Maria Siliato - Calígula

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En el fondo de un pequeño lago volcánico, muy cerca de Roma, descansan desde hace veinte siglos dos barcos misteriosos, los más grandes de la Antigüedad. ¿Cómo llegaron estas naves egipcias a un lago romano? Una inscripción en el interior de los barcos puede ser la clave: el nombre Cayo César Germánico, más conocido como Calígula, sea tal vez la respuesta. Esta extraordinaria novela ofrece una nueva visión de la excéntrica y controvertida figura del emperador Calígula, tan despreciada y cuestionada por la historia. Un niño que logró sobrevivir y aprendió a defenderse en un medio hostil, un muchacho que veneraba a su padre y que junto a él descubrió y se enamoró de Egipto. Un joven marcado por la soledad, el dolor, arrastrado a la locura por el asesinato de toda su familia, víctima de las intrigas del poder. ¿Cabría ahora preguntarse si el gran verdugo, el asesino brutal, no fue en realidad una víctima?

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Sejano, pues, pudo informar enseguida a Tiberio: «En Roma se prepara una insurrección».

Desde Capri, Tiberio dispuso el arresto, el proceso y la condena de Tacio Sabino y de «todos sus eventuales cómplices».

Sejano leyó el mensaje en el silencio servil de los senadores, y estos ordenaron inmediatamente la detención de Sabino, que ni siquiera se acordaba de qué habían hablado aquella noche.

Druso escribió: «Tiberio nos ha arrebatado también a este último amigo. La astucia de Sejano, el terror de algunos y el servilismo de muchos han actuado conjuntamente».

En una sola sesión, los senadores escucharon los testimonios, emitieron la sentencia y enviaron a la muerte al condenado antes de que este entendiese qué estaba pasando. Eran las calendas de enero. «Y en este sagrado día de fiesta -escribió Druso- lo han arrastrado por las calles con la cuerda al cuello. Y ese pobre hombre traicionado gritaba: "¡Mirad cómo mata Sejano a sus víctimas inocentes!". La gente, al ver el cortejo y oír los gritos, se alejaba, cerraba puertas y ventanas. Entonces le han envuelto la cabeza con la toga para que no pudiese hablar, y avanzaban así por las calles desiertas. Y su cuerpo ha sido arrojado al río.» Cayo estaba de pie a su lado, en el silencio nocturno de la gran residencia medio vacía. La idea de los traidores apostados dentro de una casa amiga, en el desván, era espantosa.

Esa noche, acurrucado en su habitación a oscuras, el joven Cayo se prometió a sí mismo que nadie, en ningún lugar, oiría una sola palabra imprudente salida de su boca. Pero no previó que nunca más podría leer nada en el diario de Druso.

La madre de Cayo

Al día siguiente -un gélido amanecer de enero cubierto de ligeras nubes blancas, el monte Soratte allá arriba, cargado de nieve-, el dolor impotente por la muerte de un ingenuo y fiel amigo se transformó en acuciante alarma, pues un senador había gritado ron violencia en plena Curia: «Tacio Sabino preparó la conjura inspirado por la soberbia de Agripina y la violencia de su hijo Nerón. Estamos a un paso de la guerra civil».

La terrible acusación se difundió por toda Roma. Y antes de que acabara aquel breve día de invierno, comprendieron que estaban perdidos.

Sin dar ninguna explicación, Agripina envió a Cayo a dar un inverosímil paseo con el preceptor Zaleucos; y nada más salir él, sin vacilaciones y sin despedidas, mandó a sus hijas adolescentes al palacio de la anciana Antonia, la madre de Germánico, y cuando Cayo regresó, ya no las vio. No obstante, se enteró de que Drusila, la predilecta, había intuido algo, pues había preguntado llorando cuándo les permitirían volver. Hasta más tarde Cayo no comprendió que su madre había evitado a todos el tormento de despedidas demasiado conscientes.

Acababa de empezar la nueva mañana, y la invernal luz azul había invadido los jardines, cuando Cayo se topó en el atrio con el antiguo jefe de la guardia, un veterano de Germánico, que había subido corriendo la gran vía.

– ¡Han arrestado a Nerón en Capri, en la villa de Tiberio! ¡Lo traen a Roma encadenado!

Mientras Cayo lo miraba petrificado, Druso, sin avisar, sin saludar, desapareció. Cayo fue corriendo a la biblioteca y vio el bargueño abierto: el estante del diario estaba vacío. Días atrás, Druso había aludido a una villa que tenían en Umbría, junto a las sagradas fuentes del Clitumnus, había hablado de la antigua y poco frecuentada vía Anerina, la más corta desde Roma hasta Umbría, rodeada de bosques y senderos montañosos que descendían hacia el mar Adriático. Y desde allí se podía desembarcar en Iliria.

