Druso abrió el diario y empezó una página nueva.
«En nuestros tiempos, el delito llamado crimen majestatis - traicion contra la majestad del pueblo romano, es decir, revuelta armada, conspiración, colaboración con el enemigo-, delito que se pagaba con la vida, ha sufrido una venenosa ampliación jurídica. Como primer paso, Augusto ha modificado la ley para protegerse más a sí mismo que proteger al Estado. Y nadie ha reaccionado. Después, los sutiles juristas de Tiberio han definido como delitos castigados con la pena capital no solo los atentados y las conjuras, sino también los escritos y hasta los comentarios referidos del modo que sea a la "Majestad" imperial. Así, esta ley es el instrumento perfecto, y sin riesgos, para destruir a un adversario. Pero no debe usarse sola. Tiberio nos ha dado una gran lección jurídica: para estar seguros de que un acusado no sale indemne, hay que unir, a la acusación de haber violado la ley De majestate, una segunda acusación escandalosa: concusión, adulterio, magia negra. Si se hablara solo de conspiración, Roma se sublevaría. Pero si el imputado es también un ladrón, o un libertino, o un envenenador, nadie se conmueve. Es el teorema de Tiberio.» Al escribir esto, Druso no preveía que a lo largo de los siglos el Teorema encontraría un gran número de desaprensivos, aunque no siempre hábiles, imitadores.
Los senadores se reunieron servilmente para procesar al pobre poeta. Alguien observó que la única ocupación que le quedaba al Senado de Roma -que había deliberado acerca de la guerra contra Cartago, Pirro y Mitrídates- era instruir procesos de ese tipo. «La libertad de palabra ha sido suprimida incluso entre las paredes de casa.» Pero aquel miedo sin rostro ya los envolvía a todos.
Druso escribió: «…Y puesto que todos -salvo el imputado- tenían prisa por acabar, en un solo día escucharon testimonios falsos o inducidos por el terror y pronunciado la sentencia. Antes de la noche se ejecutó al condenado». Sus breves obras -el afectuoso Lamento en memoria de Germánico y el humorístico Libelo sobre Tiberio, aunadas por la misma censura-, fueron quemadas en la plaza, en una pequeña y rápida hoguera. Un ejemplo que también sería muy seguido en el futuro, aun cuando alguien advirtiera que la mejor ayuda que se puede prestar a la difusión de una idea es intentar prohibirla.
Después de aquello, los amigos fueron espaciando poco a poco las visitas a la silenciosa residencia de orillas del río. Muchas salas comenzaron a volverse demasiado grandes, vacías y desprotegidas, y permanecieron cerradas durante semanas porque el pequeño núcleo familiar no se sentía con ánimos de entrar. Pasear por los jardines se convirtió en un continuo escrutar entre los setos, un hablar en voz baja. Las sombras se tornaron insidiosas, las horas de oscuridad, larguísimas. Se hizo insoportable la luz oscilante de las antorchas, el paso de los centinelas de guardia. Pero no existía ningún otro lugar donde Tiberio hubiera permitido a la familia de Germánico encontrar descanso.
Y una mañana el impulsivo Nerón esperó en vano a otro viejo amigo, el fuerte y fiel Cretico que había estado al lado de Germánico en Siria, pero al que Tiberio había apartado fulminantemente de él. «Cuando lo veo llegar -había dicho Cayo a sus hermanos-, instintivamente miro más allá de él, como si esperase que viniera nuestro padre. Siempre lo precedía unos pasos.» Pero Cretico había sido también el durísimo instigador del proceso contra Calpurnio Pisón, el envenenador de Germánico.
– Lo han detenido antes del amanecer -anunció Druso.
Con habilidad policial, la devastadora sorpresa del arresto y del proceso inmediato confundía la mente del acusado, no daba tiempo a testimonios y defensas. Y mientras Nerón maldecía, Cayo se alejó en silencio hacia la biblioteca. Pensó que, después de la detención de Cretico, todas las puertas de su casa estaban abiertas de par en par, sin cerrojos y sin centinelas.
Druso se reunió con él.
