escuchado nunca: las arpas en forma de luna, el te-bu-ni, el laúd, la na-bla, la flauta recta sencilla y doble, el me-me y la flauta travesera, el se-bi. Sus sonidos se deslizan, mezclándose y respondiéndose, a través de tus oídos, dentro de tu cuerpo físico, el bha, antes de llegar a tu mente, el kha. Y en ese momento, con todas las lámparas encendidas, de los vasos rituales, las situlae doradas de tronco cónico, se servirá en las copas con el simpulum de larga asa en forma de cabeza de serpiente el vino especiado, y mientras los perfumes arden en los incensarios, en el aire se alzará el sonido de los sistros de bronce y de plata, y en la mano del phar-haoui el seistron de oro, el purísimo instrumento isíaco. Y todos juntos envolverán finalmente tu anj, tu espíritu, porque el espíritu que va más allá de la muerte se nutre de perfumes, de sonidos, de oraciones y de luz. Y no quiere sangre, ni sacrificios de animales. Y entonces, cuando la luna llena asome por encima de la colina, como en Sais, la gran estatua de la diosa Isis, madre de la paz, en su trono de piedra, saldrá lentamente del jem y aparecerá en la proa vacía, como hace tres mil años en el Jer-o, el Río Grande, que aquí llaman Nilo.

– ¿Una estatua en un trono de piedra? -preguntó bruscamente Manlio, el constructor-. ¿Y cómo la moverán?

– Eso no lo sé. Todos lo que lo sabían han muerto en Ta-ne-si, la Tierra Amada, que vosotros llamáis Egipto.

– No te preocupes -intervino Eutimio-, tú dime solo el peso de la estatua y sus medidas.

– Daos prisa -ordenó el emperador-. Por favor -añadió con la suave voz de su juventud.

Sintió que estaba ligando su nombre a algo que no se había visto nunca. Otros soberanos habían construido mausoleos, jardines colgantes, colosos, arcos triunfales; y los grandiosos monumentos casi siempre habían salido de las riquezas obtenidas gracias a una guerra. En ese lago, en cambio, las naves de mármol que flotaban en el agua sugerirían a los hombres de todos los países que incluso el sueño más difícil de alcanzar -el de una paz duradera- podría hacerse realidad.

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