Cayo volvió atrás y se preguntó, angustiado, cómo iba a decírselo a su madre. La vio en el atrio, de pie, rodeada de los fámulos aterrorizados, pero ya no había nada que decirle, porque frente a ella estaba un oficial con algunos hombres armados y le notificaba, leyéndola en voz alta, una acusación policial de conspiración, unida a una providencia de confinamiento en el domicilio: prohibido frecuentar a extraños, prohibido mostrarse en público en Roma. Agripina no dijo nada. Tendió la mano y cogió aquel terrible escrito. Sus blancos dedos no temblaban. El oficial se marchó tras dirigirle un brusco saludo. En la entrada de la residencia apostaron a un guardia armado. Y empezaron a instruir el proceso con la lentitud y la solemnidad que exigía la importancia de las víctimas.

La noche antes del juicio, la residencia se había vuelto tan grande que daba miedo. Cayo y su madre no tenían noticias de Druso.

– Pero si quieren arrestarlo-dijo Agripina, desesperada- lo encontrarán. -Se le quebró la voz, su angustia de madre resultaba asfixiante-. Nadie ha salido de aquí sin que los espías de Tiberio lo sigan.

– Druso es hábil, y no sabemos adónde ha ido -mintió el muchacho para calmarla, y, mientras decía esto, pensó que se estaba quedando completamente solo. Se acordó de su padre: « Sustine, aguanta. Tendrás tiempo».

El aire de aquella noche de enero romana se había tornado extrañamente suave, o quizá la angustia hacía tan costoso respirar que tenían la habitación abierta. Su madre llevaba los hermosos y finos cabellos recogidos hacia atrás con mano distraída, sin la fina raya ni las dos elegantes ondas a los lados de la cara que a lo largo de los siglos la harían inmediatamente reconocible en las esculturas talladas en mármol. Tenía las mejillas hundidas y una sombra oscura alrededor de los ojos, ya de por sí profundamente metidos en las órbitas, como los de su hijo. Pero no se venía abajo, conservaba el dominio de sí misma en los más pequeños gestos, parecía que no tuviese emociones.

Cualquier ruido, viniera del lugar de la casa que viniera, a él lo hacía sobresaltarse. A ella no. Se mantenía firme, con las manos, muy delgadas ahora, cruzadas sobre las rodillas.

Ira una noche oscura. Ella miraba al chiquillo, miraba un instante hacia el fondo, hacia la sucesión de amplias salas vacías.

– ¿Has visto? -dijo, pero no añadió nada más.

Nadie en toda Roma se había atrevido a infringir la orden de Tiberio, a acercarse esa noche a la casa donde estaban ellos dos solos. Nadie se había movido en toda Roma por la nieta de Augusto, la sangre más noble del imperio, la viuda del queridísimo Germánico, la esperanza del pueblo. De los seiscientos senadores, nadie; nadie tampoco de los poderosos colegios sacerdotales. Ella había alejado a gran parte de los siervos, incluso a los más fieles, que se resistían; los había enviado a una villa suburbana.

Cayo no había visto nunca la casa en aquel estado, vacía, las luces titilando lejanas y de vez en cuando alguna, olvidada, apagándose. Agripina también había escrito un diario, lo había escondido, no había hablado sobre él con nadie. Pero tenía pocas esperanzas de que pudiera sobrevivir a ella. En realidad, no se sabría nada de él. Mientras acariciaba a su hijo -que tenía la cabeza apoyada en sus rodillas, como de pequeño-, le dijo con lucidez que era muy joven y podía escapar de la Noverca y de Tiberio simplemente fingiendo: hacerse el tonto, interesado solo por fútiles juegos, inofensivo. Como el anciano tío Claudio, la imbele leyenda familiar. Solo así lo dejarían vivir, y quizá cómodamente, porque parecería a los ojos de todos una prueba de su clemencia y bondad.

Cayo le preguntó, susurrando -ya hablaban siempre en voz baja, incluso dentro de casa-, si no podía utilizar también ella esa arma.

Su madre respondió que no la creerían y meneó la cabeza con tierna compasión por lo que veía como un rasgo de ingenuidad. A ella solo le quedaba un camino, dijo: aguantar hasta el final su suerte. Valiente e indomable, fiel a su marido y al orgullo de su casa, y a sus derechos pisoteados, hasta más allá de la muerte. Le dijo que en el futuro se hablaría de ella. Y como él lloraba con la cabeza escondida, dijo riendo:

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