– Han aplicado el teorema de Tiberio -anunció-. Desprecio hacia la majestad imperial unido a concusión mientras ocupaba no sé qué cargo. -Cogió su codex y , mientras empezaba a escribir, miró a Cayo-. Concusión, ¿te das cuenta? Un hombre como Cretico… -Luego declaró con decisión-: Mi futuro será la defensa de las leyes. Roma ha construido sus leyes siglo a siglo, leyes para las relaciones entre tú y yo como individuos, para las existentes entre nosotros como individuos y la República, y entre la República y la gente. La fuerza de Roma y su gloria nacen de estas palabras. Porque todos saben que las leyes de Roma son más sólidas que las murallas de Babilonia. Y uno debe respetarlas para que ellas lo respeten a uno. En cambio… -Se inclinó sobre la hoja-. Mientras escribo estas líneas, sé que están conduciendo a Cretico ante los senadores. -Dejó el calamus y se levantó-. Ya verás -dijo-, terminaremos el relato mañana.
Cayo paseó por los jardines hasta el río. El murmullo del agua era igual que el del Orontes, alrededor del palacio de Epidafne. El pobre Zaleucos lo miraba desde lejos; se sentía inútil, cargado de una cultura antigua, derrotada y ya agonizante en aquel mundo feroz. Y ya no se atrevía a acompañar a su querido Calígula si él no lo llamaba.
El proceso contra Cretico duró, efectivamente, un día: debido a su fama como soldado no se atrevieron a matarlo y lo condenaron al destierro. Pero, con despiadada cobardía, escogieron para él una lejana isla del Egeo, árida y casi sin agua, en el archipiélago de las Cícladas: Giaros.
– No volveremos a verlo -dijo Agripina. Cerró los ojos y apretó los párpados, enrojecidos: esa era ahora su forma de llorar-. Nadie ha regresado vivo de esa isla -añadió.
Y Druso escribió: «Te acostumbras al delito, dejas de indignarte, te vuelves prudente. Cada cual teme que le suceda lo mismo que a los demás. Todos nuestros amigos son condenados, uno tras otro; y su terrible culpa es la fidelidad. El viejo y valeroso grupo de los populares es despojado poco a poco de sus hombres, igual que se arrancan los granos de un racimo de uvas».
El hi jo de Graco y el nuevo «Castrum Praetorium»
Justo entonces apareció en Roma, y recorrió el Foro de Augusto, un cuadragenario vestido modestamente, con el rostro quemado por un sol ardiente, al que nadie reconocía. Pero antes de que hubiera pasado una mañana los romanos empezaron a señalárselo unos a otros: era el hijo de aquel Sempronio Graco envuelto en el proceso contra Julia, que siendo muy joven había acompañado a su padre al destierro en la isla de Kerkennah.
Agripina dijo, emocionada:
– Cuando se llevaron a mi madre, nosotros, mis hermanos y yo, estábamos aquí, en esta casa, como ahora. Y de pronto llegó el hijo de Graco…, entonces tenía tu edad, Cayo…, y anunció tranquilamente: «He venido a despedirme. Me voy a la isla con mi padre». Y fue tal el clamor en toda Roma que el mismo día una nueva ley prohibió acompañar a un condenado a la relegación o al exilio.
Ahora, caminando por Roma tras una larga y silenciosa ausencia, aquel hombre, irreconocible a primera vista, reavivaba peligrosamente el recuerdo de cómo habían asesinado a su padre.
– He hablado con él -dijo Druso a sus ya poquísimos amigos- y me ha contado cómo murió su padre. De repente desembarcó en la isla un oficial, uno de esos leales ejecutores de delitos, con sus hombres. Graco estaba sentado sobre una roca frente al mar, solo. Su hijo trenzaba cestas de mimbre, como hacía desde los diecisiete años para sobrevivir. El oficial le dijo a Graco que Julia había muerto y que solo quedaba vivo él. Su hijo soltó la cesta en la que estaba trabajando y acudió corriendo; el oficial ya estaba leyendo la sentencia. Graco pidió tiempo para escribir una carta de despedida a su mujer, Aliaria, que durante diecisiete años le había sido fiel. Después abrazó a su hijo, le dio las gracias por todos los días pasados con él y se descubrió el cuello. «Te será fácil asestar el golpe. Se ven bien los huesos», dijo al oficial.
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