Maria Siliato - Calígula

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En el fondo de un pequeño lago volcánico, muy cerca de Roma, descansan desde hace veinte siglos dos barcos misteriosos, los más grandes de la Antigüedad. ¿Cómo llegaron estas naves egipcias a un lago romano? Una inscripción en el interior de los barcos puede ser la clave: el nombre Cayo César Germánico, más conocido como Calígula, sea tal vez la respuesta. Esta extraordinaria novela ofrece una nueva visión de la excéntrica y controvertida figura del emperador Calígula, tan despreciada y cuestionada por la historia. Un niño que logró sobrevivir y aprendió a defenderse en un medio hostil, un muchacho que veneraba a su padre y que junto a él descubrió y se enamoró de Egipto. Un joven marcado por la soledad, el dolor, arrastrado a la locura por el asesinato de toda su familia, víctima de las intrigas del poder. ¿Cabría ahora preguntarse si el gran verdugo, el asesino brutal, no fue en realidad una víctima?

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– Yo lo sabía -dijo Cayo-. Lo oí contar en el castrum.

Cremucio Cordo, el historiador, predijo con preocupación:

– El hijo de Graco ha cometido una imprudencia volviendo. Tiberio no soportará que la gente lo vea.

– ¿El culpable es entonces la víctima, no el asesino? -saltó Druso.

Cremucio, que era modesto y de carácter apacible, no se atrevió a decir que, en su obstinado análisis de historiador, a veces sentía que su mente penetraba en los oscuros proyectos de Tiberio y casi se anticipaba a ellos. Humildemente escéptico, pensaba que todo estaba escrito en las historias antiguas y que bastaba leerlas con atención, pues, por más que pasen los siglos, el corazón de los hombres nace siempre igual.

El anciano Zaleucos lo miró y pensó, en cambio, que a esa clarividencia se debían muchos célebres oráculos. Encontró en su memoria una antigua sentencia y la citó:

– Un historiador que lee el pasado, a veces recibe de los dioses el privilegio de ver las sombras sobre el futuro.

Sin embargo, en sus viejos libros no había encontrado la enseñanza de que, a veces, ese privilegio se paga carísimo.

El caso es que un grupito bien organizado de espías no tardó en acusar al hijo de Graco de haber ayudado a las bandas de rebeldes africanos que infestaban la frontera con Numidia. Era una acusación de pena capital; y, puesto que el repugnante efecto de la tiranía era la desaparición del valor civil, los senadores se reunieron para celebrar el juicio, cuyo resultado era previsible.

– Lo perderemos también a él -dijo Agripina envolviéndose en su ya inseparable manto de lana, de la misma manera que tiempo atrás había buscado los brazos de Germánico.

Sin embargo, mientras ella pronunciaba estas palabras, en la sala repleta del Senado irrumpía de forma inesperada precisamente el hombre -procónsul en África- que había derrotado a los rebeldes que amenazaban la frontera con Numidia. Con la autoridad que le conferían sus victorias y la sorpresa psicológica, el procónsul desenmascaró la vergonzosa inconsistencia de las acusaciones contra el hijo de Graco, las desmintió. «El único en esta pobre ciudad que ha conservado el valor», escribió Druso. En Roma se extendió una atmósfera de rebelión y, por una vez, los senadores tuvieron más miedo de la calle que del emperador. El imputado fue claramente absuelto.

Tiberio, silenciosamente furioso, estaba culpando a Elio Sejano, el hombre de la cueva de Sperlonga, por el desastroso desarrollo de aquel proceso, cuando este, con agilidad mental, le ofreció un consejo para dominar de modo implacable la inquietud de la inmensa Roma.

– Los pretorianos tienen dificultades para controlar la ciudad porque están repartidos en las diferentes regiones. Es fácil burlarlos. Debemos reunir a las nueve cohortes en un solo e inexpugnable cuartel.

Concentradas y bajo un único e inmediato mando, las cohortes conquistarían la fuerza operativa y disuasoria de un ejército.

El cuartel fue construido inmediatamente y llamado Castrum Praetorium, una fortaleza dentro de la ciudad. Y se hizo tan siniestramente célebre que el barrio conservaría su nombre durante veinte siglos. Las cohortes de los mílites pretorianos se convirtieron en una formidable defensa contra los movimientos populares y en una temible intimidación contra los senadores disidentes. Como es lógico, Elio Sejano fue nombrado prefecto.

– Ahora que tiene la capital en un puño, se ha convertido en el hombre más poderoso del imperio -susurró con su dolorosa clarividencia Cremucio Cordo, y por el tono de voz se notó que la idea lo aterrorizaba-. Pero creo que todavía no lo ha advertido nadie.

El fin de Cremucio Cordo y de Cayo Silbo

– Nunca hubiera creído que ver amanecer inspirase terror -dijo Druso.

Cualquier voz apenas más alta en el silencio de los jardines provocaba sobresaltos; la hora de las irrupciones, de los arrestos inesperados era, efectivamente, el alba. Y el sol traía las novedades policiales de la noche.

De hecho, apenas era de día cuando se presentó el équite Tario Sabino -el que había llorado de emoción viendo el triumphus ele Germánico- y anunció, desesperado, que estaban instruyendo un proceso contra Cremucio Cordo, su amigo más querido, el apacible historiador con el que había discutido afectuosamente toda la vida, paseando bajo los soportales de los Foros.

Nerón preguntó qué había escrito ese pobre hombre que pudiera ser considerado criminal.

– Dicen que ha osado exaltar el gesto de Bruto cuando mató a Julio César. Ha escrito que Bruto fue el último romano. Sus acusadores han dicho que elogiar un delito significa ser cómplice de él.

El joven Cayo se alejó. «Ninguno de nosotros escapará», pensó con lucidez. Recordó que, durante una cacería en los alrededores de Antioquía, un zorro había escapado de los perros fingiendo estar muerto entre unos arbustos. «La única posibilidad de que no me maten es que crean que no vale la pena hacerlo», se dijo. Su mente ya no formaba pensamientos jóvenes. «No cometeré errores», decidió, antes de volver atrás y preguntar:

– ¿Dónde están los escritos de Cremucio?

– Tiberio ha ordenado a los ediles que los quemen en público -respondió, desesperado, Sabino-. ¡Treinta y cinco años de estudio! Y Cremucio…, ya sabéis lo tímido que es, se ha pasado la vida entre sus libros…, estaba de pie ante Tiberio, y sabía que no tenía esperanzas. No obstante, mientras que todos guardaban un terrible silencio, él ha hablado, y ha dicho: «Todos vosotros sabéis que han transcurrido casi setenta años desde que mataron a Julio César. ¿Cómo podéis considerarme culpable a mí, que aún no había nacido?». Tiberio lo miraba en silencio («truci vultu», escribiría Tácito). Y ninguno de los seiscientos senadores ha replicado. Él se ha visto ante la muerte. «Soy inocente, hasta tal punto que, al no encontrar culpa en mis actos, se me acusa por relatar los actos ajenos», ha dicho. Tiberio ha permanecido callado, sabe que sus silencios pueden matar, y ha aplazado la audiencia, pero sin fijar ninguna fecha. Cremucio ha vuelto a casa solo, y nadie ha tenido valor para hablar con él. Se escabullían para no saludarlo. Ha cerrado la puerta y los postigos.

Permanecieron en silencio mientras un anciano y diligente siervo, que había conocido a Germánico de pequeño, llenaba delicadamente sus copas de vino. Sabían, sin decírselo, que Cremucio estaba dialogando con la muerte.

Dejarse morir rechazando la comida. Una muerte que habían escogido lúcidamente muchos romanos, sin sangre, sin violencia contra sí mismos, sin exponerse a fallar el golpe. Un gesto que no nacía de momentáneos impulsos emotivos, una protesta lúcida, sostenida durante días y días. En el fondo, contaban los que habían visto semejante agonía, solo se sufría realmente los dos o tres primeros días; luego -al menos eso se decía- todo se deslizaba a un limbo de alucinaciones, de cansancio invencible, de trío, de sueños.

– Porque la mente ordena al cuerpo cuándo es el momento de morir -murmuró Zaleucos en griego.

Y el cuerpo se entregaba a la muerte con una limpidez transparente del rostro, un tranquilo abandono de los miembros, un sueño sin sobresaltos.

La madre de Cayo escuchaba con atención; sus ojos destacaban en el delgado rostro.

– Tiberio también sabe, lo que está sucediendo en casa de Cremucio Cordo -dijo-. Por eso ha aplazado el proceso.

Unos días más tarde, Druso pudo escribir en su diario: «Esta mañana lo han encontrado muerto. Ha dejado escrito que estaba seguro de que sus palabras perdurarán aunque hayan quemado su libro, porque los que vienen después de nosotros valoran con arreglo a la verdad. Y ha dicho que se le recordará más precisamente porque lo han condenado».

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